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Archivo para miércoles, 5 de octubre de 2011

Armenia, ciudad abierta

miércoles, 5 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El visitante descubre en el Quindío nuevos horizontes. Es difícil seguir de largo. Hay algún misterio en el ambiente que hace detener la marcha.

Armenia, ciudad cosmopolita por excelencia, es guardiana de tradicional hidalguía. Pocas ciudades en el país han logrado traspasar las barreras de la pe­queñez territorial sin perder los encantos del pueblo, a tiempo que irrumpen, como Armenia, en las dimensiones de la gran ciudad. Cuando los pueblos crecen y se agigantan, destru­yen por lo general su lado atrac­tivo y terminan despersonali­zándose entre los arrebatos y los rigores del falso progreso. A veces se rompen el alma por pretender ser grandes.

Pero Armenia no se ha dejado desfigurar. Quienes ayer la conocieron como la aldea teme­rosa de volverse mayor, y hoy se encuentran con la urbe di­námica y asombrosa, siguen hallando el hálito acariciante que no logró robarse la transformación que en otros casos mutila y destruye.

Mucho tiene de espartano es­te pueblo que se hizo fuerte entre vigilias y holocaustos, sin detenerse sobre las cruces de sus infortunios, de no ser para sacar fuerzas en busca de un destino superior. Borradas las cenizas, aparece ahora un futuro promisorio. Conforme fueron cayendo las casonas de bahareque para ser sustituidas por modernas construcciones, sus moradores se impusieron la tarea de desarmar las viejas estructuras para fundir la ciudad contemporánea que no puede conformarse con la anti­gua calle real, ni con plazas adormecidas ni con los comercios sose­gados. Hoy es el centro febril que se expande todos los días y que conquista, a golpes de pro­greso y con la mira en alto, nuevos tramos de urbanismo.

De aquella quieta aldea surgió la pujante ciudad de hoy, una puerta siempre abierta para el forastero. Los conquistadores antioqueños, que un día desafiaron la braveza de la montaña para descubrir este Quindío próspero e intocado, inyectaron una raza de temple que apren­dió la hospitalidad como la pri­mera herramienta de trabajo. Gentes venidas de todas las re­giones del país saben que en Armenia no se conoce el egoís­mo, de no ser para progresar.

El albergue, la cama franca, la mano amiga son aquí tan naturales como el aire que corre transportando aromas cafete­ros. La cordialidad se respira desde el primer momento, porque el quindiano no ha teni­do tiempo de veleidades.

Mientras en otros sitios el regionalismo es atrofiante, en el Quindío todos somos bienve­nidos. Es esa la primera virtud de una comarca que no quiso encerrarse entre linderos estre­chos. En Armenia las puertas son amplias y no se permite que nadie las cierre. Aquí el cielo es generoso. Sus ensoñadores pai­sajes son el patrimonio natural de una tierra pró­diga. No es de extrañar, en­tonces, que con semejantes in­gredientes no se avance con pa­so firme, y menos lo será pre­senciar el milagro final de un pueblo que habrá de llegar muy lejos.

Revista de los golfistas de Armenia (editorial), IV Abierto Cafetero de Golf, junio de 1979.
La Patria, Manizales, 2-VI-1979.
Revista Bancos y Bancarios, Bogotá, febrero de 1980.

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De la vida ruda

miércoles, 5 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El mal genio de los colombia­nos es una enfermedad conta­giosa. Las buenas maneras, cada vez más desalojadas por la incultura y la chabacanería, se están quedando sin adeptos. Hoy la juventud se levanta sin mayores reglas de urbanidad y apenas tiene tiempo de medio aprender a saludar en la casa, antes de lanzarse a las calles revueltas por el sofoco y el atropello.

Hay algo en los nuevos tiem­pos que impele a los muchachos a ser más de la calle que del hogar. La educación no se recibe al lado de los padres, porque la unión padres-hijos es cada día menos estrecha. Por eso las familias se van dispersando y terminan divorciadas. La autoridad paterna es un símbo­lo en decadencia, apenas men­cionado en los textos, y que en la práctica no existe.

