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Carta a Gustavo Álvarez Gardeazábal

jueves, 14 de abril de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Me imagino que administrar la fama es tarea tan difícil como no de­jar caer las acciones de su «Fábrica de Novelas Ltda». El éxito, la ac­tualidad, dejan satisfacción, y también, sin duda, dividendos. Por eso Hernando Giraldo en el reportaje de días pasados habla, con la autori­dad que le da su propia experiencia, del difícil arte de obtener recom­pensas físicas con el libro que no ha traspasado las fronteras patrias. Bien sabe él que el ejercicio de las letras –en el periodismo o en la fábrica de novelas– debe reportar dividendos de gloria, pero también captar el porcentaje necesario para asegurar la vida del burgués sa­tisfecho que le atribuye a usted, y a la que él se le adelantó.

La fama es un honor que cuesta, y usted lo sabe muy bien. Tanto in­sistió en ella, tanto la persiguió, que al fin la tiene en las manos. Ya en la encrucijada, no podrá salir fácilmente de ella. Ha dejado, en alguna forma, de pertenecerse a sí mismo. Es usted un caso raro en la literatura por su estilo y sus ademanes poco comunes. No le queda­rá ya fácil encontrar burladeros contra el asedio de la popularidad. Lo admiran, lo adulan y le exigen cada vez más. Lo roza la ponderación sincera, pero también la disfrazada de envidia, lo mismo que el elogio que suele combinarse con los celos. Le derraman incienso, pero el incienso oscurece la mirada.

Usted fue desgarrando desde muy temprano el velo del anonimato y se acostumbró a la condición de líder. Supo buscar su des­tino y, desafiando pruritos, asciende seguro de sí mismo. El triunfo no lo ha cogido de sorpresa y no podrá rehusarlo porque lo ha conquis­tado y se lo merece. Pero la fama trae la soledad. ¿Podrá usted resis­tir la soledad en medio del tumulto?

Es interesante encontrar a un periodista insolente entrevistando a un literato no menos insolente. Uno y otro, entre descaros e irreve­rencias, entre bromas y verdades, han empujado a la gente y han crea­do inquietud. Las letras han ganado. Han sabido hacerse notar: han aguijoneado la mediocridad y demuestran ser buenos equilibristas.

Cuando usted no idolatra a García Márquez y, admirándolo, con todo, quiere romper un mito que está frenando el despegue de nuevos escritores, y hasta se inventa el verbo «garcimarquear», es insolente. Cuando em­biste contra los «gabitos» y anuncia que con sus 27 años va a superar a García Márquez, parece jactancioso. Cuando en reportaje de hace un año dice que Caballero Calderón, afrancesado en su novelística, sería mejor alcalde de Marsella que de Tipacoque, es insolente.

Cuando des­califica a La vorágine por contener 3.731 adjetivos, es insolente, y también parece ocioso. Cuando tilda de pésimas las 43 novelas sobre la violencia que tuvo que leer para sustentar su tesis de grado, es petu­lante. Esa osadía, ese desafío, desconciertan. Hieren, pero edifican. Como en el Niño de la Capea, hostiga las roscas y sacude las puer­tas de los cenáculos literarios.

Quiere crear un nuevo estilo, una nueva escuela. Y hasta instala su propio «Taller de escritores del Valle». En todo esto se nota vo­cación. Hay valor, hay empeño, no exentos de personalismo (y personalismo, en fin de cuentas, no es sino una manera de querer ser originales en este mundo que se las sabe todas), pero sin duda su acción es cons­tructiva, es pujante. Surge, con todo, la duda sobre la aparición de otro mito, y usted quiere quebrar los mitos.

¿Se destrui­rá un mito con otro mito? Usted quiere ser el nuevo mito, el nuevo ídolo. Muchos que se han dedicado a “garcimarquear” van a terminar enterrando cóndores. Pero debe abonársele mérito a quien se va contra el establecimiento y se propone romper ídolos y cortar taras. ¿Lo con­seguirá? Es complicado sostener el liderazgo. Hay otros líderes, otros estilos. Todos sean bienvenidos a las letras. Porque líderes no nacen todos los días.

La firmeza de su personalidad es envidiable. Su rebeldía es pro­gresista. Y su disciplina, un buen taller de formación. Usted incita la competencia, y esto ya es bastante aporte a la literatura. Sin ser esclavo de gramatiquerías ociosas, es el implacable corrector de sus escritos, lo mismo que el maestro regañón de sus artesanos, y de otros que no están matriculados en su escuela. Y confiesa que el gerundio incorrecto, o el adverbio exagerado, o el desmedro lexicográfico, y quizás la adjetivación que lo trasnochaba en otra época, dejaron de ser problema si suenan bien. Y si suenan bien, están correctos.

Ha superado usted grandes escollos. El académico sabe gramática, pero el escritor debe saber escribir; éste debe crear expresiones e imágenes; debe transmitir nítida la idea; debe pulir, pero sin sacrificar un buen sonido por un gerundio imperfecto; y debe, ante todo, hacerse entender, rompiendo, si es preciso, las reglas ortodoxas, con tal de imprimir alma y sensibilidad a sus escritos.

Colombia está pendiente de sus pasos. Persevere usted. Yo apenas produzco un mal escrito de tarde en tarde, como éste de ahora, cuando detrás de un escritorio bancario me asusta el terror de las cifras que a usted lo derrotaron y veo la necesidad de refugiarme en mi mesa casera para desintoxicarme de encajes y sobresaltos. Me deleito en este momento con las taras de su hermana la boba Ramona (la de su novela, naturalmente).

Como todos tenemos algo de insolentes, permítame darle un consejo: administre bien el triunfo, y no camine tan rápido, que bien joven está para que continúe alimentando su indomable úlcera estomacal-literaria. Si va muy de prisa, más rápido llegará al nivel de la in­competencia con que nos tiene asustados Peter. Tampoco se frene, porque esto también es incompetencia. Mejor dicho: se metió usted en la grande.

El Espectador, Correo del Domingo, Bogotá, 25-II-1973.
La Patria, Revista Dominical, 11-VIII-1974.

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