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Un banquero escritor

viernes, 17 de junio de 2011

Armenia, enero de 1975

– I –

Palabras de Alberto Andrade Salas, gerente de Sucursa­les y Agencias del Banco Popular:

Soy amigo da Gustavo Páez Escobar desde hace varios años y escarbando en la memoria lo encuentro de pronto en recodos ines­perados de mi vida en el Banco o en algún rincón perdido de una noche bohemia. Mi buena fortuna ha querido que siempre hayamos trabajado en las mismas dependencias de la entidad, lo que me ha permitido observar esa vida suya, límpida y sensible. Por eso pSirve para 20 años banquero más pequeñouedo hoy rendir testimonio de reconocimiento y admiración a la claridad de su juicio, a su sentido de la responsabilidad, a su honestidad sin tacha y a los eficientes servicios prestados al Banco durante veinte años.

Pero vamos andando, que esta noche nos sonríe con la misma sonrisa de otro tiempo y hemos venido a rendir un justo tributo al amigo y compañero de labores, quien además de sus excelsas calidades de banquero, está enalteciendo la cultura patria con su pluma, y esto como dice Euclides Jaramillo Arando en el prólogo de la última obra de Páez, «mostrando con ello no solo una envidiable capacidad de trabajo, sino un exquisito gusto por las cosas del espíritu a través de su devota consagración intelectual».

Las ideas, las convicciones, los valores que constituyen el cemento de nuestra generación se están convirtiendo de pronto en tierra movediza. Sin ser viejos, pero habiendo dejado de ser jó­venes, nos estamos quedando en una vía muerta de la historia, como vagones de ferrocarril en que ya nadie monta porque no llevan a ninguna parte.

Gustavo Páez Escobar  es una excepción. En este cordial ambiente de Armenia se ha convertido en un creyente de los valores del espíritu y del carácter y les ha dado el respaldo de su tradición y de su nombre. Quienes amamos entrañablemente estas cosas que para nosotros son realidades y para las generaciones nuevas no son sino palabras, esta noche es un receso después de tantos días lloviznados sobre nuestro corazón ya encanecido, y nuestra nostalgia viene a sentarse en esta mesa a rendir homenaje al amigo admirado.

En el centro do la mesa, meditativo, Gustavo nos observa. Seguramente piensa en el tiempo de la vaguedad y la ilusión. Cuando en el roce de una mano querida rozábamos el alma. Cuando nuestro corazón era amigo íntimo de la luna. Cuando nues­tras manos se tendían para detener el sueño por su invisible ves­tidura. Cuando la tarde tenía nombre y rostro de muchacha.

Seguramente, después de veinte años, haya tachado el olvido tantas cosas, tantos amables días, como, a veces, la lluvia ta­cha el sol. Pero en su memoria quedará gravado el recuerdo de esta noche, señalado con su cinta azul.

Acepte, Gustavo, a nombro del Banco y mío propio, nuestro agradecimiento por los excelentes servicios prestados durante es­tos lustros y con ello la seguridad de nuestra permanente adhe­sión y sincera amistad.

– II –

Palabras de Gustavo Páez Escobar:

Al cumplir estos veinte años de servicios al Banco Popular, no sé exactamente si siento alegría o tristeza. Quizás ambas cosas, aunque estos sentimientos puedan parecer contrapuestos.

Hay, en efecto, legítima alegría al repasar con el ánimo tranquilo estas hojas que se han ido desgranando del calendario de la vida para afianzar la madurez espiritual. Hay alegría al saber que no en vano se han entregado estos años a una entidad respetable. Son horas intensas, vividas con todas las energías, con toda la voluntad, con toda la honradez de que es capaz un hombre.

No es lo más importante que los resultados hayan sido o no lucidos. Lo que interesa es el triunfo de la conciencia. Con el esfuerzo de cada minuto se ha amasado el pan de todos los días para un hogar que es la mejor justificación de la exis­tencia. Y hay sano orgullo porque no han existido debilidades, ni traiciones, ni cobardías.

Si han sobrevenido incomprensiones y malos entendidos, son estas circunstancias naturales de cualquier actividad, y los malos recuerdos quedan borrados cuando encontramos, como en mi caso, tanto gesto de amistad dentro de esta numerosa familia del trabajo.

Pero, al propio tiempo, allá en el trasfondo de la intimidad, hasta donde solo puede llegar uno mismo, sorprendo un hálito de tristeza. Es la nostalgia de repasar tiempos idos y de rememorar recuerdos incrustados en lo más profundo del ser. Es la nostal­gia de los jefes y de los compañeros, regados aquí y allá, con quienes se han compartido las vicisitudes del duro trajinar. Es la nostalgia de saber que ese barco que ayudamos a que no naufragara en verdaderos momentos de emergencia, tarde o tempra­no habrá de dejarnos en puertos ignotos.

Tristezas, alegrías… Tal es la paradoja de la vida. Pero que estén desterrados los remordimientos, la amargura, las hostilidades, serán los mejores arreos del soldado al final de la batalla.

Solemne momento el de este día cuando es Alberto Andrade Salas, gerente de Sucursales y Agencias, el amigo de muchas horas buenas y malas, el incansable luchador de las causas justas, el hombre íntegro, en fin, quien me honre con su presencia y con sus pala­bras generosas. Le agradezco profundamente, con mi esposa y con mis hijos, tanta deferencia y le ruego transmitir ese reconoci­miento al señor Presidente y a los demás directivos del Banco.

Grata, además, me resulta la compañía de Antonio Echeverry Ja­ramillo, el ilustre colega de Manizales e indeclinable veterano de la banca, al igual que la de los compañeros de mi oficina, quie­nes hacen más estimulante aún el imborrable recuerdo de este día. Deploro que dificultades de última hora le hayan impedido acom­pañarnos a Jorge Véles Gutiérrez, el colega de Pereira, con quien hubiéramos conformado el trío del Viejo Caldas, y le agradez­co muy de veras la intención que tuvo de hacerlo.

Esta modesta hoja de servicios me colma de tranquilidad por haber sido laborada con ahínco y con sacrificios. No he conocido, en ninguna circunstancia de mi vida, las cosas fáciles. Lo sóli­do, lo perdurable, solo se conquista con esfuerzo. Si algo ten­go que enseñar a mis compañeros de la lucha diaria, cuya solidaridad no hay cómo pagar, es el sentido de la tenacidad. Trabajar con fe, con altruismo, con fidelidad y sin desfallecimientos, son herramientas del éxito.

Puede que en el camino nos tropecemos con guijarros afilados. Pero hay guijarros que, lejos de causarnos mal, se vuelven con­tra quienes los disparan.

Y sigamos adelante, porque el futuro es para los valientes. Pongamos hoy una piedra, para que mañana haya un monumento.

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