El muchacho es escurridizo co­menzando los primeros años y ya desde entonces, insubordi­nado frente a cualquier tutela y sobre todo consciente de que el mundo es un «arrebato», se convierte en azotacalles díscolo, capaz de los peores desafueros. Si no obedece ni respeta a sus progenitores, menos lo hará con el mundo circundante. Con ese virus in­yectado en la sangre, llegará más tarde a la empresa, donde embestirá, como toro rabioso, contra todo cuanto signifique autoridad y disciplina.

La vida, así, tiene que vivirse a medias. El sentido de las distancias, del respeto a las jerarquías, de la consideración a la dama y al anciano, está deteriorado. Se camina de afán, con el pecho erguido y las barbas desafiantes, y no hay lugar para las deferencias. La mirada se volvió torva y el ánimo, prevenido, susceptibles al menor roce o al mínimo tropiezo. Como añadidura, se lleva el cerebro hueco y la personalidad, por lógica, atro­fiada. Se explota por increíbles tonterías, se discuten los asun­tos menos discutibles, la mofa camina a flor de labios y el puño se acostumbró a mantenerse cerrado.

Dentro de un caos como el descrito, cualquiera naufraga si no tiene defensas. La vida, estrujada y violentada por el relajamiento de las costumb­res, se torna  áspera y sin sentido. Hoy la humanidad va de prisa y con los nervios crispados, sin tiempo para la serenidad. Todo se encuentra tortuoso y bárbaro cuando el hijo de familia, apenas un mocosuelo, se rebela contra los padres y luego las emprende contra la sociedad que no sabe cómo defenderse de las fieras humanas.

Con estos ingredientes sulfú­ricos se levantan las nuevas generaciones. De tal revoltura salen, por fuerza, los pequeños monstruos que se insubordinan contra todas las reglas, come­ten los peores salvajismos y, resentidos contra Dios y los hombres, terminan en parásitos o en delincuentes inevitables. Personas así deformadas, víc­timas del hogar que nunca tuvieron, son los enemigos pú­blicos de quienes todos quere­mos librarnos.

¿Y la moral, y las buenas maneras, y los códigos de Carreño? Si no se aprenden en la casa, menos en el colegio o en la empresa. La gente ya no saluda, el caballero no cede el puesto a la dama, no hay miramiento por el niño ni piedad por el anciano. El despo­tismo, el mal humor, la grose­ría tratan de suplantar la decencia. Estamos bajo el im­perio de la neurosis, de la locura colectiva.

Hay que hacer un corte para clamar por la vida sensata. No es posible que desaparezcan los valores porque al mundo se le ocurrió jugar a la demencia. Los «buenos días» que ya pocos se acuerdan de expresar, deben volver a florar de los labios y del corazón si queremos –¡y claro que lo queremos!– un mundo más grato y menos cruel.

Quizá la causa principal de la acidez y el encono del medio ambiente, con su secuela de desajustes y rusticidades, obedezca a que nos hemos olvidado de la urbanidad.

Si somos capaces de aprender la decencia, también conquistaremos los valores morales. Rueda por ahí una frase que viene de perillas: «La risa es contagio­sa». Suavicemos la parte dura del diario vivir con una risa, y mejor, con una sonrisa, y todo cambiará.

El Espectador, Bogotá, 9-V-1979.
Mensajero, Banco Popular, junio de 1979.

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El huevo apocalíptico

miércoles, 5 de octubre de 2011 Comments off

Por Gustavo Páez Escobar

La Tebaida, sosegado muni­cipio quindiano, respira café por todas partes. En sus tierras no se ven lugares ociosos. Sus habitantes se acostumbraron a convivir con las matas reverde­cidas por la abundancia, en las buenas y en las malas épocas. Ahora, en la destorcida cafetera, el grano legendario continúa desfilando con igual decisión que en los tiempos de la mejor bonanza. El cafetero, elemento de resignación y fe inque­brantable, no se deja descon­certar en la adversidad.

