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Archivo para sábado, 15 de octubre de 2011

Carasucia

sábado, 15 de octubre de 2011 Comments off

Cuento de

Gustavo Páez Escobar

¡Bogotá inmortal, donde un limpiaparabrisas es sinó­nimo de vida! También de picardía, de humor, de robo, de miseria, de cárcel, de muerte… porque la vida es eso y muchísimo más. Donde pelafustán suena a per­sonaje alambicado y en cambio gamín es más propio, más nacionalista, más de nuestra familia, sin importar que ante la faz del mundo el vocablo aparezca subdesarrollado, con tal de conservar nuestra autenticidad.

Pe­lafustanes los hay en las grandes urbes de la tierra, tan aviesos y astutos como los bogotanos, pero nunca tan gamines como los nuestros. Y pobreza y hambre y tur­bulencia existen por doquier; pero aquí tenemos nuestra propia, nuestra auténtica miseria, sin imitar a nadie. Y si poseemos tristezas, también gozamos de glorias que no permitimos importar.

El limpiaparabrisas es herramienta de sudor y angus­tia. Instrumento de vida que deambula escondido entre las mangas de una camisa mugrienta, en persecución de cómplices fáciles que enseñan a delinquir, de buscado­res de cosas baratas y a veces de ingenuos mecenas que ayudan a subsistir. Y como en toda actividad mercantil, el mercado se mueve por la ley de la oferta y la demanda.

Jacinto, un carasucia más, otro don nadie en la enorme ciudad de los sustos y las carreras, ha aprendido que el trabajo rinde más según sea el grado de destreza. Como la vida es agitada, no le queda tiempo para bañar­se. ¿Para qué el jabón, pensará, si el estómago acosa? Por allá en el perdido suburbio de las alcantarillas abiertas y las hambres atrasadas no existen medios de subsis­tencia. Por eso ha instalado su puesto de trabajo en el centro de la ciudad.

Se acuerda, en las noches intermi­nables de los vientos gélidos y el miedo acechante, de su padre que se le refundió hace muchos años entre los vericuetos del vicio, y espera encontrarlo algún día en la marea que se desliza por su mundo cotidiano del raponazo y el sobresalto, para llevarlo a empujones hasta el rincón donde su madre vende todas las noches pla­ceres marchitos que no alcanzan a remediar la des­nutrición que circunda su covacha.

Pero ahí está él, Jacinto, el hombre de la casa, el de los ojos rápidos y el pulso firme, que sabe trabajar. Su artículo se cotiza bajo, pero tiene clientes seguros.  Se ríe de la humanidad, porque también sabe reír. Tiene dedos de gamuza y andar de gacela. Y clientes distinguidos.

Como mi amiga Gracielita, tan fina y hu­manitaria, que estaciona de seguido su flamante automóvil frente a la iglesia de su devoción y se olvida de guardar los pequeños artefactos que para nada sirven en los días límpidos. Para Jacinto, en cambio, todos los días son brumosos. Y las noches, turbias. Piensa él que Gracielita debe vivir en un palacio aterciopelado, si son tan lujosos sus trajes y tan deslumbrantes sus joyas. «Si con tanta frecuencia estrena limpiaparabrisas, es muy rica». Y si no los guarda, allí está él para desmontarlos con sus dedos veloces y luego escabullirse como el viento.

Hoy llueve y no hay visibilidad. Mi amiga se rasca la cabeza como si con ese gesto pudiera remediar el nuevo olvido. Su marido refunfuña. Los goterones se deslizan por el vidrio e impiden todo intento de avanzar. Ella, tan amiga de los santos, es posible que rece aprisa alguna oración. Mas el milagro no llega. Y la lluvia arrecia. Se impacienta, y el marido se enoja.

Al fin se produce lo inesperado. Ha llegado Jacinto, volando, con su carrera de gacela. Maestro de la veloci­dad, en segundos quedan colocados los aparatos, como caídos del cielo. Los santos han escuchado el rezo, no hay duda. El marido, en el lenguaje mudo de las tran­sacciones innecesarias, se echa la mano al bolsillo y extiende un billete al gamín. Este lo mira y no se impresiona. Y se retira inesperadamente, dejando la mano tendida.

