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Gabriela Mistral en Colombia

Por: Gustavo Páez Escobar

Gabriela Mistral nunca estuvo en Colombia. Sin embargo, fue una enamorada de nuestra tierra y mantuvo cercanía espiritual o epistolar con notables figuras nacionales, como el presidente Eduardo Santos y los escritores Germán Arciniegas, Agustín Nieto Caballero, Germán Pardo García, Amira de la Rosa, León de Greiff, Rafael Vásquez, Luis Enrique Osorio, Baldomero Sanín Cano. Sin conocer la geografía colombiana -pues su salud, siempre que intentó viajar a Bogotá, se veía amenazada por los riesgos de la altura-, era como si aquí hubiera residido toda la vida. Su visión del país, sobre la cultura, la gente y los paisajes nacionales, era increíble.

Otto Morales Benítez la define como la hermana mayor de la cultura colombiana. En un escrito de 1934, así se expresó la poetisa: “Decir Colombia es un modo hasta más exacto de decir América”. Ese afecto consentido la llevó en repetidas ocasiones a hablar de “nuestra Colombia”, con énfasis y orgullo, como si se tratara de su propia patria. Eduardo Santos, inmejorable cultor de su amistad y ferviente admirador de su valía literaria, le mantuvo abiertas las páginas de El Tiempo y en él escribió Gabriela magistrales ensayos (iniciados hacia 1923 y que llegan hasta el 45, cuando obtuvo el Premio Nóbel), los cuales habían quedado sepultados en el olvido.

Con la publicación que acaba de hacer el Convenio Andrés Bello, dirigido en Colombia por Ana Milena Escobar Araújo, con la asesoría ideal de Otto Morales Benítez -quien desde hace varios años trabajaba en este proyecto gigante-, viene a rescatarse no ya la figura poética de Gabriela, difundida en el mundo entero con las excelencias que le da su consagrada obra lírica, sino a la prosista genial que pocos conocen. Tras una exhaustiva pesquisa por diarios, revistas y archivos epistolares, y movido por la obsesión que le produjo años atrás el conocimiento fragmentario de este impresionante acervo cultural, Morales Benítez logró compilar, sacudiéndoles el polvo de los años y de la ingratitud, numerosos y refulgentes escritos que son recogidos hoy en los tres volúmenes de lujo que llevan por título “Gabriela Mistral, su obra y poesía en Colombia”.  

El torrente de inquietudes, recuerdos y reflexiones que la autora sembró en sus cartas y ensayos constituye un monumento de la mayor altura intelectual, que quizá los académicos suecos, orientados sólo por la fama de la chilena en el campo de la poesía, no llegaron a descubrir. Suele suceder que cuando se examina una obra, los ojos se van detrás de los libros publicados y pocas veces se reflexiona sobre la producción dispersa en periódicos y revistas, y menos en el género epistolar, que permanece escondido y por lo general se ignora. Ese  es el tesoro que sale ahora a la luz, 45 años después de fallecida la escritora, hecho ocurrido en Nueva York en 1957. 

El verdadero pensamiento suyo como humanista, sicóloga y socióloga está contenido en estos documentos de inestimable valor. La fuerza de su espíritu se manifiesta aquí con los rayos luminosos de un lenguaje rico en ideas y matizado con los dones de la serenidad, la donosura y la firmeza intelectual. En su epistolario se disfruta del encanto de un alma sensible que se dispensaba a los demás con efusión y generosidad. Sus enfoques sobre el continente americano -la Indoamérica que ella exaltó- reflejan, como gran pensadora y crítica social, sus hondas raíces humanas dentro de una región amarga, donde los moradores viven vejados por la tiranía y la explotación y languidecen agobiados por la miseria y la desesperanza. “Por el ímpetu de la herencia y por una lealtad elemental -proclama Gabriela-, mi defensa del indígena americano durará lo que mi vida”.

Su arraigado sentido de la democracia contradice su decir constante de que no era política. Sus obras y expresiones revelan todo lo contrario: pocas personas como ella, de su estirpe cultural y de su fibra indígena, se han compenetrado tanto con los seres tristes y amargados, con los niños y los desvalidos, con los pobres y los hambrientos. En una deslumbrante carta dirigida al Club Rotario de Bogotá, publicada por El Tiempo en 1941, presenta un cuadro estremecedor sobre el hambre y la miseria, como si se tratara de un fenómeno de los días actuales, y puntualiza: “Lo único válido es una liquidación de la hambruna, la desnudez y la ignorancia populares. Y cuando digo aquí “desnudez” tengo en los ojos la carencia de casa y vestido, es decir, la falta de algodón sobre el cuerpo y la escasez de habitación humana”.

Gabriela Mistral se marchó de la vida con el dolor inmenso de no haber estado nunca en Colombia. Pero fue de espíritu una colombiana más -y por extensión, una americana airosa, o mejor, una mestiza auténtica, una indoamericana de carne y corazón-, que vivía nuestras angustias y esperanzas; que admiraba a nuestros escritores y poetas; que soñaba con nuestros ríos, valles y montañas; que mantuvo una cálida correspondencia con destacadas personalidades nacionales, y que siempre llevó a flor de labio el nombre de Colombia como un heraldo de su alma romántica. El presidente Eduardo Santos, su mecenas e indeclinable amigo, era uno de sus mayores ídolos.   

Gabriela llegó a Colombia en días pasados, en estos tres libros maravillosos de su propia creación. En el entrañable homenaje que le tributó en el Gimnasio Moderno el embajador de Chile, don Óscar Pizarro Romero, escuchamos la voz viva de la poetisa, con su mensaje de amor y perennidad, y nos sentimos jubilosos con ella y con su herencia literaria, y orgullosos de ser sus hermanos colombianos.

El Espectador, Bogotá, 21 de diciembre de 2002.

Gustavo Paéz Escobar © 2009