En La Tebaida acaba de apa­recer un huevo apocalíptico. Así lo bautizó algún periodista, a falta de otra definición. Y la noticia le dio la vuelta al mundo. No era para menos, si la leyen­da del huevo anunciaba el fin del hombre: «Juicio final. Arrepentíos. Dios». La gallina cacareó con sonido diferente, porque había puesto un huevo predestinado.

De un momento a otro se al­teró la paz de la dormida vereda y los habitantes dejaron de pen­sar en el descenso de los pre­cios cafeteros. El fin del mundo estaba próximo. Los astrólogos, las pitonisas y los charlatanes podían equivocarse, no así una ignorante gallina que había si­do utilizada para transmitir el mensaje divino.

El huevo fue transportado, con reverencial asombro, ante el párroco de La Tebaida. Ya los cables comenzaban a revelar algo insólito, digno de la aten­ción universal. Y La Tebaida, el tranquilo municipio situado a veinte minutos de Armenia (Quindío, Colombia), se convirtió en noticia mundial. Los cam­pesinos dejaron sus surcos y co­rrieron a la humilde casa en precipitada romería. Todo a la redonda se palpaba misterioso, tocado de la palabra de Dios. Las marchas se volvieron ince­santes, y no solo de gentes del Quindío, sino también de los departamentos vecinos. Al­gunos llegaron con costales y regresaron con tierra. A Piendamó se iba con frascos y se volvía con agua bendita.

Esta maravillosa tierra cafe­tera no sólo produce divisas in­ternacionales, sino también le­yendas. Por algo los quimbayas nos dejaron tantos misterios escondidos. El párroco de La Te­baida, ingenuo o guasón, y per­dóneme su reverencia, se limitó a levantar un acta y luego resti­tuyó el cuerpo del delito. Y el cuerpo del delito desapareció.

Esta es la historia de los huevos prehistóricos, de los piendamós, de las vírgenes fu­gaces, de las aguas milagro­sas…. Los charlatanes abundan por todas partes. Cuando no consiguen auditorios, escriben mensajes. Hay «videntes» que con increíble precisión saben lo que le ocurrirá a usted en materia de negocios y de amor, y le asaltarán el bolsillo, si us­ted cree en huevos apocalípti­cos. Se confía más en los char­latanes que en la ciencia. Los curanderos montan pingües ga­nancias con el condimento de rezos y supercherías. Los amu­letos, las plegarias, los breba­jes llegan a todas las capas so­ciales. Hay quienes se burlan en público, y en secreto veneran sus fetiches.

La explotación del candor es una floreciente industria que no paga impuestos. Logra agaza­parse en cualquier sitio, porque la ignorancia no se defiende. Los yerbateros, con ribetes de «naturalistas», hacen de las suyas en los mercados abiertos de la credulidad y la majadería

En el caso del huevo quindia­no démosle honor a quien logró publicar en letras mundiales el nombre de La Tebaida, quie­to y simpático municipio productor de café que no sabía de gallinas escritoras. El bromista se reirá de su inocentada, de pronto con cierto dolor por no haber podido vender moronas de tierra a precios de ingenui­dad, como en Piendamó se ven­dió el agua más costosa del país. Los quindianos, que ya se dejaron ilusionar por una fic­ción cafetera, no creen en hue­vos sobrenaturales, y por eso alguien se comió el de marras, con todo y leyenda.

La Patria, Manizales, 2-IV-1979.

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De leñador a político

miércoles, 5 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Los pueblos suelen olvidarse de sus hombres preclaros. Cada generación crea sus propios líderes y desplaza, sin darse cuenta cabal, los símbolos que otrora hicieron la historia, o los sustituye a propósito para erigir nuevos arquetipos. Sobre todo en este desarraigo del hombre con su época, donde la juventud quiere romper hasta con los vínculos de la sangre en pretendido afán emanci­pador, los creadores de hechos memorables terminan envuel­tos en el polvo del tiempo y solo eventualmente, cuando ocurre algún súbito suceso, como la muerte, la gente reconoce silen­ciadas virtudes y rinde fugaces homenajes.

