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Entre ruidos y sorderas

lunes, 17 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Cuando empiezo a buscar ideas para la nota periodística de hoy, rodeado del majestuoso silencio de la ciudad que apenas está despertando, un ruido súbito, que retumba como una ráfaga en la quietud del amane­cer, sacude con violencia el sosegado estado de ánimo con que quiero co­municarme con mis lectores. Es un avión que pasa rozando los tejados y que en pocos instantes se extingue en la lejanía dejando perturbada la tranquilidad de la hora y heridos los nervios de quienes no estamos hechos para la vida estrepitosa.

Pienso al vuelo, como el eco que sigue desgranándose sobre mi espí­ritu sobresaltado, que debo hablar acerca del ruido. Con los arcabuces de mi máquina de escribir responderé al ataque. Alterado todavía por el alboroto del avión, irrumpe en seguida, como un grito desesperado, el chillido de una sirena sin razón, y luego un vecino descarga soberano portazo como otra constancia de la insensatez.

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Medito en que el vecino puede tener razón para su intemperancia. ¿No se estará volviendo loco con el ruido? ¿No será uno de los tantos ciudadanos histéricos que habitan en los centros capitalinos? Esta invasión permanente, a toda hora y a todo segundo, de gritos y algarabías, de impactos y sobresaltos, produce el estado de neurosis colectiva a la que vamos ingresando sin darnos cuenta, dentro del ritmo alocado de las ciu­dades. En el  campo no hay sordos ni locos y la gente vive más tiempo, a pesar de la intemperie, o por eso mismo.

Cuando termine la columna, si acaso me lo permiten las estridencias de camiones y motocicletas que sin poder evitarlo penetran hasta las intimidades de los hogares, me enfrentaré por estas vías de Dios –y yo diría que del Diablo –con las cara­vanas frenéticas de buses y taxis y la no menos enfurecida marcha de los vehículos particulares. Unos y otros, entre estornudos y pitazos, se pelean centímetros de terreno y no están dispuestos a perder un segundo en la conquista de la locura.

Conforme luchamos la distancia entre el hogar y el sitio de trabajo, la ciudad vibrátil, nerviosa, desmesurada, se irá metiendo por los poros, por el cerebro y la sensibilidad hasta alborotarnos el equilibrio emo­cional y oscurecernos el alma. Avanzamos en medio de cornetas, campanas al vuelo, policías pitadores y mil sonidos indefinibles. De esta manera, el sufrido ciudadano que se preparaba a iniciar el nuevo día con optimismo, llega a la oficina con los pelos de punta y el ánimo ende­moniado. Y regresará a su hogar como un guiñapo, como una coladera de resonancias.

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En el entreacto del medio día, cuando se busca un escape al repicar de los teléfonos, el tecleo de las máquinas, el ronroneo de las secre­tarias y el mal genio del jefe, nos encontraremos en medio de la ciu­dad ya despierta por completo que entre discos que se ensayan a todo volumen, traganíqueles trasnocha­dos, altoparlantes rabiosos y toda suerte de bullicios desesperantes, o sea, en el terrible infierno dantesco que todos contribuimos a crear, in­yecta en los ciudadanos el virus incontenible de las demencias sono­ras.

La bulla de los centros urbanos no sólo es irritante sino peligrosa para la salud. Poco a poco el sistema nervioso se altera y el oído se atrofia. El mundo del futuro, al ritmo que llevamos, será de sordos y de locos, a menos que nos vayamos a vivir a las selvas. El individuo pierde en un 40 por ciento su capacidad productiva en ambientes ruidosos, y la inspiración se va al traste cuando no existe silencio.

¿Sabía usted que el avión que por poco estropea mi nota de hoy produjo 120 decibelios? ¿Y que la bocina de su carro, con la que usted se abre campo como un endemoniado, genera 110 deci­belios? ¿Y que la cantaleta con su esposa deja herido el aire de su residencia con 60 decibelios?

Si no sabe qué es un decibelio, y sobre todo qué efectos desastrosos ocasiona en el oído y en los sentimientos la acumu­lación de estruendos, golpes, detona­ciones, aparatos de música a todo volumen, portazos, voceríos, alga­zaras… debe aprenderlo para que conozca a ciencia cierta de qué enfermedad va a ser enterrado en esta era portentosa de la sonoridad mortífera.

(Voy a revelar un secreto, pero no a voces: esta nota logré terminarla porque me tapé los oídos con algodones).

El Espectador, Bogotá, 3-II-1984.

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