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La salud de la Iglesia

Por: Gustavo Páez Escobar

La salud del Papa es un vaso comunicante con la salud de la Iglesia. La una y la otra van enlazadas en tal forma, que cuando el Pontífice sufre una enfermedad delicada, como sucede hoy, el cuerpo de la Iglesia se debilita. No se entiende, dentro de la sana lógica humana, por qué se había querido  silenciar, por parte de la Santa Sede, el lastimoso deterioro que muestra Juan Pablo II. Dadas sus pésimas condiciones físicas, lo sensato hubiera sido el retiro del cargo desde hace varios años. Según la tradición vaticana, se trata de una costumbre que se ha conservado a lo largo de la historia como una manera de afianzar la regla de que a los pontífices de Roma se les elige para que mueran en el trono.

En abril de 1994, cuando ya existían serias alteraciones en su salud, Juan Pablo II se fracturó el fémur de la pierna izquierda, lo que obligó a una complicada  cirugía,  antes de la cual le dijo al médico: “Querido profesor, trate de curarme bien porque debe saber que en la Iglesia no hay sitio para un Papa emérito”. El poder papal no se considera atado a la temporalidad de los gobiernos civiles, y se supone, de acuerdo con la usanza romana, que la salud del Papa es eterna, hasta que la muerte diga lo contrario. Que es lo que va a ocurrir en el caso actual, según todo parece indicar. Llegar a este final traumático no es humano ni comprensible.  

Una de las explicaciones que se ofrecen para que el valiente jerarca de los católicos haya dado muestras de tanta reciedumbre para soportar sus dolencias, es la de que él ve en el sufrimiento físico un mérito espiritual y quiere morir como mártir, cumpliendo la misión heroica del deber. Por eso no ha contemplado la posibilidad de su renuncia, si bien la dejó en manos de sus colaboradores más cercanos para que se haga efectiva en el caso de entrar en estado de demencia. El próximo 16 de octubre Karol Wojtyla cumplirá 25 años de papado. Su período representa el cuarto más largo de la historia eclesiástica.

Cuando fue elegido Papa en 1959, tenía 59 años de edad y gozaba de plena salud. Después le sobrevinieron graves percances, los que hoy, a sus 83 años, lo hacen aparecer como un ser doblado por una ancianidad abrumadora. Con todo, disfruta de buena salud mental, aunque oscurecida por los dolores implacables del Parkinson y una serie de achaques atrofiantes: problemas reumáticos de la rodilla derecha, dificultades de movilidad, de respiración y de lenguaje, y el cáncer intestinal de que dan cuenta las últimas noticias. Sin embargo, en los pasillos del Vaticano era indebido hasta hace poco hablar de que el Papa estaba enfermo.

Mientras tanto, crecen los rumores sobre el sucesor de este Pontífice carismático que ha realizado más de cien viajes a los sitios más alejados del planeta,  llevando a todos los pueblos su palabra de reconciliación y paz; que ha sostenido duras batallas contra el comunismo, hasta vencerlo en Europa Oriental; que ha apoyado a los seres desprotegidos y ha llorado con los pobres; que ha condenado la guerra y ha acudido en defensa de los oprimidos, y que al mismo tiempo ha conservado incólumes, contra el deseo de muchos, los principios ortodoxos y ultraconservadores de la Iglesia.

Elección nada fácil de realizar, teniendo en cuenta el duro enfrentamiento de las dos corrientes tradicionales de la Iglesia: la de derecha y la de izquierda. Dentro de los juegos electorales que siempre se han desplegado en las elecciones papales (en el Vaticano también hay clintelismo), se rumora que los últimos cardenales nombrados por Juan Pablo II pertenecen a su más íntima entraña, medida con la que busca la continuidad de sus políticas. En sentido contrario, otras tendencias luchan por un cambio radical de la Iglesia, al estilo de Juan Pablo I, a quien la muerte repentina (causada por el veneno que le aplicaron, según revelaciones de David Yallop en su libro “En nombre de Dios”) frustró esa perspectiva.

En estos albores del siglo XXI, época a la que hemos llegado en medio de guerras atroces y toda clase de conflictos sociales; de tremendos fenómenos perturbadores de la conciencia; de descrédito de la propia Iglesia por los abusos  sexuales de algunos prelados, se clama por una institución de mayor avance y de mayor comprensión de este mundo convulsionado, para interpretar mejor los  nuevos tiempos. Época de confusión para la misma cristiandad, que aspira a que cambien algunos obsoletos moldes religiosos. Hoy la Iglesia de Cristo ya no es la de los pastores primitivos, sino la situada en un planeta superpoblado y diverso donde se aglutinan 1.200 millones de católicos, muchos de los cuales viven desorientados y confían al mismo tiempo en fórmulas salvadoras que les rescaten la esperanza.

El Espectador, Bogotá, 16 de octubre de 2003.

 

Gustavo Paéz Escobar © 2009