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La rata atrapada

Por: Gustavo Páez Escobar

Las imágenes de televisión mostraron a un Saddam Hussein acobardado, de mirada huidiza y aspecto indigente. Se veía envejecido y cansado, y sus ojos suplicantes borraron la figura del sátrapa despiadado que impuso en Irak, durante 24 años, uno de los gobiernos más sanguinarios del mundo. No parecía que fuera el dictador acusado de crímenes horrendos contra la humanidad, autor de innumerables actos de asesinato, tortura y violación. La mano de hierro con que ejerció el mando y masacró a sus enemigos, se volvió una mano lánguida y huesuda que él se pasaba, con nerviosismo, por las barbas hirsutas con que había transformado su apariencia dura de otras épocas.  

Ahora era el dictador atrapado en su propia madriguera, que no tuvo ni siquiera fuerzas para descerrajarse un tiro, como lo hizo Hitler, o de apurar el veneno redentor, como fue el caso de Goering antes de llegar al pabellón de la muerte, en el Proceso de Nuremberg. De la estampa aguerrida de Hussein no quedaba nada. Apenas el escombro de un hombre desfigurado que careció de la dignidad de morir luchando, como lo esperaban sus seguidores, y que prefirió someterse sumiso a sus captores, sin ningún hito de grandeza.

En la operación de captura no hubo un sólo disparo. No se necesitaba disparar, ya que no se vio el menor intento de resistencia. Sin embargo, el verdugo de miles de compatriotas disponía de una pistola y dos fusiles AK-47, que había pensado emplear en el acto heroico de una muerte gloriosa, que sin duda alcanzó a concebir como corona de sus guerras bárbaras. Pero dejó pasar la oportunidad y se entregó como manso cordero. Consigo llevaba, además, 750 mil dólares, no se sabe para qué.

Habría que pensar que su poderoso carácter de otros días se había derrumbado como una montaña deleznable, ante la sola sospecha de que sería ejecutado si realizaba cualquier movimiento peligroso. El soberbio tirano cerró así el capítulo final de su caída irremediable, a la que siguieron ocho meses de escape sigiloso, mientras a su alrededor, en los operativos de búsqueda, estallaban las bombas y eran sacrificadas numerosas personas inocentes. Se cumple así la sentencia de Gandhi respecto a la suerte de los dictadores: “Por un tiempo pueden parecer invencibles, pero al final siempre caen”.

A la opinión mundial le queda difícil entender que este pobre diablo, de figura demacrada y sucia, asustadizo y con cara de demente, sea el mismo que implantó una larga época de terror en su patria; que sepultó en fosas comunes a miles de iraquíes que luchaban contra sus atrocidades; que mató a sus dos yernos por oponerse a sus ideas demenciales, y que representó en la historia de los matones uno de los espíritus más destructores de la humanidad.

Se calculaba que se había refugiado en algún sótano construido con mucha anticipación, donde dispondría de una relativa comodidad en espacios amplios y provistos de sofisticadas tecnologías. Es posible que así haya sucedido en comienzo, pero las bombas de las fuerzas aliadas lo expulsaron de sus dominios y lo obligaron a buscar escondites baratos, de la peor condición. Tal vez en carreras incesantes, y temeroso de que algún soldado gringo lo identificara en sus harapos sospechosos, fue a dar a esta última morada: un agujero de 1,80 de ancho por 2,40 de profundidad.

En la pequeña choza, que parecía abandonada, el hombre fuerte de las épocas de terror penetró a la guarida por entre ladrillos y basuras y compartió la vecindad con las ratas que por allí merodeaban. Nadie, por supuesto, podría imaginarse que en aquel mínimo recinto se ocultaba el tirano fugitivo, el que de  seguro nunca habría sido descubierto si uno de sus amigos, tentado por los 25 millones de dólares de la recompensa ofrecida, no lo hubiera denunciado. Dramática ironía la de este cuadro de miseria frente a la suntuosidad de los palacios que se hizo construir el dictador arrogante, al tiempo que el pueblo moría de hambre. 

Y doloroso el epílogo que deja este nuevo capítulo de la crueldad universal ejercida por los dictadores: los hijos de Hussein, Uda y Qusay, murieron en duro combate en Monsul, y sus cuerpos masacrados fueron exhibidos como un trofeo de la guerra; su esposa y sus tres hijas tuvieron que buscar el exilio para proteger sus vidas, y sus colaboradores más cercanos han sido capturados. Además, los desastres producidos en pérdidas humanas y materiales son incalculables.

Pero el hombre no aprende la lección. No fue suficiente el Proceso de Nuremberg para frenar los horrores de la guerra y los abusos del poder. Los monstruos no se terminan. Quizá, por lo menos, en el caso de Saddam Hussein, se tome conciencia de que a nada conduce tanta locura y tanto terrorismo moderno, cuando al final la rata queda atrapada.

El Espectador, Bogotá, 18 de diciembre de 2003.

Gustavo Paéz Escobar © 2009