Jacinto tiene su ética, sobre todo con Gracielita que es tan caritativa con sus descuidos. A los buenos clientes hay que ayudarlos cuando están en apuros, piensa. Pero ella, que aparte de olvidadiza es muy escru­pulosa, que comulga todos los días y no se echará un pecado encima, se pone frenética. Y en lugar de regañar al gamín, sermonea al marido por celebrar ne­gocios sucios. Una mujer enfurecida es algo temible, sobre todo si es la esposa. El marido no tiene otra solu­ción que devolver la «mercancía».

Jacinto se aleja despacio y cabizbajo, y también ape­nado, porque los carasucias, aunque no se les note, pasan de vez en cuando sus chascos sentimentales. La tormenta lo empapa por completo y él parece burlarse de la lluvia que ha sido capaz de bañarlo y que por un momento le ha dejado la cara limpia.

Revista Manizales, julio de 1979.

 

 

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Barro

sábado, 15 de octubre de 2011 Comments off

Cuento de

Gustavo Páez Escobar

Cumplo tres meses de residir en el pueblo. Es tan ruda la existencia, que cuento los días con la tonta ilusión de que así pasará más rápido el año que debo permanecer en este sitio olvidado, donde la gente se muere de tristeza y le echa la culpa al paludismo o a la tifoidea.

Mañana será un día menos largo, porque el domingo lo paso entregado al sueño, sin sensación de hambre y ausente de mujeres, ya que las pocas disponibles se las disputan los imbéciles soldados que las manosean y las enferman hasta dejarlas agotadas. Me voy a volver loco si sigo echándole cuentas a la melancolía. No sé cómo a una persona sensata como yo le da por embarcarse en estos programas de todos los demonios. ¡La maldita necesidad! En la capital tenía hambre, y antes que convertirme en un vago o de terminar en la cárcel, como le sucedió a mi hermano Campo Elías, preferí firmar el contrato con el aserrío y aterrizar en la selva.

Nueve meses pasan rápido cuando se vive en la civilización. Aquí no. Pero me hago a la idea de que el tiempo volará y pronto estaré de regreso en mi casa. «Serénate, Bernardo», escucho a veces en los momentos de angustia una voz que se apaga y se vuelve a encender como la lámpara que mi madre le ponía todas las noches a la Virgen, cuando le pedía que consiguiera yo empleo y que a mi hermano lo soltaran de la cárcel.

Me he vuelto inconforme. Pero es que esta lluvia que no ha cesado desde que llegué, desespera a cualquiera y le siembra profunda tristeza en el alma. Y estos lodazales por donde ya no se puede transitar me mantienen de mal genio a toda hora. El sol sale muy de vez en cuando y empeora las cosas: parece que hurgara en los charcos tanta inmundicia que en ellos se deposita.

El abandono que se experimenta cuando se vive tan lejos de la civilización agranda la nostalgia y agita el ansia de vuelo, como lo hacen los animales que pasan en manada y se rebullen unos con otros de contento.

Yo, en cambio, no tengo con quién platicar y siento el cuerpo rabioso de mujer, sin lograr conseguir una amiguita en el pueblo, ya que las mulatas lo miran a uno con malos ojos, pero se derriten de placer cuando los soldados las invitan a la cantina o se las llevan en intimidad a cualquier sitio. Desde que Lucero, que atiende el único almacén de víveres del pueblo, accedió a salir conmigo, se enfureció el cabo Peralta, y desde entonces no he vuelto a tener sosiego, ya que me ha amenazado con una pela si no dejo en paz a su mocita. Como no soy buscarruidos, anoche me despedí de ella.

Han corrido, entre tanto, 125 días. Todavía no ha dejado de llover. El cielo, cerrado con un telón oscuro, parece que no fuera a descubrirse nunca y solo de vez en cuando se contempla algo de la inmensidad del firmamento. Días de lluvia y soledad. Días cenicientos, con sabor a barro. Los charcos se abren como trampas por todas partes, con su fango pestilente. Ha pasado una bandada de gaviotas que picotean las nubes, y de pronto me he sentido más aliviado. No sé por qué las gaviotas me producen un fresco en el corazón: es tal vez la blancura de su ropaje y la dulcedumbre de sus formas las que me inspiran sosiego.

–Présteme más plata, don Bernardo –me dice el capataz de la finca.

¡Al diablo con los préstamos! Entre peso y peso se me han disminuido los ahorros, porque este irresponsable no devuelve el dinero que se toma en cerveza. Él no sabe de decoro. Lo dejo plantado con la negativa y sigue el camino con su tufo alcohólico.

