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La muerte de una golondrina

sábado, 15 de octubre de 2011

Por Gustavo Páez Escobar

A mi despacho bancario acuden con frecuencia las golondrinas. Hay algo que las atrae. Les gusta revolotear alrededor de los ventanales y posarse so­bre los voladizos. Algunas veces penetran a la ofici­na y, al sentirse prisioneras entre cuatro paredes, buscan con torpeza la salida y terminan golpeándose contra los vidrios. En más de una ocasión he recogi­do del piso al frágil animal, que me mira angustiado, y lo he lanzado al aire para que continúe disfrutando de la libertad que no puedo ofrecerle en mi recinto.

La golondrina es ave tímida y escurridiza pa­ra la que no se hicieron los espacios cerrados. Por eso, le gusta el cielo abierto. Va por los mares pican­do las olas, y se eleva cuando siente sus plumas humedecidas. Pocos espectáculos tan fascinantes como el de una bandada de golondrinas de mar, que semejan flechas nutridas sobre el agua.

Una vez tomé en mi mano a la veloz golondrina, que había quedado rígida sobre la alfombra de mi despacho. Pero respiraba. Así, doblada, quise indagar en su mínima anatomía el misterio de su existencia huidiza. Era apenas un remedo de esa sutil raya alada que todos los días veía circuir mis predios de las ci­fras y los millones ajenos.

Abajo, en la calle, el mundo febril se movía afanoso y apático. Era el to­rrente de la vida turbulenta que ignora la indefen­sión de una pobre golondrina retenida en un cuarto con olor a negocios. Y pensé que todos los millones que me rodeaban no serían ca­paces de restituir la vida que se escapaba entre mis manos deseosas de milagro.

Tomé con dedos inciertos el cuello abatido y pre­tendí aplicar conocimientos ignorados. La golondrina pa­reció entender mi afán y entreabrió un ojo confuso. Se encontró, de seguro, con la misma negación de la vida, ya que para este armonioso suspiro del viento la presencia del hombre resulta perturbadora.

El desvanecido visitante se movió con languidez. Le insuflé calor y observé que se reactivaba. Pasó en un instante de la muerte a la vida. Lo vi levantarse aturdido, y siempre miedoso, buscó la manera de huir de su salvador.

Lo saqué al espacio exterior, y permanecí extasiado frente a la visión de dos alas raudas y el leve plumaje que ascendían por los aires persiguiendo la vida. Los billetes de banco, mientras tanto, seguían en sus bóvedas prisioneros de la avaricia. Si ellos pudieran sentir, envidiarían el vuelo de las golondrinas.

Otro día la golondrina penetró al laberinto a donde no ha debido llegar. Quiero pensar que la mensajera de los vientos se acostumbró al sitio don­de había hallado una mano amiga. Es posible que desde lejos vigilara al circunspecto manejador de ci­fras, y hasta le coqueteara desde sus dominios eté­reos.

Quizás le descubrió el alma que no se le encuentra al gerente de banco. El diminuto personaje, que se acercó con curioso instin­to, estuvo dando vueltas ante mi ventana y representando, con sus armónicos movimien­tos, un gesto agradecido.

De pronto se lanzó por el pequeño orificio abier­to en el alero de la edificación. Era una tenta­ción, y por allí se introdujo. Estaba como fabricado para su cuerpo. Ignoraba que era el respi­radero del cemento y que en sus senderos no encontraría sino sombras y frialdades.

Muchas veces, tratando de orientarse, se golpeó contra aquellas ca­vernas, antes de volver a encontrar un rayo de luz. Cuando de nuevo la vi aparecer, ya estaba muerta. Apenas se notaba la cabeza que emergía del cautive­rio.

Sus compañeras estuvieron el resto de la mañana buscando la manera de rescatar el cadáver. Las alas le habían que­dado enredadas en las rugosidades del cemento, y ella, mi frágil golondrina, terminó fracturándose todo el or­ganismo.

Poco a poco las otras golondrinas jalaban a picotazos el cuerpo que se resistía a salir del todo. Fue una mañana de implacable solidaridad de estos seres minúsculos que no podían hacer nada contra la dureza del cemento, pero que se negaban a abandonar la labor del rescate.

Qué distinta, pensé, la sociedad humana. Por aquella misma calle que tenía frente a mis ojos rodaba un mundo hostil, ajeno, insolidario. En la esquina un limosnero exponía sus llagas y todos las ignoraban. En los rostros había prevención, y en el alma, mezquindad. Mientras tanto, prensado en la ranura traicionera se encontraba el cuerpo destrozado de la errátil golondrina que les enseñaba a los hombres, como un mensaje lanzado al viento, esta lección de amor.

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La Patria, Manizales, 9-XII-1980.
El Espectador, Bogotá, 10-XII-1980.
Revista Líderes, Cámara Junior del Quindío, junio de 1981.
Revista Nivel, Ciudad de Méjico, junio de 1989.
Revista ADDA Defiende los Animales, Barcelona (España), volumen III 1991.
Revista Aristos Internacional, n.° 30, Alicante (España), abril de 2020.

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Comentarios

Entre tantas noticias desconsoladoras que vemos a diario en la prensa, como crímenes, terremotos y muchas más, cuán grato es hallar en ella de vez en vez artículos que solazan el espíritu como La muerte de una golondrina, donde sin duda los entendidos encontrarán una breve joya literaria, en la que hay inspiración, belleza, exquisitez y ternura. Ojalá continúe el distinguido escritor deleitándonos con su esmerada prosa. Alberto Guarnizo, Ibagué, diciembre/1980.

Una hermosa oda a la fragilidad de la vida escrita por un gerente que, a pesar de ello, desnuda su inmensa dimensión humana gracias al don de la poesía. Óscar Jiménez Leal, Bogotá, abril/2020.

Que belleza de artículo. Lo leí hace un tiempo y hoy le encuentro más sentido al conocer que el encierro es falta de libertad, así sea en un palacio. La golondrina, especie libre por su naturaleza, debió sufrir mucho al quedar atrapada, pero encontró la mano amiga del hombre bueno que la refugió y seguro sintió su amor: por eso volvió con su saludo de agradecimiento. Liliana Páez Silva, Bogotá, abril/2020.

Es una página conmovedora, poética y humana, ante lo hostil del mundo y la gratitud  hacia un humano salvavidas. Ella (pensemos que era una hembra) lo entendió y regresó agradecida, para encontrar la muerte. La solidaridad de sus hermanas golondrinas, la impotencia del rescate y el abandono de la muerte arrugan el alma del lector. Inés Blanco, Bogotá, abril/2020.

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