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A un amigo curioso

sábado, 15 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Distinguido paisano:

No podría, de ninguna manera, aplazar el envío de los trabajos que me ha solicitado usted, por tra­tarse de la actividad literaria que tan hondo se nos va pegando a quienes en verdad la sentimos, y tam­bién por ir destinados a un movimiento cultural —que ojalá cuaje— de mi departamento de Boyacá.

Podrá usted darse cuenta por este material de mis raíces en los predios quindianos, donde cumplo siete años alternados en la contemplación de la exuberancia cafetera, en el agobiante ajetreo de los nú­meros bancarios y, como escape y vocación irrenunciable, en los garrapateos literarios. Y si en una de las notas sobre mi novela Alborada en penumbra su autor me endosa el título de economista, protesto, y lo hago con firmeza, pues no soy ni nuevo ni viejo adepto de esa profesión que apenas me ha to­cado de refilón por menesteres de mi oficio circuns­tancial.

Llevo, con todo, más de veinte años metido entre cifras, encajes y sobresaltos —¡increíble y pe­noso batallar!—, y ha resultado vivificante haber sido capaz de dosificar el rigor de la faena en el re­manso de las letras, y no de las cere­moniosas de cambio, que por ventura también las entiendo, sino sobre todo de las regocijantes del espíritu.

Mi ausencia de Boyacá es larga. Quise que mi última novela tuviera allá alguna difusión, y así se lo solicité a la distinguida gobernadora, con la mala suerte de que el rubro estaba extinguido. ¡La clásica respuesta a la cultura en este país de letrados!

Cierta vez el gerente de una lotería me comunicó que la honorable junta —en minúscula— no adqui­ría ningún ejemplar de mi libro por resultar mal precedente en una región que tenía demasiados es­critores. Me lo dijo casi en secreto y descifré, sin mucha dificultad, que mal podía existir orgullo por­que la región produjera novelistas, poetas y cuentis­tas, si las expresiones culturales resultaban impota­bles para esta clase de mentalidades.

Usted, por fortuna, que ha leído algo mío y que desea conocerme mejor, se lanza a la tarea de res­catarme, para lo que necesita además mis datos biográficos. Dios se lo pague. Su curiosidad es sana y ojalá resulte creadora. Ahí le va, como botón fresco, mi reciente novela. No es necesario que me la pague.

Con estos perfiles ya tendría usted parte de mi biografía. Pero se la amplío con mucho gusto, aun­que lamentando que resulte muy modesta:

Nacido en Soatá el lo. de abril de 1936. Soy del signo Aries, o sea, bravo e impetuoso, tenaz y perse­verante como uno de esos cotos que se cultivan aba­jo de mi pueblo, en Capitanejo. Dice también el ho­róscopo que soy terco, malgeniado, emocional y rabiosamente independiente. Este Aries que ya no podré quitármelo de encima agrega, además, para bien de la humanidad, un espíritu creador, un carác­ter leal, ciertas condiciones de líder y alma romántica. Si alguna vez nos encontramos, como lo deseo, ojalá descubra usted esta última cualidad, que no siempre se me ve, y tampoco se la muestro a todo el mundo.

Pero sigamos.

Casado, y bien casado. Mi mujer es maravillosa y, sin duda, la inteligencia más lúcida del universo al haber sabido administrarme, que es mucho decir. Lleva muy bien la batuta, lo que no es poca cosa, porque también rezan los oráculos que los Aries, que algo tenemos de guerreros, no agachamos fácil­mente la cabeza, aunque por otra parte somos los individuos más sumisos, más dóciles y angelicales cuando hallamos la horma precisa del zapato.

En el mundo, distinguido paisano, hay innumerables heroínas ocultas, y es esta la manera de hacerle ho­nor a quien en silencio pero muy próxima a mis sentimientos, costumbres y aficiones me ha ayudado a engrandecer el destino.

Tres hijos, y ni uno más. Soy discípulo de las admoniciones del doctor Alberto Lleras Camargo y mantengo un susto tremendo a la alegre irresponsabilidad. Por lógica, mi mujer es colabora­dora indispensable y también entusiasta prac­ticante de los métodos redentores del mundo. Esto pone de presente, una vez más, que existe un ajuste ideal.

¡Tres hijos, tres universos, tres galar­dones! Hijos del esfuerzo, de la alegría, del calor. No desperdiciamos una sola caloría y hemos sabido inyectar un amor rebosante.

