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Las razones de Voltaire

domingo, 16 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

–¿Hay algo más respetable que una tradición antigua?

–La razón es más antigua.

(Voltaire, en Zadig)

*  *  *

Fue el escritor más ágil y valiente de su tiempo. Con su pluma, elemento de acción, mordaz y de­vastador, ayudó a tumbar la frívola y artificial corte de Francia y contribuyó a afianzar la libertad de una nación imbuida por el despotismo de la monarquía y la intransigencia religiosa. Espíritu inquieto y de fuerza inagotable, estaba armado de desconcertante don de supervivencia que le permitía sufrir, sin desmayos, cárceles y destierros. En ocasiones discurría entre monarcas y lisonjas, tentado por la pasión del mando y sus veleidades, para verse más tarde sometido a encierros penitenciarios, a huidas de la justicia y a escarnios implacables.

Lograba superar las adversidades, sin abando­nar su estilo demoledor y menos el ímpetu de sus lu­chas, y se crecía ante la opinión pública como un monstruo que amenazaba derrumbar aquella podero­sa maquinaria de privilegiados que mancillaban el sentimiento popular. Cuando era recluido en la Bastilla para reprimir su permanente actitud crítica, o eran quemados sus libros para evitar la propaga­ción de sus ideas, o se le desterraba para alejarlo del teatro de los acontecimientos, más se henchía su in­conformidad y arremetía entonces con mayor vehe­mencia contra la iniquidad y el absolutismo reinantes en Francia.

Una pluma peligrosa

Unas veces sus libros eran retirados de la circulación por orden del Gobierno y otras, prohibidos por la Iglesia. Sus cartas filosóficas, que obtuvieron éxito resonante, fueron condenados por el Parlamento de París y quemada la edición. Po­demos preguntarnos qué sería de la literatura y el pensamiento, y en general del mundo, si los regíme­nes dictatoriales, que tanto miedo tienen a los escri­tores por considerarlos su principal amenaza, logra­ran silenciarlos. El legado intelectual de Voltaire se salvó por fortuna de la voracidad de las llamas y del afán destructor de los soberanos de la época, y constituye hoy una de las conquistas más valiosas de la humanidad.

Contra los dos poderes desbordados de la Fran­cia frenética del siglo dieciocho, el trono y el altar, aquel hombre férreo e incisivo, que no se detenía en temores y que acaudillaba la insatisfacción de los dé­biles, disparó sin tregua y con buena puntería sus dardos venenosos. Era peligrosa su pluma, porque estaba empuñada por el escritor fieramente comba­tivo, por el pensador contumaz y desdeñoso, por el polemista genial. Sus mayores armas eran la agude­za, la mordacidad, el espíritu crítico, y contra ellas es muy difícil que nadie resista.

Fue el más brillante escritor del Siglo de las Luces y uno de los fenómenos más extra­ños que haya conocido el mundo. Los intelectuales lo proclamaron como director de la Academia Francesa a su regreso triunfal al país, entre vítores y desagra­vios, después de uno de sus destierros. Su casa de Ferney, donde pasó sus últimos años, fue el lugar de cita de los grandes literatos de Europa.

El genio burlón

Pocos, como él, han provocado tal cantidad de sentimientos y han dado lugar a tantas apasionadas controversias. Este «déspota ilustrado», como lo define uno de sus biógrafos, poseía una inteligencia superior, capaz de transformar cuanto estuviera a su alcance. Todo lo dominaba: la poesía, la filosofía, la literatura. Y  además, el alto mundo, ya que no ignoraba los perfumes y las intrigas de los sa­lones palaciegos y sabía desenvolverse en ellos con destreza. Los círculos influyentes unas veces lo hala­gaban y otras lo rechazaban. Era, sin duda, un temor respetuoso.

Su maliciosa sonrisa, que se esparcía en el am­biente como sustancia corrosiva, la administraba a conciencia para aplastar al adversario o por lo menos prevenirlo contra sus efectos. Houdon, el magistral escultor que supo captar la expresión de célebres figuras de la época, ejecutó para la posteridad la exacta ironía de este Voltaire de mirada fogosa y penetrante, enjuiciador desde su fortaleza espiritual de los desvíos de su generación.

Este genio burlón hizo del sarcas­mo arma contundente con la que ganaba batallas y purificaba las costumbres. Con su obra contribuyó a desalojar los vicios del sistema opresor, y si no vivió la Revolución Francesa en su pleno desa­rrollo, sucedida once años después de su muerte, fue su precursor más señalado.

La vida de Voltaire, apasionada y apasionante, se ha estudiado y siempre se estudiará con intenso interés. Su presencia en el mundo determina hondas reflexiones. No es el diablo anticlerical que quisie­ron mostrarnos en otros tiempos más prevenidos, y que incluso puede todavía subsistir en mentes ligeras, sino el crítico audaz y temible del fanatismo religioso. Era creyente, pero se oponía a la intolerancia religiosa. No sólo de su Iglesia, la católica, sino de todas las religiones.

Su poder: la razón

Había estudiado en un colegio de jesuitas, que abandonó al darse cuenta de que carecía de vo­cación clerical. Tampoco la tenía para las leyes, co­mo lo buscaba su padre. Prefería ser escritor. Desde temprana edad ensayó sus primeros trabajos litera­rios y bien pronto conquistó celebridad. Sus poesías y obras teatrales le abrieron las puertas de París, puertas que nunca se cerraron, ni siquiera en los períodos de sus destierros, cuando, con mayor insistencia, el pueblo reclamaba su regreso. De los je­suitas, a los que fustigó en duras páginas, aprendió a ser astuto. Con Cándido satirizó el optimismo de Leibniz.

Se rebeló contra lo que se opusiera a la ley natu­ral y de ahí se deriva toda su inconformidad. Lo mis­mo que no comulgaba con los gustos de los jesuitas, rechazaba el derroche de la corte y los desmanes de los reyes y sus ministros. En la razón y en la natura­leza apoyó todas sus tesis filosóficas y mantuvo su fe encendida en la supervivencia del planeta mediante las luces del hombre culto y virtuoso. Confiaba en los sistemas prácticos, desprovistos de misterios sobrenaturales, como camino seguro para hallar la ver­dad, y rechazaba las fórmulas metafísicas y arcaicas. Su moral es elemental. No era lógico para él sino el hombre pensante que supiera guiarse por la razón.

«Todos los hombres están de acuerdo con la ver­dad si ésta es demostrable, pero tratándose de ver­dades oscuras, se hallan muy divididos», es la sen­tencia que pone en boca de uno de sus personajes. Esta posición no rechazaba la fe del espíritu que bus­ca apoyarse en un principio divino, «necesario, eter­no, supremo, inteligente».

Voltaire, que también tuvo miserias humanas, que practicó amores incestuosos y fue soberbio y am­bicioso, es primero que todo un genio de la humanidad. No estaría completo el hombre si no tuviera debilidades. La Iglesia, con la que nunca se reconcilió, le negó se­pultura eclesiástica. Pero su sobrino Mignot, titular de la abadía de Schéleres, lo inhumó contrariando la orden de sus superiores.

Años más tarde, la Revolu­ción, ejerciendo una justicia indudable, trasladó sus restos al Panteón de París, donde el mundo entero se inclina ante un genio  excepcional.

El Colombiano, Medellín, 21-XI-1982.
Revista Nivel, Ciudad de Méjico, febrero de 1987.

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