–Mi hijo se muere –oigo la voz de una mujer a mi espalda.

–¿Y qué quiere que yo haga? –me enfurezco, sin voltear a mirarla.

Maldito pueblo donde todo es vicio, dolor y angustia. No solo la vida es monótona, sino que la fama que me he ganado de rico –¡vaya ironía!– hace que la gente me asedie con sus problemas y tristezas. Hoy estoy de peor genio que todos los días, así que me importa un bledo que el hijo de la miserable mujer, a la que ni siquiera conozco, se muera de hambre. ¿Por qué no me dejan en paz?

–Mi hijo se muere, señor –insiste la mujer.

Le tiembla la voz. Pobre negra que a lo mejor me cree milagroso. Sin atreverse a mirarme a los ojos, está indecisa y apenada. Supongo que es una ficción, ya que estas mulatas no se avergüenzan de nada. La miro con más cuidado y observo que no solo la voz, sino toda ella, con sus carnes que no son del todo negras, tiembla como un huracán. Vestida de afán, le han quedado los senos flotantes, a medio esconder, y sorprendo en ellos un aleteo.

Se me despierta el apetito, este largo apetito de castidades contenidas a que me tiene sometido la ausencia de Lucero. Y la encuentro graciosa. Sus muslos se muestran sin pudor y me siento tentado a adueñarme de su cuerpo volcánico.

–Mi hijo se muere, señor –clama con un par de lágrimas–. Solo necesito un remedio para bajarle la fiebre, y no tengo dinero.

Me mira con ojos oscurecidos, ojos dilatados de clemencia. Son dos ventanas por donde se le escapa el alma, que ahora no me equivoco en verla maternal, pues con la súplica por el hijo carbonizado de fiebre pone de afán y sin condiciones la entrega de su cuerpo.

Le paso un billete, y ella espera sumisa. En forma inconsciente me acuerdo de mis días de hambre en Bogotá, cuando recorría media ciudad en demanda de apoyo –que nadie me brindaba–, y siento un latigazo en el corazón. En la mirada de la negra veo asomarse la gratitud y un ruego para que actúe rápido. Se vuelve insinuante al desanudar una tira y enseñar morbideces que por poco hacen sucumbir la buena intención, que ya era superior a la lujuria.

Le doy un golpe en el hombro como diciéndole «vete», y la negra echa a correr por los barrizales, sin importarle que la suciedad la enlode por completo.

Como un remedio contra la desesperanza, pienso que algún día abandonaré la selva. Ya camina el año por la mitad. Un jalón más y estaré en la otra orilla. «Ánimo, Bernardo», alcanzo a distinguir la voz que consuela mis momentos duros. Me acuerdo de mi madre que me espera, y de la novia que debo encontrar en la capital, y de la carne que al fin se saciará. ¡Qué largas, qué complicadas mis abstinencias!

Vuelvo a verme con la negra. Me dice que su hijo ha curado, y me siento complacido por haber hecho una buena obra. La encuentro más atractiva que la primera vez. Ríe con sonrisa alegre y deja ver los dientes de extrema blancura. Parece que se hubiera esmerado en el traje y en sus coqueteos. Comienzo a tener otro concepto de las mulatas, a las que consideraba incapaces de buenos modales. Se llama Rosalía, y no suena mal su nombre para su figura juvenil y su cuerpo espigado. Le encimo un billete que no me ha pedido, como anticipándome a otra fiebre que de todas maneras llegará, y que en el pequeño son fiebres de verdad, y no como en mi caso, que se vuelven males de tristeza.

Rosalía se muestra agradecida y se extraña –así lo sospecho– porque nada le propongo. No lo haré para portarme limpiamente. Es asunto de principios. Ni siquiera le pregunto dónde vive. La veo alejarse cabizbaja y no dudo de que se ha ido contrariada.

–Adiós, Rosalía. No olvides buscarme cuando se enferme tu hijo.

Lodo, lluvia, miseria. Y yo que creía que solo me enfermaba de melancolía, he comenzado a tener calenturas. Hay noches espesas, de bochornos y escalofríos y sueños inquietos. Pero no me dejaré morir. Tomo medicinas y mejoro poco a poco. La idea de abandonar el pueblo dentro de un mes –¡un mes!– hace maravillas en el espíritu.

