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El general en su gloria

Por: Gustavo Páez Escobar

La última vez que me vi con el general Antonio Medina Escobar fue en unos funerales de familia. A su habitual distinción se sumaban un regio atuendo y un airoso sombrero a la usanza de los viejos tiempos de la aristocracia inglesa. Mi esposa, tan admiradora de la elegancia, le dijo que su porte mostraba al perfecto dandy, y yo halagué su bizarría comparándolo con un lord de otoñales arreos. Sonriente, nos dijo que venía vestido como para un encuentro real con nuestra parienta la muerta. Dos meses más tarde, ante el repentino deceso de Antonio, y con aquella imagen grabada en el recuerdo, se me ocurre pensar que con ese talante caballeroso, distintivo de su exquisita personalidad, penetró ufano en la morada eterna.

Su retiro del Ejército se produjo en 1980, luego de una brillante hoja de servicios cumplida por espacio de treinta años y engrandecida con alta eficiencia, claras dotes intelectuales y acendrados principios éticos y morales. El general Jaime Valderrama Gil, compañero suyo de arma, lo recordó en la oración fúnebre como el muchacho entusiasta que en enero de 1949 ingresaba a la Escuela Militar de Cadetes con su maleta de ideales juveniles y el alma abierta a los rigores y las conquistas del destino castrense. Su inteligencia y dedicación al estudio y el trabajo lo llevarían a ocupar el primer puesto de su promoción.

En vista de su ejemplar desempeño, fue escogido para adelantar la carrera de ingeniero químico en la Academia Militar de Chile, de donde volvió con honores para ocupar destacadas posiciones en la rama logística del Ejército. Allí brindó su concurso decisivo en la reorganización de la Industria Militar, cuya gerencia ocupó con lujo de competencia. Otras posiciones por donde pasó fueron las de director de adquisiciones, intendente general del Ejército, profesor e instructor en especialidades propias de su carrera. Con “Paso de vencedores”, el lema de infantería, logró todas sus victorias. Incluso la del matrimonio, acontecimiento memorable sobre el que es oportuno hacer un gracioso comentario.

Debido a su corta edad de 22 años, cuando se fue a estudiar a Chile, y temeroso de que sus superiores no le autorizaran el matrimonio con su novia Teresa Obregón, que podría considerarse precipitado, resolvió casarse en secreto, infringiendo los reglamentos. Para proteger la confidencia, dejó a su amada en Bogotá y mantuvo muy bien guardado el sigilo. Pero un año después, incapaz de resistir la cruel separación, decidió contar la verdad y así entró a ejercer sus legítimos derechos. Esa sólida unión cumplió 48 venturosos años de armonía y felicidad. Un triunfo rotundo del amor.

Como catedrático en institutos militares y universitarios ganó renombre por su formación didáctica y su poder para transmitir conocimientos. Era un militar humanista que no se conformaba con el solo ejercicio de la milicia, sino que nutría el alma con disciplinas académicas y lecturas selectas. Siguió las enseñanzas de don Quijote, quien una vez manifestó que “las armas requieren espíritu como las letras”, y éstas “deben poner en su punto la justicia distributiva y dar a cada uno lo que es suyo”.

Regido por las normas inalterables de honestidad y pulcritud que siempre había practicado, solía repetir con orgullo que era un general pobre que había huido del enriquecimiento fácil y la conducta indigna, para buscar el decoro de la vida y la supremacía de los principios. Ahí residía la fuerza de su carácter. Ya retirado del Ejército, era un observador atento y un crítico agudo del acontecer nacional. Sufría con los infortunios de la patria. Su hermano, el sacerdote Jorge Medina Escobar, nuestro familiar apóstol de las virtudes cristianas, recuerda una de las frases cáusticas que más pronunciaba el general en su fallida esperanza de recuperar los valores perdidos: “En Colombia reina la mentira. Todo el mundo miente, todo el mundo engaña”.

Con estos perfiles queda pintada la recia personalidad de Antonio Medina Escobar, un hombre probo y un patriota integérrimo, cuya honestidad debe servir de modelo social en estos momentos de descomposición. En el Ejército hizo famoso el apelativo de “Pipo”, como sinónimo de inteligente. Mientras en la Escuela Militar de Cadetes la cureña transportaba sus despojos mortales, en medio de los honores que le tributaban los altos mandos militares y los generales retirados, yo recordaba su fina estampa de ‘gentleman’. Los griegos le daban gran importancia al aspecto externo, como un reflejo del alma, y no me cabe duda de que Antonio supo combinar la elegancia física con la gallardía del espíritu.

El Espectador, Bogotá, 12 de septiembre de 2002.

Gustavo Paéz Escobar © 2009