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Peligros de la fama

lunes, 17 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

El nivel de la fama, mientras más alto esté, más peligroso se vuelve. En las alturas se cometen los peores errores, porque las cumbres, que representan el ascenso del hombre en busca de celebridad, marean. Cuando se ha logrado ponderación humana, el hombre suele desentenderse de sus deficiencias al verse calificado como persona capaz y a veces como genio. De ahí el refrán de «cría fama y échate a dormir».

La fama abre todas las puertas. El misterio está en adquirirla. En los elevados sitios de la pirámide, lo mismo de una profesión que de un estado social, más facilidad existe para que el hombre cometa ligerezas y abuse de su estatura.

Lo mismo ocurre en el mundo de las letras. Al escritor le quedará cuesta arriba encontrar editor para su primer libro, y tampoco lo hallará en el décimo si para entonces su nombre no es comercial. Lo será con trucos publici­tarios, con uno que otro escándalo y de pronto con algún puño célebre, como el de Vargas Llosa a García Márquez, magos de la literatura y de la publicidad. La calidad del producto literario y su comercio caminan en distinta dirección y no basta que el novelista escriba excelentes obras para que éstas sean vendibles.

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Doris Lessing, ponderada escri­tora inglesa, sabe que su solo nombre es suficiente para colocar cuanto libro quiera difundir. Los editores viven detrás de ella en persecución de la última novedad, que se negocia a cualquier precio. Pero no fue sino ponerse un seudónimo para comprobar que El diario del buen vecino, novela que ofreció de edi­torial en editorial, no despertaba interés. Podía ser superior a las anteriores, pero carecía de sello co­mercial. ¡Lo que hay detrás de un nombre!, exclama Panesso Robledo.

Los socios del boom latinoamericano, que se unieron no sólo para encumbrar la literatura regional sino para vender libros, no ignoran lo que significa ser célebres. La mejor obra de cada uno de ellos no es, posiblemente, la escrita después de la consagración sino la sudada en largas y precarias noches de lucha diabólica. Creo que García Már­quez no producirá nada mejor que El coronel no tiene quien le escriba, aunque fue Cien años de soledad la que lo hizo universal.

Hay escritores que con un solo libro consiguen la gloria. Esto pasa con Juan Rulfo y su Pedro Páramo, obra de escasas cien páginas que él no logrará superar. La escribió en un estado luminoso, pero no habría llegado a ser famosa si no hubiera contado con el instante de suerte que abre las puertas del triunfo. Estos instantes son esquivos y por lo general no se repiten. Cuando a Rulfo se le pregunta por un nuevo libro, responde con excelente lógica que todo cuanto tenía que decir ya está expresado en Pedro Páramo.

Alcanzar la fama es ambición humana. Muchos llegan antes de tiempo y se frustran para el resto de la vida. También con la fama se encuentra, cuando es prematura, el nivel de la incompetencia. Se cierra el horizonte y el escritor se limita, como Rulfo, a una sola novela. Otros, como García Márquez, viven anunciando su obra cumbre, cuando ésta ya está escrita y ninguna posterior logrará desplazar la consagrada por la nombradía.

El escritor de carrera gasta media vida buscando editor y la otra media huyendo de los editores. Menos, claro está, cuando se cambia de nombre, como le ocurrió a Doris Lessing, que, encubierta como Jane Somers, descu­brió que su literatura, o sea, su mercancía, no valía un céntimo en los mercados.

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La fama tiene un precio, a veces muy costoso. Se dice que la soledad es el peor castigo de llegar tan alto. Y es que en medio de los oropeles de la gloria el alma puede vivir desolada. García Márquez, que ha recorrido todas las escalas del escritor, siente hoy nostalgia por la vida simple del reportero y la placidez del cuentista y del novelista normal. Cuando era feliz e indocumentado es el título que le asigna a uno de sus libros, de regreso de los escenarios del aplauso.

Algo bárbaro debe de tener la fama cuando atrapa a la persona y no le permite escapes. Los que están afuera la persiguen tontamente, tal vez por ignorar que también es un suplicio, y por desgracia un suplicio irreversible.

El Espectador, Bogotá, 18-X-1984.

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