Me escapo una noche en busca de mujeres. Voy dispuesto a pelear con los soldados, con todo el mundo. Entro al rancho y me produce repugnancia la primera mujer que se me ofrece. Está harapienta y trasnochada. Esta vez, por lo menos, puedo hacerme rogar. La desprecio, pero siento lástima. Lástima por ella, que no sabe barnizar la mercancía, y lástima por mí, que no puedo disfrutar los pecados. Otra mujerzuela despreciable me agarra el brazo. Esto apesta.

Me propongo abandonar el sitio, pero de pronto aparece en la oscuridad una cara iluminada y esta sí desborda mis sentidos. Se me antoja que su cuerpo es escultural, en medio de mi sequía. Debe serlo, si los ojos de los demás caminan detrás de ella. He sido el más afortunado de todos, pues en un instante la tengo en mi poder. Unos muslos estratégicos, abiertos para el placer, me hacen recordar los de Rosalía. Brillan sus ojos con incitaciones lascivas. Y aflora una sonrisa encarnada, llena de sensualidad.

¡Pero si es Rosalía! Me desconcierto. Me desilusiona encontrarla de ramera. En este pueblo no hay, definitivamente, nada bueno. Todo es barro. Me sonríe con esfuerzo al reconocerme. Quizá no deseaba que descubriera su escondite. Me lanzo con avidez sobre ella, pero me aparta con furia. Su actitud me descontrola. Ella comprende mi turbación y se me cuelga de los hombros. Y llora.

La conduzco a su pieza y de un tirón dejo sus senos desnudos. Pero Rosalía los cubre de inmediato y me grita que me vaya. «Me odia», pienso. Miro sus ojeras y sorprendo recónditas fatigas. Termina revelándome –como si pudiera creerse en el amor de las prostitutas– que me quiere, pero no se acostará conmigo.

–Estoy enferma y no deseo contagiarlo –dice.

Sus palabras quedan moviéndose en el aire. Y me reprocha, con rabia, mi estupidez del otro día. Estos soldados son unos cerdos que todo lo infestan. Me explica que acaba de iniciarse en el oficio.

–Lo hice por necesidad –enfatiza.

Me pide que no la considere una ramera cualquiera y, para demostrarlo o quizá para dignificarse ante mí, me conduce hasta la cuna de su hijo. La criatura me mira, medio atontada, con ojos enrojecidos por la fiebre.

Alguien se apodera de Rosalía cuando la dejo libre. Me voy triste, pensando en la vida triste de las prostitutas. Creo que también tienen su moral. Algo ha sucedido en mi interior, pues deseo, por primera vez, que no corra tan rápido el mes que falta para el viaje. Y no sé si en realidad deseo irme, pues al fin y al cabo ya me acostumbré al barro.

La Patria, Revista Dominical, Manizales, 18-VI-1978.
Revista Pluma, Bogotá, marzo de 1982.

 

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A un amigo curioso

sábado, 15 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Distinguido paisano:

No podría, de ninguna manera, aplazar el envío de los trabajos que me ha solicitado usted, por tra­tarse de la actividad literaria que tan hondo se nos va pegando a quienes en verdad la sentimos, y tam­bién por ir destinados a un movimiento cultural —que ojalá cuaje— de mi departamento de Boyacá.

Podrá usted darse cuenta por este material de mis raíces en los predios quindianos, donde cumplo siete años alternados en la contemplación de la exuberancia cafetera, en el agobiante ajetreo de los nú­meros bancarios y, como escape y vocación irrenunciable, en los garrapateos literarios. Y si en una de las notas sobre mi novela Alborada en penumbra su autor me endosa el título de economista, protesto, y lo hago con firmeza, pues no soy ni nuevo ni viejo adepto de esa profesión que apenas me ha to­cado de refilón por menesteres de mi oficio circuns­tancial.

Llevo, con todo, más de veinte años metido entre cifras, encajes y sobresaltos —¡increíble y pe­noso batallar!—, y ha resultado vivificante haber sido capaz de dosificar el rigor de la faena en el re­manso de las letras, y no de las cere­moniosas de cambio, que por ventura también las entiendo, sino sobre todo de las regocijantes del espíritu.

Mi ausencia de Boyacá es larga. Quise que mi última novela tuviera allá alguna difusión, y así se lo solicité a la distinguida gobernadora, con la mala suerte de que el rubro estaba extinguido. ¡La clásica respuesta a la cultura en este país de letrados!

