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El vuelo de Hirondela

viernes, 11 de noviembre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

En el momento de escribir la presente nota —diciembre de 1987—, el bello poemario Hirondela, de Octavio Rodrí­guez Sosa, se encuentra inédito. Existe la intención de publi­carlo por cuenta de la Academia Boyacense de Historia. Hay que admitir que en ocasiones el mérito es tardío por parte de las entidades promotoras de la cultura regional, como ocurre con este libro escrito hace más de quince años y que no ha conseguido, aunque se le ha prometido en varias oportunida­des, el favor de la imprenta oficial. Boyacá es, de todas maneras, tierra benefactora del escritor y el poeta; por eso, aunque el tiempo en este caso ha sido parsimonioso, ya le llega su hora a Hirondela. (Esto todavía no ha ocurrido, lamentablemente, y estamos finalizando el año de 1991).

Octavio Rodríguez Sosa ha cultivado la poesía desde su más tierna infan­cia. Nació poeta. No se ha apartado una línea del mandato de la sangre y eso le ha permitido afirmar a través del tiempo su destino romántico, que ese, en general, es el sello de su producción. Se graduó de arquitecto siendo ya poeta recono­cido; y años más tarde abandonó la profesión, pero no la poesía. La arquitectura, rama importante del arte, se convirtió en mayor apoyo para su vocación de esteta, pero no podía renunciar a la poesía, el medio ideal para elevar el alma.

Octavio Rodríguez Sosa siempre ha sido poeta. Algunos apenas lo son de juventud o de afición efímera y luego se eva­poran. Como tal lo conozco desde nuestro primer encuentro en Tunja, hace 35 años, cuando compartíamos en alegres tertulias las iniciales andanzas por los caminos del espí­ritu. Caminos que se mantuvieron firmes —para Octavio en sus afanes poéticos y para mí en los compromisos con la narrativa y el ensayo—, y que han dejado, para fortuna de ambos, la constancia de una obra ya definida al final de este itinerario inconcluso. El escritor y el poeta nunca consideran concluida su faena y morirán al pie de sus pertrechos, como los viejos árboles mueren pegados a la sustancia nutricia.

¡Hirondela, Hirondela…! Palabra musical, que sugiere un susurro o un vuelo. Me quedé meditando en ella cuando el libro cayó en mis manos, tratando de hallarle su significado. Y al rato de bucear por sus entrañas, como se busca encontrar la explicación de los manantiales cantarinos, descubrí a hirondelle, en el habla francesa, o sea, golondrina. Ya no me quedó duda de que Octavio había creado, en español, su Hiron­dela volátil. Su golondrina amorosa. Y eso, en efecto, es su libro: un vuelo de golondrina. Un susurro del viento, unas veces esquivo, otras, cadencioso, otras, sensual.

El amor, siempre el amor, recorre en alas de la golondrina los 34 poemas escritos en el viento. Parece como si el poeta, que en 1965 había publicado El pasaje, libro también amo­roso pero de angustias y de palabras torturadas en el laberinto de la soledad, desencadenara la pasión sombría para transfor­marla en brisa y cosmos. De El pasaje a Hirondela se pro­duce una metamorfosis en el alma del autor. En el primero hay un asomo de pesimismo, de pesadilla, de encrucijada, donde el amor es duro y al propio tiempo absorbente, y en el otro se libera la golondrina, que no está hecha para los espa­cios cerrados y vuela por las regiones del éter y el resplandor.

Creo que la golondrina, o sea, Hirondela, es la mensajera de toda la poesía de Octavio Rodríguez Sosa. Es como un alien­to invisible que está vivo en toda su producción, y que lo mismo aletea en los miedos y los llantos del poeta, cuando el alma se sofoca, que en sus auroras y sus esperanzas, cuando revienta el amor pleno. Octavio le da énfasis en sus cantos, bien sean éstos doloridos o jubilosos, al sentido del vuelo, ese ir y venir por los espacios de la fantasía, del dolor y el gozo. Así lo proclama:

El amor es muerte y vida: es ir y retornar;

es un morir aquí y nacer más allá;

es un viaje feliz donde la vida nos regresa

a ese lugar del cual hemos partido

y al cual habremos de llegar.

El amor es inmóvil. Siempre será dolor y placer. Será sexo y espíritu. Muerte y vida. Y es preciso vivirlo a plenitud, palparlo, padecerlo, escanciarlo en sus amargas y exquisitas embriagueces. El amor no tiene tiempo, ni hora, ni condición. Es estallido, y tormenta, y sollozo, y misterio. También es éxtasis, y frenesí, y arrebato, y sosiego. En la permanente unión de los cuerpos, donde el sexo se acopla para producir la chispa de la vida, y donde las venas se hinchan para descargar emociones, estará siempre Hirondela, la golondrina sensual, con su ramo de olivo portador de paz y de perfumes de mujer.

Eso es Hirondela: ave armoniosa y escurridiza, sutil y voluptuosa, que pica aquí y allá, siempre en majestuoso vuelo, y que imitando el girar de la circunferencia e infatiga­ble ante el amor sin tiempo, ante la pasión inmóvil, revolotea por los ríos de la sangre como un suspiro indescifrable.

Revista Cultura, N° 135, Tunja, segundo semestre de 1991

 

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