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¡Feliz año bisiesto!

sábado, 8 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

No repuestos aún los colombianos de las adversidades de 1979, entramos con recelo, y esto es inevitable, en los augurios del año bisiesto. Nada confor­table resulta el inventario de esta jornada donde a los apremios de la vida económica en constante crisis se sumaron los desastres del crudo invierno y de dos terremotos devasta­dores.

Si bien el final de año representa motivo de satisfacción cuando se ha realizado una labor útil y se han cumplido con dignidad los compromi­sos con el país y la familia, la mayoría de los hogares colombianos, aunque puedan hacer este balance, experi­mentan sensación de alivio al llegar a la otra orilla. Es como si se atravesara un río tormentoso que estuvo a punto de hacernos naufragar.

Pero en el otro lado nos espera, y mejor, nos desafía, el incierto peregri­nar de la nueva etapa que no se ofrece promisoria, y no por el influjo que pueda tener el calumniado año bisiesto, sino por los signos negativos que se abren en el porvenir que ya comenzamos a transitar.

Reconociendo los esfuerzos guber­namentales por frenar la inflación que parece inmanejable, los expertos de la economía sostienen que en 1980 habrá que buscar fórmulas mucho más agresivas, o sea, más sabias, para evitar los desastres sociales que estamos sufriendo y que se ciernen más inclementes sobre el futuro.

Bien es sabido que la inflación desmesu­rada apura las revoluciones. Y es que la consecuencia natural de la inflación es la carestía de la vida, proceso mundial que, sin embargo, no debe servirnos de consuelo para dejarnos llevar por la corriente. Con el argu­mento de que las alzas son inevitables, todos los días nos hallamos con nuevas y ruinosas sorpresas en los precios del consumo doméstico.

Unas alzas encadenan otras, y para todas hay resignación. Pero el pueblo no soporta más. Se habían pedido sacrifi­cios para 1979, los que se dieron con largueza, y también se ofrecieron mejores horizontes, pero estos se ven nublados.

El país necesita mayor producción. El crédito debe generar más cosechas y la industria mover el verdadero engranaje económico que dista mucho de conquistarse. Los cafeteros se quejan de la baja rentabilidad del producto, debilitada por su precio inequitativo y la presión de alzas continuas en los insumos y en la mano de obra.

Los bancos, afectados por restricciones y severas medidas mone­tarias, para subsistir elevan las tasas del interés corriente y todos sus servicios, y los usuarios, por lógica, hacen lo propio con sus artículos. Ante la estrechez del crédito bancario, con el eterno argumento de que así se controla la inflación, los usureros hacen de las suyas y crean otra distorsión económica.

Si se aplicara mano fuerte a los intermediarios, otros pulpos insacia­bles que están acabando con la tranquilidad de las familias, muchas sorpresas gratas nos traería el año bisiesto. Un producto pasa por cuatro o cinco manos, siempre revendido, has­ta el consumidor final.

En el campo, una naranja vale $0.15, y $1.50 en la plaza; una mandarina, $0.50, y $5.00 en la plaza; el racimo de bananos, $15.00, y $200.00 después de transitar por las cadenas de intermediarios. Se echan de menos cooperativas agrícolas bien organizadas para sal­var las cosechas y abaratar la vida.

Habría que decretar la muerte civil a los especuladores, si en realidad hay el propósito de defender al pueblo. Los comerciantes inescrupulosos su­ben a diario sus mercancías y nadie los controla. La medida efectiva no es otra que cerrarles los establecimientos y negarles la licencia para que ejerzan el comercio.

Ante el drama de la miseria colom­biana el país se desgasta en politique­rías y enredos menudos. En lugar de debatir nuestros políticos normas so­ciales de sabias proyecciones, viven trenzados en rencillas personales y preocupados por el último puesto de la comarca.

Así entramos a 1980, año bisiesto que a pesar de las supersticiones podría salvarnos si hay mayor conciencia de nuestros males. No obstante los vientos contrarios que corren por el suelo colombiano, lo recibimos con optimismo y la esperanza de que Dios ilumine a nuestros gobernantes para conseguir la mejoría que necesitamos y que reclamamos con angustiado afán.

El Espectador, Bogotá, 3-I-1980.

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