Cierta vez el gerente de una lotería me comunicó que la honorable junta —en minúscula— no adqui­ría ningún ejemplar de mi libro por resultar mal precedente en una región que tenía demasiados es­critores. Me lo dijo casi en secreto y descifré, sin mucha dificultad, que mal podía existir orgullo por­que la región produjera novelistas, poetas y cuentis­tas, si las expresiones culturales resultaban impota­bles para esta clase de mentalidades.

Usted, por fortuna, que ha leído algo mío y que desea conocerme mejor, se lanza a la tarea de res­catarme, para lo que necesita además mis datos biográficos. Dios se lo pague. Su curiosidad es sana y ojalá resulte creadora. Ahí le va, como botón fresco, mi reciente novela. No es necesario que me la pague.

Con estos perfiles ya tendría usted parte de mi biografía. Pero se la amplío con mucho gusto, aun­que lamentando que resulte muy modesta:

Nacido en Soatá el lo. de abril de 1936. Soy del signo Aries, o sea, bravo e impetuoso, tenaz y perse­verante como uno de esos cotos que se cultivan aba­jo de mi pueblo, en Capitanejo. Dice también el ho­róscopo que soy terco, malgeniado, emocional y rabiosamente independiente. Este Aries que ya no podré quitármelo de encima agrega, además, para bien de la humanidad, un espíritu creador, un carác­ter leal, ciertas condiciones de líder y alma romántica. Si alguna vez nos encontramos, como lo deseo, ojalá descubra usted esta última cualidad, que no siempre se me ve, y tampoco se la muestro a todo el mundo.

Pero sigamos.

Casado, y bien casado. Mi mujer es maravillosa y, sin duda, la inteligencia más lúcida del universo al haber sabido administrarme, que es mucho decir. Lleva muy bien la batuta, lo que no es poca cosa, porque también rezan los oráculos que los Aries, que algo tenemos de guerreros, no agachamos fácil­mente la cabeza, aunque por otra parte somos los individuos más sumisos, más dóciles y angelicales cuando hallamos la horma precisa del zapato.

En el mundo, distinguido paisano, hay innumerables heroínas ocultas, y es esta la manera de hacerle ho­nor a quien en silencio pero muy próxima a mis sentimientos, costumbres y aficiones me ha ayudado a engrandecer el destino.

Tres hijos, y ni uno más. Soy discípulo de las admoniciones del doctor Alberto Lleras Camargo y mantengo un susto tremendo a la alegre irresponsabilidad. Por lógica, mi mujer es colabora­dora indispensable y también entusiasta prac­ticante de los métodos redentores del mundo. Esto pone de presente, una vez más, que existe un ajuste ideal.

¡Tres hijos, tres universos, tres galar­dones! Hijos del esfuerzo, de la alegría, del calor. No desperdiciamos una sola caloría y hemos sabido inyectar un amor rebosante.

Después de muchas vueltas, aquí me tiene de gerente de un banco. La plata bancaria tiene una par­ticularidad para quienes la miramos olímpicamente. Y es que por ser abundante, arisca y muy manosea­da, termina oliendo feo. Yo he visto montañas de billetes, muy encarrilados, muy serios, muy petu­lantes en los estantes de bóvedas ajenas, y me ha quedado la impresión de que son dineros oprimi­dos, que ni deslumbran ni seducen.

El Quindío ha premiado mis trasnochos con dos estímulos literarios: La Flor del Café, de Armenia, y Medalla Eduardo Arias Suárez, de Calarcá.

No tengo con qué pagar tanta generosidad. Uno de mis «críticos» comenta, sotto voce, que no tienen gracia esas condecoraciones porque a los gerentes de banco les sobran aduladores. ¡Vaya uno a saber si es envidioso, o si tiene razón! De todas mane­ras, mi afectuoso paisano, créame que no me marean los pergaminos, aunque son muchos los sudores pa­ra conseguirlos.

Lo realmente importante de estas condecoraciones es que me pusieron a trabajar du­ro y superarme todos los días. Los pergaminos son esquivos y muchos se estropean la vida tratando de obtenerlos.