Después de muchas vueltas, aquí me tiene de gerente de un banco. La plata bancaria tiene una par­ticularidad para quienes la miramos olímpicamente. Y es que por ser abundante, arisca y muy manosea­da, termina oliendo feo. Yo he visto montañas de billetes, muy encarrilados, muy serios, muy petu­lantes en los estantes de bóvedas ajenas, y me ha quedado la impresión de que son dineros oprimi­dos, que ni deslumbran ni seducen.

El Quindío ha premiado mis trasnochos con dos estímulos literarios: La Flor del Café, de Armenia, y Medalla Eduardo Arias Suárez, de Calarcá.

No tengo con qué pagar tanta generosidad. Uno de mis «críticos» comenta, sotto voce, que no tienen gracia esas condecoraciones porque a los gerentes de banco les sobran aduladores. ¡Vaya uno a saber si es envidioso, o si tiene razón! De todas mane­ras, mi afectuoso paisano, créame que no me marean los pergaminos, aunque son muchos los sudores pa­ra conseguirlos.

Lo realmente importante de estas condecoraciones es que me pusieron a trabajar du­ro y superarme todos los días. Los pergaminos son esquivos y muchos se estropean la vida tratando de obtenerlos.

No poseo títulos. Me incomoda, me irrita, me desquicia el mote de «doctor» que me acomodan algunos despistados, no sé si por ingenuidad, por adu­lación o por burla. Es la moda del momento y to­dos quieren ser doctores. Y si no lo son, se lo inven­tan. Los falsos títulos abundan como la mala hierba, porque el mundo es apergaminado. Somos dados al lustre externo, a la ampulosidad, a los convenciona­lismos.

Me explico: está bien que la gente estudie, y se supere, y se especialice, y consiga su máster, y vaya al exterior por su Ph.D. ¡Pero que sepa! Y que no salga de la universidad sin saber ortografía y cometiendo burradas.

Se necesitan cartones, pero con alma por dentro, es decir, con eruditos ¿Para qué los títulos ostentosos, pero vacíos? Si algo bus­co yo es un «don» bien atornillado.

Hoy las empresas solo reciben personas con dos o tres títulos, con especialización en el exterior, y ni siquiera es suficiente el máster, porque ya se in­ventaron el Ph.D. No siempre lo más importante es que se tengan o no aptitudes. Interesa más el aro­ma, el brillo externo, así la cabeza esté hueca. Hemos llegado al más deplorable estado de frivolidad, que al propio tiempo lo es de falsificación e incompe­tencia. ¡Y para qué hablar de los principios morales!

Bien está, entonces, que me refresque en la intimidad de mi vocación autodidacta. No hay me­jores maestros ni mejor universidad que los libros silenciosos y bien saboreados. En la augusta sole­dad de una biblioteca mucha gente se gradúa en secreto. Son cartones invisibles, verdaderos títulos que engrandecen a los hombres.

¿Que cómo hago para ser gerente de banco y escritor?, me pregunta usted. ¡Esfuerzo, disciplina! Y no agrego nada más, porque usted entiende el resto.

Mi primera novela, Destinos cruzados, que referenció en la revista Cultura, de Boyacá, el doc­tor Eduardo Torres Quintero, uno de los grandes maestros de mi vida, la aprecio mucho no por su mérito literario cuanto por haberla comenzado a escribir, y casi terminado, a la edad de 17 años, en Tunja.

Así, mi estimado paisano, entre broma y serio le he emborronado estas cuartillas que espero le su­ministren algunos perfiles de mi personalidad. Saque usted las deducciones que quiera. Yo detesto sumi­nistrar mi curriculum vitae, quizá porque es un acto presuntuoso. Resulta, además, un encarte para los que no tenemos mucho que mostrar.

Hay estu­diantes que me hacen el honor de presentar en sus colegios trabajos sobre mis obras y me solicitan la reseña biográfica. Paso las duras y las maduras ante el interrogatorio, que es casi invariable: que dónde hice los estudios primarios; que si gané medalla al graduarme de bachiller; que en qué diablos me doc­toré; que cuántas especializaciones tengo; que si domino las lenguas muertas; que si soy divorciado; que cuántos hijos naturales están escondidos; que si practico el amor libre; que si fumo marihua­na; que si soy melenudo y casposo; que si soy con­servador, liberal o camarada…  ¡La locura!

Son gajes del oficio. Yo gozo tomando del pelo a mis entrevistadores con cuanta mentira se me viene a la cabeza. Y esto de las mentiras no lo digo por usted, y debe creerme que le he hablado con la mayor sinceridad.

¡Hasta la vista, ilustre paisano!

La Patria, Revista Dominical, Manizales, 21-V-1978.
Revista Vía, año 7, edición 76, Nueva York, junio de 1987.

 

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