Creo que eso ha sucedido con Ramón Londoño Peláez, distin­guido médico y político que acaba de fallecer en Manizales, y en su niñez humilde leñador que demostró de lo que es capaz el hombre tenaz. For­jador de una larga época caldense que engrandeció con el talento del político fino, con él se separa un jirón de la historia del Gran Caldas. Luchó por su causa liberal con convicción y sin sectarismo.

Tuvo la satis­facción de verse premiado por sus conciudadanos con una amistad sin límites, y les co­rrespondió con generosidad desde los altos cargos que de­sempeñó, como la Secretaría de Salud Pública, la Secretaría de Gobierno, la alcaldía de Villamaría, varias veces la de Manizales, y la Gobernación de Caldas. Como presidente del Directorio Liberal, diputado, parlamentario y ministro de Salud Pública, puso siempre, por encima de mezquinos in­tereses, una mira muy alta de servicio a la comunidad.

Los conservadores, que tu­vieron en él al aliado res­petuoso y al contendor gallar­do, supieron de sus nobles programas ideológicos. Baste decir que La Patria, con su enhiesta bandera azul, gozaba de su amistad, porque él había sido formado para el diálogo civilizado y creador. En ese am­biente afectuoso y de exquisita categoría intelectual me tocó en suerte conocerlo, en diserta velada cultural que no podía es­tar completa sin la presencia de este hombre que lo mismo sabía de campañas políticas y so­ciales que de poetas y escritores famosos.

Para todo se prodigaba con elegancia y humanitaris­mo. La medicina fue en él un sacerdocio. No sucumbió ante el oscuro apetito enriquecedor y ejerció, en cambio, in­quebrantable solidaridad con el humilde y el menesteroso.

Ahora que en el país se añora al legendario médico de familia, una institución extinguida, no es posible que desaparezca otro de los pocos exponentes que aún nos quedaban sin rendirle emocionado tributo de admi­ración. Para fortuna suya, cam­pañas nacionales como la que adelantó contra la lepra, tu­vieron resultados elocuentes.

No quedaría completa esta reseña sin mencionar el rasgo más notable en la per­sonalidad de Ramón Londoño Peláez: su humor. Dotado de gran naturalidad en el trato, parecía surgir su sim­patía de una fuente inagotable de gracia, de recursivos apun­tes, de contagioso optimismo. Nunca se le vio abatido, porque conjugaba la vida con humor.

A sus adversarios de la lucha política los desarmaba con la frase ingeniosa y luego los ven­cía con su esplendente bondad. Fue un maestro de la risa espontánea. Su alma sencilla, docta en acariciar el gracejo penetrante, le mantenía radian­te el rostro y colmado el co­razón.

Por entre los cafetales de es­te Quindío que le insuflaba aromas puros, se abría paso, airosamente, con su pierna de palo. Con frecuencia nos lle­gaba de su sede manizalita en busca de paisajes y emociones campesinos. Se reía de la vida por haberse vuelto experto ad­ministrador de un apéndice por él mismo cobrado a la montaña que un día, en sus lejanos afanes de leñador, le había cer­cenado su anatomía.

Y a buen seguro que su último lance fue abrir las puertas incógnitas con su rodilla hechiza. Hombres como este merecen ser recor­dados con el mismo cariño que dispensaron a la humanidad.

El Espectador, Bogotá, 14-III-1979.
La Patria, Manizales, 15-III-1979.

El drama del Quindío

miércoles, 5 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Se niega la razón a entender que existan seres humanos capaces de asesinar a sangre fría y sin saber por qué a cuatro damas quindianas que dormían ajenas a toda fatalidad en el sosiego de un predio rural. ¿Bajo qué instintos, que no sean los de la bestia, puede oprimirse un arma, hasta vaciarla, contra una tierna e inma­culada niña de trece años que de rodillas pedía cle­mencia para su papá, sin sospechar que las ba­las la dejarían quieta, con la plegaria en los la­bios?

La bestia, aun en su estado más irracional y san­guinario, se hubiera detenido, pero no lo hicieron estos monstruos escapados de los infiernos, y es posible que de más hondo.

