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Miserias de la literatura

miércoles, 5 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Antonio Morales Riveira, joven escritor de El Espectador, ha logrado en corto tiempo afortuna­dos enfoques sobre hechos menudos. Hay que aplaudirlo por su incursión en los archi­vos cargados de polvo y recuerdos de la colombiana Milena Esguerra, que como jefe del departamento de grabaciones de la Universidad Autónoma de Méjico se convirtió en pun­to de referencia de las angustias económicas de gran­des escritores continentales.

Eran ellos escritores de algún renombre que estaban despegando hacia horizontes insospe­chados, hasta llegar a ser figuras notables de la literatura latinoamericana, y miembros algunos del sonado boom, institución detestable para mu­chos, pero al fin y al cabo cofradía de influjo hemisférico. Por más excluyente y antipático que sea este círculo cerrado que pretende apoderarse de la literatura, con desconocimiento de otros valores que no logran descollar entre las cortinas de humo creadas por las vacas sagradas, constituye una res­petable fuerza de presión regional y un hecho cierto de impulso a las letras latinoamericanas.

Pero no hablemos aquí de circunstancias distin­tas a las miserias del escritor, una faceta que no por conocida es tratada con el realismo que merece. La literatura y el dinero no son compatibles. Parece que la fortuna material hubiera declarado guerra a muer­te al escritor. Este se resigna a los hados de la parvedad, aunque consigue, como contrafuego, armar su mejor obra rodeado de estrecheces. Con el estómago vacío se han escrito los libros más valiosos de la lite­ratura. ¡Vaya consuelo! La palabra «escritor» ha si­do siempre sinónima de pobre, y por lo general, de pobre de remate.

El cerco de las deudas

Recuérdese a un García Márquez deambulando con su literatura a merced del hambre por las calles de Ciudad de Méjico y lanzado, por insolvente, de míseras pensiones. Un portero lo alberga en secreto en su insignificante guarida, sin sospechar que estaba sirviendo de mecenas al scritor que no sabía qué hacer con el mamotreto que llevaba a cuestas, nada menos que Cien años de soledad.

Dostoiewski, espíritu inquieto, vive sus últi­mos años acosado por las enfermedades y los acree­dores. A pesar de que sus obras se cotizan en am­plios círculos, los triunfos económicos se quedan en el bolsillo de los editores. Y es tanto el cerco de las deudas, que en época dramática no se atreve a regre­sar a Rusia por miedo a la cárcel. En Colombia, por lo menos, no pagamos cárcel por deber, loado sea Dios.

Teófilo Gautier, gran aficionado a la prosa y a la poesía, tiene que desviar su vocación al periodismo, forzado por las dificultades económicas. Escritos apresurados, folletones, crónicas a dos manos, salen de esta pluma abundante que, para no extinguirse, produce a como dé lugar, así sean naderías. En los entreactos de su oficio remunerado continúa con su producción literaria, que lo lleva a la celebridad. Vencido por terrible enfermedad, el médico le prohí­be trabajar. Está casi paralizado. Ya ha escrito El capitán Fracasa que años atrás había tenido que vender por míseros pesos a un editor explotador, pa­ra no morir de indigencia.

¿No trabajar? ¿Y cómo po­dría vivir y sostener a los suyos? Oigamos lo que dice uno de sus biógrafos: «Tercamente, reuniendo todas sus fuerzas, Gautier se refugia en la evocación del pasado y emprende Historia del romanticismo. Cuando la mano no puede escribir, dicta; y muchas noches, atormentado por el insomnio, garra­patea febrilmente con lápiz en la cama». Muere días más tarde con la pluma en los dedos.

Chateaubriand, de noble linaje, pasa años de in­mensa penuria defendiéndose con traducciones, trabajos periodísticos y clases particu­lares de francés. Solo después lograría relativo bienestar económico, pero en la vida pública de Francia, donde llega a ser figura destacada.

Cervantes pasa hambres

El nombre de Cervantes es patrimonio de la lite­ratura universal y al mismo tiempo símbolo de la vida esforzada. Se dice de su padre, cirujano errabundo y bohemio por los pueblos de España, que en va­rias ocasiones se vio procesado por las deudas. En este ambiente estrecho crece el genio de las letras, que deseoso de conocimientos se matricu­la como alumno pobre en el colegio de los jesuitas en Sevilla.

Al correr del tiempo y ya literato reconocido, es nombrado recaudador de impuestos de su Majes­tad el Rey, apremiado por la necesidad. Termina en la cárcel al no poder responder por los fondos que le birla un banquero inescrupuloso. Escribe Cervan­tes las primeras páginas del Quijote en medio de su­ma pobreza. Llegado a Madrid, debe cambiar de ca­sa con frecuencia por falta de cumplimiento del arriendo.

Los editores se benefician de sus obras mientras el autor pasa hambres. Son miserias desco­munales de la literatura, que no respetan ni al primer clásico de la lengua hispana, autor de vasta obra como poeta, dramaturgo y novelista. Es su producción alimento del espíritu y orgullo para la humanidad, así ignore ésta que el pobre de don Mi­guel por poco se queda sin proteínas por aguzar de­masiado la inspiración.