No poseo títulos. Me incomoda, me irrita, me desquicia el mote de «doctor» que me acomodan algunos despistados, no sé si por ingenuidad, por adu­lación o por burla. Es la moda del momento y to­dos quieren ser doctores. Y si no lo son, se lo inven­tan. Los falsos títulos abundan como la mala hierba, porque el mundo es apergaminado. Somos dados al lustre externo, a la ampulosidad, a los convenciona­lismos.

Me explico: está bien que la gente estudie, y se supere, y se especialice, y consiga su máster, y vaya al exterior por su Ph.D. ¡Pero que sepa! Y que no salga de la universidad sin saber ortografía y cometiendo burradas.

Se necesitan cartones, pero con alma por dentro, es decir, con eruditos ¿Para qué los títulos ostentosos, pero vacíos? Si algo bus­co yo es un «don» bien atornillado.

Hoy las empresas solo reciben personas con dos o tres títulos, con especialización en el exterior, y ni siquiera es suficiente el máster, porque ya se in­ventaron el Ph.D. No siempre lo más importante es que se tengan o no aptitudes. Interesa más el aro­ma, el brillo externo, así la cabeza esté hueca. Hemos llegado al más deplorable estado de frivolidad, que al propio tiempo lo es de falsificación e incompe­tencia. ¡Y para qué hablar de los principios morales!

Bien está, entonces, que me refresque en la intimidad de mi vocación autodidacta. No hay me­jores maestros ni mejor universidad que los libros silenciosos y bien saboreados. En la augusta sole­dad de una biblioteca mucha gente se gradúa en secreto. Son cartones invisibles, verdaderos títulos que engrandecen a los hombres.

¿Que cómo hago para ser gerente de banco y escritor?, me pregunta usted. ¡Esfuerzo, disciplina! Y no agrego nada más, porque usted entiende el resto.

Mi primera novela, Destinos cruzados, que referenció en la revista Cultura, de Boyacá, el doc­tor Eduardo Torres Quintero, uno de los grandes maestros de mi vida, la aprecio mucho no por su mérito literario cuanto por haberla comenzado a escribir, y casi terminado, a la edad de 17 años, en Tunja.

Así, mi estimado paisano, entre broma y serio le he emborronado estas cuartillas que espero le su­ministren algunos perfiles de mi personalidad. Saque usted las deducciones que quiera. Yo detesto sumi­nistrar mi curriculum vitae, quizá porque es un acto presuntuoso. Resulta, además, un encarte para los que no tenemos mucho que mostrar.

Hay estu­diantes que me hacen el honor de presentar en sus colegios trabajos sobre mis obras y me solicitan la reseña biográfica. Paso las duras y las maduras ante el interrogatorio, que es casi invariable: que dónde hice los estudios primarios; que si gané medalla al graduarme de bachiller; que en qué diablos me doc­toré; que cuántas especializaciones tengo; que si domino las lenguas muertas; que si soy divorciado; que cuántos hijos naturales están escondidos; que si practico el amor libre; que si fumo marihua­na; que si soy melenudo y casposo; que si soy con­servador, liberal o camarada…  ¡La locura!

Son gajes del oficio. Yo gozo tomando del pelo a mis entrevistadores con cuanta mentira se me viene a la cabeza. Y esto de las mentiras no lo digo por usted, y debe creerme que le he hablado con la mayor sinceridad.

¡Hasta la vista, ilustre paisano!

La Patria, Revista Dominical, Manizales, 21-V-1978.
Revista Vía, año 7, edición 76, Nueva York, junio de 1987.

 

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Abusos inexplicables

sábado, 15 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El tráfico que se desplazaba hacia el sur de la ciudad por la carrera 19 comenzó de pronto a detenerse por­que la carrera 18 había sido utilizada para una compe­tencia ciclística. En Tres Esquinas la vía estaba taponada y pocos eran los vehículos que lo­graban continuar su itinerario hacia el Valle o La Tebai­da. La carrera 19 se habilitó, de un momento a otro, para ser usada hacia el norte y hacia el sur. Era un sábado, día de intenso tráfico, y los vehículos se acumulaban más y más sobre las cuadras que ha­bían quedado paralizadas.

Todo un montaje policivo, de sirenas, motos, empleados de radio y periodistas se había movilizado, bajo la tutela de las autoridades de Circulación y Trán­sito, para que el paso de los ciclistas no fuera intercep­tado por los vehículos. Entre tanto, los buses intermunicipales, los camiones y los automóviles permanecían atascados, y así lo estuvieron por espacio de dos horas, creando un verdadero caos.