Cuando personas pacíficas y trabajadoras, y ex­ponentes además de acrisoladas virtudes morales y ciudadanas, caen sacrificadas por una horda de vulgares criminales, deja de ser el drama de una familia o de una región, para convertirse en un duelo del país. Es la sociedad la que ha sido agredida en sus más nobles sentimientos, y por eso existe el justo derecho de levantar la voz airada y pedir el más duro de los castigos pa­ra quienes con actos tan alevosos y tan despiada­dos disponen de vidas inocentes.

El Quindío, región atormentada en otros tiempos por la violencia, no había conoci­do un drama tan sensible como el que ahora nos aflige. No se sale aún del asombro y la cons­ternación, ni siquiera después de sucumbir entre las balas de la justicia dos de los cabecillas, uno de ellos el que ultimó a las damas y a la niña y que, no saciado en su sed animal, disparó por última vez contra los representantes del orden, antes de ahogarse en su propia san­gre y en su propia iniquidad.

Esta acción de las autoridades resulta tranquili­zadora por lo oportuna y ejemplarizante. Por todo el Quindío y también en el país se siente un alivio, y está bien que ello ocurra pues no es posible que la recobrada paz de la región la al­teren unos extraviados maleantes que bajo el em­brutecimiento de la marihuana, y al impulso de rastreros apetitos, pretenden apoderarse de lo ajeno, porque son incapaces del trabajo honrado, sin importarles en absoluto la vida humana. La gente aplaude la eficacia demostrada por las autoridades y confía en que pronto serán reducidos a la impotencia los demás miembros de la pandi­lla.

El Quindío, flagelado en otras épocas por los odios políticos, no admite tampoco la violen­cia común. Se trata, sin duda, de repugnantes raterillos que en lugar de engancharse en las cua­drillas del trabajo digno, prefieren las del vicio y el hurto, con licencia para matar. Licen­cia que ellos mismos se conceden en sus maquina­ciones tétricas y en sus mentes diabólicas. Es de esperarse que la Brigada y las fuerzas policivas aumentarán sus efectivos y reforzarán sus maniobras para limpiar los campos de elementos inde­seables y garantizar la vida sin sobresaltos.

Como epílogo de este salvajismo quedan unas familias respetables heridas por hondas tribulacio­nes. Para ellas los daños son irreparables, así con­tinuara la ley del talión depurando el ambiente de estos monstruos que no pueden vivir en sociedad, si no es para desarticularla.

Cuánto duele que seres justos se conviertan en víctimas de un destino tan horrendo como inexpli­cable. Todos sentimos como propias estas embestidas de la suerte y estamos solidarios con la desgracia que golpea a la misma sociedad. En los anales de Armenia quedará vibrando para siempre, y ojalá que para reprimir la corrupción y el vandalismo, este insólito suceso que cubrió de luto no sólo a unas familias sino a una colectivi­dad que merece respeto. Pero como al fin y al cabo las fórmulas de Dios son insondables, y en ellas creemos, esperamos el peso de la justicia. «Con la misma vara que midieres, serás medido», son palabras bíblicas.

La Patria, Manizales, 21-II-1979.
El Espectador, Bogotá, 28-II-1979.

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Noticia:

Esta tragedia tuvo lugar el sábado 11 de febrero de 1979. Uno de los antisociales fue muerto por el mayordomo cuando la cuadrilla de antisociales irrumpió en la finca a eso de las doce de la noche. El 18 de febrero, cinco hampones fueron muertos en distintos lugares al oponer resistencia a las fuerzas del orden. Otro quedó herido de gravedad, y dos más fueron capturados y puestos a órdenes de la justicia.

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Mensaje al columnista:

En los últimos días he tenido oportunidad de leer dos comentarios tuyos sobre nuestra familia. El primero de ellos en elogio para Óscar y el segundo sobre la absurda tragedia que nos ocurrió. Debo expresarte en mi nombre y en el de mis familiares nuestros sinceros agradecimientos. Ariel Jaramillo Jaramillo, Bogotá.

 

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