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El regreso de Bagdad

Por: Gustavo Páez Escobar

La guerra de Irak sólo duró 21 días. Con el derrumbamiento de la estatua de Saddam Hussein, en la plaza principal de Bagdad, la guerra se dio por terminada. Lo demás ha sido asunto de ajuste. Ese acto simbólico, similar a la caída del Muro de Berlín, significó el desplome del régimen de Hussein, uno de los más atroces de la humanidad, que puede asimilarse a los de Hitler, Mussolini y Stalin, entre otros. Era el 9 de abril de 2003, día que quedará marcado para la historia mundial como el de la extinción -por lo menos aparente- de la figura fatídica que por espacio de 25 años dominó a Irak y puso en jaque la paz del  planeta.

Hussein sostuvo durante su mando tres guerras arrasadoras, aplastó a sus enemigos a sangre y fuego y desafió dos veces a Estados Unidos. Su estatua estaba erigida a 25 metros de altura, un metro por cada uno de los años en que se mantuvo en el poder. Cuando se vino al suelo el gigantesco esqueleto -que ya lo era tras la invasión de la ciudad-, los restos fueron pisoteados por la turba enardecida. La cabeza monumental, que albergó tantas maquinaciones, fue arrastrada por la calle con una cadena, como la imagen más fidedigna del final de una dictadura.

Pero Hussein no estaba muerto ni preso, ni lo está en el momento de escribir esta nota. Y se ha ganado un santuario peligroso -el de mártir-, como lo considera medio pueblo árabe. Un mártir vivo es mucho más temible que uno muerto, y ahí reside uno de los peores fracasos de las fuerzas aliadas, no obstante haber ganado la guerra de los misiles. La cabeza del dictador -no la metálica que vimos rodando por la calle, sino la real, que continúa conspirando en la sombra-, era más importante que el dominio de la ciudad. Osama Ben Laden, el mayor enemigo actual de Estados Unidos, también sigue vivo y produciendo pánico en el mundo. La frase del presidente de Egipto, Mubarak, es cáustica y expresiva: “Esta guerra puede producir cien Osama Ben Laden más”.

El número preciso de muertos de este choque demencial nunca se sabrá. Podrían aventurarse cifras: tres mil, cuatro mil, cinco mil... Entre ellos hay 16 periodistas, los grandes inmolados de todas las contiendas. Una cifra, desde luego, muy inferior a la de las dos guerras mundiales, que sacrificaron millones de vidas y causaron daños físicos incalculables. Esta vez la guerra se libró con las armas más sofisticadas e inteligentes -término éste de nuestra indescifrable era virtual- que haya conocido la humanidad. Por eso se resolvió en 21 días. En esto ha progresado la sevicia del hombre. Pero el drama es lo mismo de espantoso. Una sola vida segada por la brutalidad fratricida estremece la conciencia. Lamartine dice que “la guerra no es más que un asesinato en masa, y el asesinato no es un progreso”.

La deslumbrante cultura de Irak data de 4.000 años antes de Cristo. Durante la mayor época de esplendor de Bagdad, se destaca, entre los años 786 a 809, el gobierno de Harún-al-Raschid, el héroe de las “Mil y una noches”. La tumba de Zobeida, su bella esposa -la supuesta Scherezada-, está en la mezquita de Kaimain. Las fuerzas invasoras, que no se detuvieron ante esta rica cultura milenaria, profanaron los lugares sagrados de la ciudad sojuzgada, en su ímpetu arrasador. El saqueo del Museo de Bagdad y de la Biblioteca Nacional, dos de los tesoros más preciados del mundo, de donde fueron robadas o destruidas las joyas más valiosas de aquellas culturas, representa un atropello salvaje, que nunca podrá perdonarse.  

Los daños materiales son desconcertantes, y reconstruir a Bagdad y a las otras ciudades tendrá costos imposibles de establecer hoy. Una ciudad caída es una ciudad desaparecida. Lo que vendrá será otra urbe: el alma histórica y cultural de la anterior ya no existe. El pillaje de las guerras no puede ser más evidente y horroroso. Bagdad padece en estos momentos grandes carencias de agua, luz, salud pública y servicios elementales. El caos es absoluto. Se dice que devolver a Irak a la situación de 1980 puede costar entre 600 y 800 mil millones de dólares.

¿Dónde está el triunfo de Estados Unidos? ¿Cómo puede hablarse de triunfo si lo que queda es la destrucción total? ¿Cómo puede cantarse victoria si Hussein sigue libre y desafiante, y no se encontraron las armas químicas y biológicas por las que se iba? El regreso de Bagdad, que es un retroceso, no significa una victoria, ni siquiera pírrica, sino un fracaso estruendoso. Se vuelve con las manos vacías y con un sombrío panorama de sangre, desolación y frustración, que conmueven el sentimiento universal.

El Espectador, Bogotá, 5 de junio de 2003.   

Gustavo Paéz Escobar © 2009