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La eterna escasez

lunes, 3 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Artículos y servicios de uso cotidiano se extinguen con frecuencia en los caminos del libre comercio, creando un estado de explotación que las autoridades, a pesar de los medios correctivos que la ley pone en sus manos, son incapaces de controlar. La vida, mientras tanto, registra niveles cada vez más especulativos, y la gente, que a duras penas logra flotar en medio de tantas penurias y sobresaltos, no consigue, en ocasiones a ningún precio, elementos indispensables de la canasta familiar.

Tal, por ejemplo, el caso del azúcar. Mediante estrategias conocidas, esta fue desapareciendo de las tiendas en abierto reto a las autoridades que amenazaban con aplicar rígidas medidas para los traficantes que en el mercado negro especulaban con precios desorbitados. Cuan­do la mano negra de la espe­culación se mueve en la oscu­ridad, se necesita una mano más fuerte para garantizar el acceso razonable a los artículos del diario subsistir.

No se ve, en el caso del azú­car, que la situación esté co­rregida. Se sigue abusando, con este como con otros artículos, de los precios autorizados, para imponer tarifas arbitrarias que el consumidor rechaza entre dientes pero termina pagando porque no le queda otro camino.

En meses pasados se llegó a un hecho increíble. La sal se había esfumado, como si alguna mano invisible la hubiera re­cogido. El especulador, que permanece con el ojo abierto en es­tas maniobras accionadas por los pulpos de los grandes ne­gociados, aprovecha la ocasión para retirar de las vitrinas, al trasfondo del negocio, las mercancías en crisis, que se valorizan velozmente conforme acosan las necesidades.

Es, desde luego, un artificio bajo, para poner otros elementos rezagados, el de hacer surgir como por obra de encanto la libra de azúcar, de sal, o la botella de aceite, cuyos precios no deben discutirse en estos forcejeos del fuerte contra el débil.

Se dice que los elementos enunciados y otros que no es del caso citar se consiguen ya en cualquier tienda. Pero no a los precios anteriores. En esta guerra de precios, que los economistas llaman inflación, la canasta familiar vale más todos los días.

Es ilusorio esperar que el cos­to de la vida se detenga con sólo anuncios oficíales. Detrás de cada amenaza o multa —tan desacreditadas como irreales— viene la nueva alza, autorizada oficial­mente unas veces, y casi siem­pre impuesta por los explota­dores.

Es, por desgracia, método efectivo para subir el precio de una mercancía el de comenzar por la escasez artificial, pasar luego al mercado negro y finalmente surtir las tiendas y supermer­cados cuando ya los hogares han tenido que soportar el rigor de las arremetidas. La si­tuación se normaliza, pero a otro precio.

El más grave problema del mo­mento lo constituye el gas. Su expendio está limitado porque las fuentes normales del país se han disminuido. Conseguir un cilindro de gas es una proeza. A veces se consigue  depositando un billete en la mano del operario. Pero esto es una solución a medias, y además ensucia la conciencia.

La alternativa es la cocina eléctrica, pero el bolsillo no alcanza. Superada de pronto esta emergencia, no hay luz. Si se adopta la estufa de gasolina, tendremos que hacer colas in­terminables ante un surtidor in­suficiente para tanta demanda. La gasolina blanca, como de­rivada del petróleo, es artículo de lujo.

Cuando no falta el azúcar, será la sal. Al otro día, el aceite, y luego, el chocolate. Más tarde, la gasolina, o la gaseosa, o el fluido eléctrico; o el teléfono, o la carne. El transporte se vuel­ve escaso en vísperas del au­mento de tarifas. Y el salario, cada vez más estrecho, si es que existe, apenas rinde para una alimentación a medias.

La paciencia, mientras tanto, se resig­na a todo. Pero cabe preguntar: ¿Hacia dónde vamos? ¿Quién remediará tanta angustia de los hogares? ¿Resistirá el pueblo más privaciones?

El Espectador, Bogotá, 9-VII-1977.

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