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Un esfuerzo llamado Armenia

domingo, 9 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Descuajando montaña y en lucha implacable contra las fuerzas de la naturaleza, los bravos con­quistadores pusieron su pie en tierra fértil. Se ha­bían tropezado con terrenos inhóspitos, contagiados de cieno y enfermedades, pero presentían que su fe compensaría las fatigas. Allá, muy lejos, había que­dado su Antioquia maternal, y como andariegos que buscaban otros horizontes para agrandar territorios y afirmar la raza, no le tuvieron miedo a lo incógnito. Siempre avanzando, las leguas de sus duras trave­sías se iban rindiendo a golpes de esperanza.

El caucho que pensaban descubrir se trocó por el hallazgo de tierras ubérrimas bañadas por riachue­los abundantes y mecidas por vientos frescos. Iban además en busca de los entierros indígenas, no­ción de riqueza que los empujaba a ser valientes para poseer los tesoros escondidos.

A su paso fueron fundando poblaciones como Aguadas, Pácora, Neira y Manizales. Eran volunta­des templadas en el rigor de los montes, que a nada le temían. Acaso se desgarraban sus carnes al ga­narle nuevos tramos a la naturaleza, pero bien sabían que era preciso seguir devorando distancias. La fe del montañero, de este arriero antioqueño que no na­ció para detenerse, no sabe de indecisiones. La cara­vana descubrió luego a Pereira y finalmente fundó a Armenia.

El Quindío, con sus encantos y sus secretos, se había abierto como una promesa. Terreno quebradi­zo, con hondonadas que cortan la monotonía e impri­men rasgos de naturaleza agresiva, sobre él se levan­tó la aldea. Era la aldea antigua, recortada y sin mayores pretensiones, que más tarde encontraría el milagro del café, grano mitad leyenda y mitad verdad que viajaría por mares y continentes prego­nando la prosperidad de la tierra y el temple de la raza. Y así fue creciendo el rústico poblado, silencio­samente, como una oración.

Más tarde, pero mucho tiempo después, los pa­cíficos moradores despertaron un día con la violencia a la espalda. Armenia, la niña bonita que habían consentido sus fundadores, se horrorizó al sentir que los campos, antes fértiles e inofensivos, ardían al conjuro de los odios. Era como si les ardieran las entrañas. Los plantíos gemían despavoridos y nadie lo­graba consolarlos. De la noche a la mañana el cielo había dejado de ser generoso. Los ríos se tiñeron de sangre, y ésta corría por las calles y los campos des­bordada como una vena rota. Las cruces que iba po­niendo la insania arrancaban la mata de café y borra­ban la lección de trabajo y hermandad que habían sembrado los valientes colonizadores.

Cuando cesó la horrible noche, ya estaba mutila­da una generación. El alma había quedado mustia. Yermos los campos y atrofiado el paisaje, to­do era desolación y espanto. En el silencio de las du­ras noches todavía resonaban los tiros asesinos, los últimos rescoldos del embrutecimiento. Huían las hordas siniestras, y los sorprendidos habitantes, que no conocían sino el trabajo honrado y la importancia de ser buenos, parecían despertar de una pesadilla.

Sobre esas cenizas fue imponiéndose la ciudad de hoy, esta Armenia recia y cabecidura que se pro­puso levantar sus fuerzas morales para derrotar el infortunio. El alma le dolía, pero había que engrande­cer el destino.  Una fisonomía diferente comenzó a erguirse en el paisaje. Llegaron otras concepciones y renacieron nuevos bríos. La quemada aldea dejaba poco a poco de ser la huérfana de la violencia y pasa­ba a ser la mimada del progreso.

Se había salvado, por fortuna, la raza batalla­dora y optimista que no iba a cesar en el empeño de reconstruir los escombros hasta borrar aquellas cicatrices de la insensatez. Gentes venidas de todas par­tes encontraron el sitio amable y hospitalario. La ca­lle soñolienta fue sustituida por la ágil avenida, y las viejas moradas comenzaron a ceder paso a modernas mansiones y airosos edificios.

Cuando el país se dio cuenta, ya estaba modelada la ciudad moderna. Era la ciudad del futuro, que había desafiado el pesi­mismo para ser modelo de superación. El poeta Va­lencia la había bautizado como la Ciudad Milagro. Y es que los poetas saben encontrar las palabras exactas.

Hoy se le mira con sorpresa y admiración. Es el centro pujante que avanza todos los días, como los tumbadores de montañas, y se encara a las dificultades propias de las fuerzas vigorosas. Armenia, con su crecimiento audaz y su urbanismo precoz, es un reto nacional Conforme la ciudad crece, hay nuevos problemas para resolver, pero una generación dis­puesta a todo no permite detenerse, si el futuro se muestra promisorio.

De la vieja aldea quedan pocos vestigios. Fue necesario remodelarla para cambiarle el alma. Los odios fueron vencidos y nació otra generación que mira de frente, con visión hacia el porvenir. Aquí está la raza fuerte que no se dejó derrotar porque tuvo alientos para vencer los obstáculos y encontrar el progreso. Pocos esfuerzos tan edificantes como el de esta ciudad que no deja en paz a los urbanizadores y que tiene sorprendido al país. Ya nada, ade­más, le impide ser esplendorosa y acogedora.

Caminos, Editorial Quingráficas, Armenia, 1982.

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