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Doña Inés perdió su casa

martes, 1 de noviembre de 2011

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

De paso por la ciudad de Tunja, un año antes de po­nerse de moda Inés de Hinojosa gracias a los arranques eróticos de Próspero Morales Pradilla, pregunté por la casa del pecado. El vecino me repasó de pies a cabeza como investigando si había escuchado bien.

–La casa del pecado –precisé.

–¿Tan temprano, señor?

Y como insistiera en mi deseo de visitar en ese mis­mo momento, tres de la tarde, la oculta mansión de la concupiscencia que no había logrado descubrir, el veci­no, adoptando un gesto guasón, me preguntó:

–¿La casa de la mestiza? ¿La del cuerpo excitante y la mirada seductora? ¿La de los senos voluptuosos y el andar irresistible? Lo veo por sus ojos, señor: pregun­ta usted por la mayor pecadora de Tunja. ¡La perdición de los hombres! Y quiere conseguirla a las tres de la tarde, ¿no es cierto?

–¡La misma, la misma…!

–¡Ya! –remató mi guía–. Se va seis cuadras en línea recta; voltea a la izquierda hasta una pileta de agua; luego sigue hasta la cuadra siguiente, por la derecha, hasta que ve aparecer un árbol; frente a él se halla una casa colonial, silenciosa, con las ventanas cerradas y con cierto embrujo pecaminoso, que es lo que usted busca. Cuando la dama abra el postigo, usted le sonríe…  ¡y ya!

En la travesía, que devoré con paso precipitado, me dije que al fin iba a saciar mis ansias. La niebla y el frío tunjanos se me habían metido en el alma, pero cuan­do vi el árbol sentí un fresco en el corazón. La brasa del deseo calentaba mis zonas frígidas.

La dama sigilosa, con un guiño, me invitó a empujar la puerta. Avancé entre penumbras y me detuve en la escalera de piedra. El reposado patio sembrado de árbo­les, al fondo, me sugirió recónditas aventuras amorosas del siglo XVI. ¿Dónde estará el túnel secreto?, me decía, al tiempo que la dama, desvaneciendo de sus ojos un ex­traño sopor, me conducía por el corredor. Por allí, en­tre bostezos perdidos y peligrosas sensaciones de inti­midad, vi moverse bajo las sábanas figuras somnolientas.

Cuando me sentí prisionero de la equivocación en medio de una salita olorosa a trago y a pecados ordinarios, pretendí retroceder. Pero la damisela, que en nada se parecía a la Hinojosa, ya había servido dos copas de ron, sin mi consentimiento, y puesto en circulación el disco que a la madrugada quedó en el aparato de la música.

¡Vamos, vamos!, reaccioné, como despertando de un sueño. La época de la Colonia, llena de delirantes pasio­nes de alcoba, ya estaba esfumada. Ahora corría detrás de unos pecados baratos, los de las tres de la tarde, que me asustaron. Los dejé a medio tapar, como los ha­bía encontrado, y huí por la calle del árbol; y éste no era el del ahorcamiento, como el vecino bromista me lo había hecho suponer.

Después de semejante chasco, averigüé en el Institu­to de Cultura y Bellas Artes por la casa evaporada, que ningún transeúnte había logrado localizarme. Creía, des­de luego, como boyacense y amante de la historia, que existiría todo un museo atestiguando los hechos memora­bles. Mi interlocutor me confesó, con pena, que doña Inés no tenía casa.

Fui, de todas maneras, al lugar que me indicó. Por el balcón colonial, que nadie abre desde que la resi­dencia se halla en ruinas, supe que estaba en el sitio histórico. En la tienda de la esquina pedí un café, y ya con suficiente calor, pregunté por la residencia. ¡Inés de Hinojosa!, se me hinchó el ánimo. La empleada quedó en babia. ¡Inés, la mundana, la pecadora! Se bur­ló de mi arrebato. Nunca había oído hablar de ella.

Me encaminé al portón siguiente, donde existe una carnicería. ¡Esa era la entrada al paraíso perdido! Como el cuidandero no estaba, lo esperé buen rato. Me dejó seguir, pero con reticencia. Cuando subía las gradas que llevan al segundo piso, todo un enjambre de Pedros, de aventuras clandestinas, de intrigas pasionales, de formas lúbricas, me atropellaba la mente. A poco andar supe que el túnel del amor había desaparecido entre paredes derruidas. Las alcobas estaban cerradas y denunciaban calamidades. El pasado yacía entre moles de decrepitud. En medio de aquel abandono me pareció escuchar el quejido acusador del Judío Errante.

Ahora que los pecados de Inés de Hinojosa iluminan la televisión y despiertan explosivas apetencias, me duele que la pobre y deslumbrante mujer (ambas cosas unidas son posibles en el hechizo femenino) carezca de casa. Cuando no se tiene techo, tampoco se tiene lecho. Tal vez ella, que tanto lo disfrutó, se lo llevó para la otra vida. Doña Inés es una referencia tunjana y debe permanecer en su sitio histórico. Sus pecados, que escandalizaron a la Colonia y describieron un estado social, no pueden ignorarse ni removerse. Por eso, Próspero Morales Pradilla los ha sacado al desnudo, con sensuales alborozos.

Ya de regreso de mi frustrada visita, me acordé del tunjano guasón que me envió a buscar el placer en otro laberinto. Pero no me dejé atrapar por una Inés falsificada. Insistí en mi pesquisa hasta descubrir el recinto donde soñó y pecó la hermosa y desventurada mujer. En la entrada funciona hoy una venta de carne. La carne y el pecado caminan juntos. O si no, que lo desmientan los tunjanos, demorados en rescatar esta huella de la historia.

El Espectador, Bogotá, 19-XII-1988.

 

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