Así se juega con la paciencia de la ciudadanía. Nadie se explica por qué suceden estas cosas. Fueron las propias autoridades las que se toma­ron la ciudad sin considerar los perjuicios que ocasionaban. La vía pública es patrimonio común que debe res­petarse. Cerrar unas calles o un tramo carreteable pa­ra que pasen los ciclistas es acto intolerable.

En cambio, los empleados de Circulación y Tránsito que vigilan las esquinas y son los encargados de que los vehículos se desplacen en orden, suelen ser arbitrarios en el ejercicio de su autoridad. Muchas veces se alejan del lugar donde más se les necesita, y otras carecen de coordinación para permitir la razonable circulación. Son expertos en gritar su autoridad. Se vuelven en ocasiones olímpicos con las damas y tolerantes con los infractores.

En días pasados dos de estos empleados penetraron a una cuadra privada donde una dama esta­ba explicándole a otra el funcionamiento del carro. El vehículo ni siquiera iba rodando. A uno de estos en­copetados agentes se le ocurrió reprobar el acto por no existir permiso de enseñanza. No valieron explicaciones ni súplicas. Uno de ellos se acomodó en el puesto trasero y el otro siguió en moto custodiando al carro infractor que, como se explica, estaba detenido en un lote privado. Buscaban hacerse importantes ante las damas, y como no lo consiguieron, dejaron detenido el carro en los patios de Circulación. ¿Es esto autoridad?

La autoridad debe ejercerse con prudencia y equilibrio. Hay que mirar el bien común. Lo mismo que no es lícito permitir los abusos de los demás, tampo­co lo es abusar del público.

La Patria, Manizales, 11-I-1981.

 

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Deshojando margaritas

sábado, 15 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El azaroso paso del tiempo nos descubre un nuevo año que esperamos de bienandanza. Ojalá, en efecto, sea de bienestar para todos los hogares. Se termina una jornada de angustias, tanto en la parte económica como en la parte social, y se llega a la otra ribera chapaleando entre las dificultades de un río tumultuoso, con la satisfacción, eso sí, de haber logrado superar los obstáculos.

Si el año 1980 fue un período difícil, haberlo vivido es un triunfo. Colombia atraviesa la prueba de una época conflictiva donde parece que el horizonte se estuviera oscureciendo a merced de los desaciertos. Andamos cami­no de la disolución porque hemos olvidado que para subsistir es necesario conservar la paz que todos los días dejamos escapar gracias a la insensatez.

Las grandes potencias se declaran la guerra, gue­rra silenciosa a veces, pero siempre obstinada y terca, que atenta contra la estabilidad mundial y crea frustración y desesperanza. Vivir no debe ser tan sólo vegetar, como las plantas y los seres inconscientes, sino un acto de fe y esperanza.

El año 1980 fue para los colombianos una etapa de escollos, de constante crisis, que deja el amargo sabor de la adversidad. Sometido el pueblo a serias limitaciones, con precios inalcanzables y la disminución aguda del salario, los presupuestos hogare­ños no resisten ya el impacto de las carestías y las especulaciones. Cuando ganarse la vida pasa a ser un desafío exagerado, el hombre mira con recelo y re­sentimiento el destino que se le presenta hostil y a veces demoledor.

A este horizonte sacudido por los rigores propios de la inflación que no se detiene, se agregan las injusticias sociales que en nuestra patria son más evidentes que en otros países y que agravan la vehemente insatisfacción popular que agobia al país. No puede aspirarse a la tranquilidad que se busca con tanta desazón cuando la gente no consigue oportunidades para vivir con decoro. Los salteadores del presupuesto terminan con las defensas na­cionales y no se detienen en sus obsesivos propósi­tos de enriquecimiento fácil.

Llega, en medio de signos tormentosos, el nuevo año. Año incierto, pero debemos ser optimistas. Hay que confiar en el futuro. Esperemos que en 1981 haya mayor raciocinio de los políticos y los gobernantes para disfrutar de días mejores.

No nos conformemos con deshojar margaritas, como viendo pasar el tiempo, sino asumamos con decisión y alegría la realidad de estar vivos y ser capaces de forjarnos una nueva esperanza. El destino es de reto, pero también de confianza en nuestras propias fuerzas.

La Patria, Manizales, 30-XII-1980.