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El milagro de Armenia

domingo, 10 de abril de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

El paisaje oscilante que de Bogotá a Armenia va impresionando la pupila y nutriendo el espíritu con acuarelas y sensaciones de variados contrastes, parece que llegara a su clímax al coronar el punto más empinado de la cordillera. La Línea, con su eterno manto de nieve, aproxima al cielo. El sitio, álgido y siempre brumoso, calienta el corazón. Porque el corazón se tonifica con el rocío.

Comienza el descenso mientras el miedo se va descolgando entre riscos y sobresaltos. Y de pronto, desde un recodo se divisa una pincelada en el paisaje. A las pocas vueltas se deja la última piedra melancólica y el panorama cobra repentina vivacidad.

Estamos en el Quindío. Calarcá, la señorial, nos tiende su mano afectuosa. En contados minutos se llega a Armenia. Arribamos a una ciudad maravillosa donde la cordialidad se respira al instante.

El desprevenido transeúnte, o acaso el hijo pródigo desterrado por la violencia, quienes seguramente la consideran aún como un punto, algo así como una referencia geográfica, tienen que descubrirse ante el milagro. La adolescente de pocos años atrás sigue siendo joven, pero joven con mayoría de edad. Aldea ayer, y hoy centro pujante, es un desafío al desarrollo. La ciudad avanza a ritmo desconcertante. Todo se planea, todo se avizora, y nada la detiene. Los edificios se levantan en cada esquina, en cada hueco ocioso. Avenidas engalanadas y parques florecidos cautivan desde el primer momento. Y como ingrediente impulsor, la hospitalidad.

El forastero es recibido sin celos ni recelos. Ciudad noble y cosmopolita por instinto, no requiere de motes inútiles para atraer turismo. El encanto está por dentro, se inhala en el ambiente. La gente llega y se va quedando. Y la ciudad crece todos los días.

Es el Quindío región privilegiada por la mano de Dios. Sus tierras pródigas lo mismo engrandecen la economía de la patria, que embrujan el espíritu. Por entre los cafetales de racimos copiosos y los platanares doblados por la exuberancia y bruñidos de sol, se deslizan ríos de leche. La naturaleza es agresiva y rechaza la esterilidad.

Si algún día me toca desandar el camino, en el ascenso a La Línea me detendré de trecho en trecho para no irme del todo. Desde cualquier balcón colgado en el vacío miraré al fondo para aprisionar la imagen, antes de que los copos de nieve la opaquen en lo más alto de la cordillera. De la cordillera que aproxima al cielo.

El Espectador, Magazín Dominical, Bogotá, 10-IX-1972.
La Patria, suplemento especial, 23-VIII-1972.

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