El augusto silencio de los libros

¿Habrá que citar más tristezas? Es un recorrido al vuelo que se hace tomando apenas una hilera de li­bros famosos. Ahí está la literatura mundial lujosa­mente empastada y protegida, nutriendo las raíces del espíritu. Varias veces he acariciado los lomos de estos libros de augustos silencios y elocuentes mensajes, y acaso mis descendientes y los descen­dientes de éstos sepan apreciar la majestad de las bi­bliotecas. Pero en el fondo de éstas, y agazapadas, muchas hambres se esconden con sus corolarios de angustias, de sofocos, de incomprensiones, de enfer­medades, de muerte…

El burdo almacén de baldosas

¿Recuerda usted a José Asunción Silva cuando tuvo que ponerse al frente del menguado negocio para salvar la dignidad de la familia? Son tiempos de luchas abrumadoras que lo llevan a la ruina total. Y como si no fuera suficiente el fracaso económico, muere de repente su hermana Elvira, la noble confidente del poeta que le deja cicatri­ces incurables y le inspira –¡bendita literatura!– el célebre Nocturno, una de las más bellas poesías de la lengua española.

Se ausenta del país poco tiempo después, queriendo superar la pena; y a su regreso pierde en alta mar la casi totalidad de su obra litera­ria. Aun así hace esfuerzos por mantener la calma y de nuevo intenta otro negocio, un burdo almacén de baldosas que debe estremecer la sensibilidad del poeta. La empresa quiebra y los acreedores no dejan en paz al hombre liquidado. Atormentado por la ma­la suerte y vencido moralmente, se dispara un tiro. Tiro certero en mitad del infortunio, que con­mueve a esta sociedad no consciente de que ha perdi­do a un genio de la poesía.

El mundo escondido

Nada nuevo, por consiguiente, nos cuenta Anto­nio Morales Riveira en su crónica. Pero lo hace con novedad y gracia, con sabor a boom, con disparo de nombres célebres. Es un hallazgo venturoso éste de sacar del baúl de los recuerdos unas cuantas cartas conservadas con naftalina y sentar a su propie­taria, Milena Esguerra, que algo o mucho tiene de mecenas, a narrarnos intimidades sobre los afanes de célebres personajes de las letras que buscaron, entre discretos y menesterosos, la con­quista del  pequeño cheque en dólares como pago «simbólico» por la grabación de fragmentos de sus obras. Se me antoja que el escritor es un personaje forrado entre vestido de paño y con el estómago crujiéndole.

Las cartas que los escritores y poetas se cruzan con Milena son testigos del mundo escondi­do de los intelectuales que, disminuidos por regalías que no fluyen, acuden al favor del exiguo patroci­nio cultural que debe buscarse y obtenerse, no im­porta que sea simbólico, si también es económico. Hermosa página humana, de profundo conte­nido. Las necesidades del poeta, o del escritor, o del artista, son vergonzantes. El mundo las ignora y las pisotea. El intelectual, mientras más intelectual, más refinado y más renombrado, tiene que ahogar sus apuros entre el humo de su inspiración. Es el tributo que pagan las letras, y muy caro, porque es en carne propia, al vil metal que todos desprecian pero todos necesitamos.

El escritor es duro animal de combate, de re­cias bregas, de desiguales resistencias contra el me­dio ambiente que lo rodea y lo asalta. Su dignidad corporal, de tan sensible miramiento, la protege a hurtadillas del mundo huidizo y despectivo que no entiende ni entenderá jamás las dolencias ajenas y se solaza, en cambio, con sus propias holganzas. Por eso acude al correo secreto de las Milenas dispensa­doras de pequeños guarismos y sobre todo de dulces expectativas.

El grito vergonzante de la literatura

Por estas cartas que guarda el baúl abierto de repente, casi contra la voluntad de su dueña y al am­paro de una vodka acariciante, desfila la vida del es­critor, sea éste famoso o escritorzuelo de provincia, con sus angustias, sus ironías, sus urgencias de vi­vir. Cuando un García Márquez, o un Jorge Zala­mea, o un Vargas Llosa, o un Fuentes, o un Cortázar, o un de Greiff revelan sus aprietos económicos, sale un grito vergonzante de las entrañas de la literatura. No importa si quienes sufrieron penurias llegaron más tarde a poseer chequeras abultadas, si de todas maneras el hambre es hambre.

Y si tales miserias abundan en el mundo alto de la literatura, qué no ocurrirá con el menudo escritor que deambula por periódicos y revistas ofreciendo una mercancía que no tiene cotización. El talento es mendicante. Las tarifas rentables, capaces de com­prar un vestido a plazos, son para unos pocos. El real estipendio por un «artículo», la literatura, que se suda y se cincela con lágrimas de sangre, es esca­so. Para ser cotizado se necesita fama. Fama es­quiva como las Milenas convertidas en dólares.

¡Defiéndame el cielo de estar metido en un be­renjenal! Pero no lo digo sólo por los periódicos de Colombia, ni por nuestros editores, que no existen, sino por la apatía universal hacia el escritor. La ins­piración vuela con las revelaciones de este cronista in­quieto que sabe hablar entre líneas sugiriendo pro­tección dentro del mundo metalizado y bárbaro. Tanto por nuestros artículos como por nuestros libros que nadie compra porque se quieren regalados y has­ta con dedicatorias mentirosas.

¡Lástima grande que el consuelo de las Milenas sea tan irreal!

La Patria, Revista Dominical, Manizales, 21-I-1979.
El Espectador, Magazín Dominical, Bogotá, 28-I-1979.
Revista Nivel, No. 272, Ciudad de Méjico, febrero de 1986.

 

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