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Dolores y travesuras del libro (6)

miércoles, 23 de marzo de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Concluyo con esta entrega las crónicas que me propuse escribir sobre hechos curiosos, comunes en el mundo de las letras, que me han ocurrido en la edición de mis libros. En estos sucesos se sintieron incluidos otros autores que leyeron con interés mis notas, uno de los cuales me tiene invitado a una tertulia donde desea narrare sus propias experiencias.

Tras  larga investigación, llevaba yo tres meses dedicado a la escritura de la biografía de Laura Victoria, cuando recibí el inesperado y gentil ofrecimiento de Rafael Mojica García, rector de la Universidad del Meta, en el sentido de que la obra sería patrocinada por su entidad. Mi fortuito patrocinador es oriundo de Soatá (al igual que la poetisa y el cronista), y en tal carácter quería rendirle un homenaje a su ilustre paisana. De esa manera, quedaríamos vinculados en la misma obra tres boyacenses nacidos en la Ciudad del Dátil. La idea, por supuesto, sonaba muy bien.

En los meses siguientes, Mojica García me preguntó varias veces por el libro, con el evidente propósito de darle pronta publicación. Cuando un año después puse el trabajo en sus manos, las cosas cambiaron de rumbo. Vino el consabido pretexto –tan característico en estos menesteres– mediante el cual le sacaba el cuerpo al compromiso. Esta fue su respuesta: “Al leer la obra, veo que está llamada a ocupar un sitial de importancia en nuestra literatura, y la Universidad no está en condiciones de asumir la distribución de ella, lo que la llevaría al anonimato. Por eso te pido que me eximas de mi petición”.

Presa del desencanto que dicha conducta me causaba, dejé que pasara algún tiempo para volver a pensar en otro editor. Este se presentó dos años después. Un buen día me llamó, con prisa, Javier Ocampo López, presidente de la Academia Boyacense de Historia, y me contó que la noche anterior se había soñado con Laura Victoria, lo que parecía ser una premonición sobre la muerte cercana de la poetisa, y un mensaje claro para publicar su biografía. Esta vez el amigo resultó efectivo: la obra salió a la luz en breves días, y Laura Victoria alcanzó a conocerla. Pocos meses después, ella moría en Ciudad de Méjico.

Otro libro que sufrió reveses fue la novela La noche de Zamira. Yo me descuidé en llevársela a Jorge Enrique Molina Mariño, rector de la Universidad Central, que me había manifestado la intención de editarla. El proyecto se frustró con la muerte súbita de mi amigo. Después, tuve idéntico fracaso con otro posible editor, que también murió de repente. A mis pobres libros los perseguían las muertes súbitas.

Luego sometí la novela a estudio de Grijalbo, cuyo comité de lectores expresó “los mejores conceptos” –según rezaba la carta respectiva–, pero la editorial atravesaba por algunas dificultades que le impedían la pronta publicación. Sin embargo, abrigaban la confianza de que en seis meses podrían hacerlo. Dicho plazo se corrió a ocho meses más, y las dificultades no desaparecían. Resolví entonces retirar el trabajo, y me quedé con el elogio: “La novela está muy bien lograda, pero…” (el pero de siempre). Ante esta dolorosa evidencia, mis hijos, en deliberación secreta, decidieron editarla por su cuenta.

Y llego a mi último libro, Ráfagas de silencio (2007), novela a la que dediqué largo tiempo y muchas energías. Alguien me sugirió que hiciera conocer los originales de un amigo común, muy bien relacionado con el mundo de los libros, para buscar un camino editorial. Así lo hice. Un año después de haber dejado yo mismo el trabajo en la portería del edificio donde residía mi amigo, y cerciorarme luego de que la obra había llegado a sus manos, esta no apareció por parte alguna. Ante el temor de que no solo perdiera el libro, sino que además fueran usurpados los derechos de autor, como a veces acontece, contraté la edición inmediata con Editorial Códice.

De esta manera, han corrido 39 años desde que, en 1971, publiqué mi primera obra, Destinos cruzados, adaptada años después como telenovela nacional. Novela que con motivo del suceso de la televisión busqué reeditar, en 1987, con el patrocinio de Tercer Mundo. Un fracaso más. Le decía entonces a Soto Aparicio, mi cordial amigo e inestimable guía literario:

“Veo hoy, con hondo pesar, que lo que se ha ganado en lenguaje y rigorismo gramatical se ha perdido en espontaneidad. Lo que más debería cuidar el narrador es la fluidez, y esta a veces se sacrifica por la solemnidad. Descubro con envidia que el adolescente de los 17 años tiene que darle muchas lecciones al escritor de los 51 años”.

El Espectador, Bogotá, 7 de mayo de 2010.
Eje 21, Manizales, 8 de mayo de 2010.

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Comentarios:

Me leí toda la serie de Dolores y travesuras del libro. Me viene a la mente una frase de Indira Gandhi en la que expresa: «Al mundo no se le cuentan los dolores del parto, se le muestra el niño». Sin embargo, estas historias valen la pena e inclusive se puede también escribir sobre todas estas epopeyas como usted las ha escrito. Mis felicitaciones sinceras.  República bananera (correo a El Espectador).

Muy bueno tu artículo final sobre el destino de los autores frente a sus ediciones. Comparto plenamente tus tesis quizás porque ahora que acabo de publicar La otra historia de Tuluá, en privadísima y casi clandestina edición, me sentí como un buey cansado, y pensaba en mis 25 años escribiendo Cóndores no entierran todos los días. Gustavo Álvarez Gardeazábal, Tuluá.

Sí. Son hechos curiosos los que, con frecuencia, rodean el quehacer esencial del escritor; son avateres que, incuestionablemente, afectan ese mundo entrañable de la creación. No obstante y por fortuna, cuando ese mundo es cierto, resulta imposible detener su camino y éste, tarde o temprano, despliega sus hallazgos. María Cristina Laverde Toscano, Bogotá, 10-V-2010.

Esta columna resume una continuidad de escritos, libros y producciones de cine y televisión, con broche de oro. Es un buen resumen de ese camino difícil,  atravesado con fuerza, constancia y duro trabajo. Los resultados no pueden ser mejores, aunque a veces el reconocimiento no se vea reflejado en apoyos literarios que permitan la divulgación real, que es uno de los premios que un escritor busca. Liliana Páez Silva, Bogotá.

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