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El lobo de Gubbio

domingo, 30 de octubre de 2011

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

La gente se pregunta, desconcer­tada, cuándo terminará esta subversión voraz que mantiene en vilo la vida de los colombianos. En alguna forma, el pueblo se ha acostumbrado a que todos los días las páginas de los periódicos registren la masacre permanente de compatrio­tas a lo largo y ancho del país, lo mismo en la remota vereda que en la luz plena de las ciudades, como la garra inequívoca de la peor violencia que haya sufrido Colombia.

Hay cierto hábito morboso en esto de escudriñar las noticias para cercio­rarse, con aire de revancha, de que si cayeron sacrificados diez agentes del orden, se cobraron veinte o treinta vidas de los revoltosos.

O viceversa, cuando es el facine­roso el que va detrás de la noticia. En esta caldera de la muerte, co­cinada a fuego lento por los odios atávicos de la sociedad de caníba­les, está representada la peor en­traña de la raza de Caín.

El mapa de Colombia vive man­chado de sangre. La sangre destila de las arterias como el testimonio atroz de que somos carniceros profesio­nales, y también brota del corazón como el reflejo del país que aprendió a odiar hasta la saciedad.

El lobo de Gubbio, que algún día alcanzó a apaciguarse, está otra vez enfurecido. Ha vuelto a sus viejas andanzas al ver que «en todas las ca­sas estaban la envidia, la saña, la ira, y en todos los rostros ardían las brasas de odio, de lujuria, de infamia y mentira. Hermanos a hermanos hacían la guerra, perdían los débiles, ganaban los malos»…

Hoy son los campos de la noble geografía del Cauca arrasados por las hordas de la sedición. Ayer co­marca tranquila y feraz, se ha con­vertido en territorio de devastación. El Valle del Cauca, Huila, Tolima, Quindío, Santander, Caquetá…  nada se escapa en estas invasiones de los revoltosos. Donde para ellos haya algo positivo, hay que derrumbarlo.

No importa terminar con las co­sechas y con los músculos del trabajo, con tal de vomitar el rencor que emana de las bestias. Es preciso sembrar el caos en el agro, en la urbe y en las conciencias. A base de cuotas para el sostenimiento de la guerrilla, que los terratenientes no pueden rehuir, crece este mercado mons­truoso de la inseguridad. La ley del boleteo, del chantaje, del despojo sistemático, mantiene amedrentados a los habitantes del campo y en progresivo retroceso la producción nacional.

El Ejército y la Policía se movilizan en todas las direcciones tratando de impedir que se diezmen nuevas co­munidades campesinas y que explo­ten nuevas asonadas en los centros. Pero la revuelta no cesa y todos los días avanza más. Se nota el vigoroso impulso del Gobierno para reprimir el delito, y los ciudadanos alzan su voz de protesta por tanta sangre de­rramada, y las viudas y los huérfanos sollozan por las heridas de sus ca­lamidades. Sin embargo, la guerra continúa, sorda, salvaje, colérica… ¿Hacia dónde vamos?

¡No más sangre, no más depreda­ción! ¡Que cesen los odios, que se domine el caos, que se calme el lobo!

Es el clamor de esta nación que navega perpleja en medio de este mar de adversidades. Cuando los pueblos llegan a tales extremos van camino de la disolución. Después llegará la anarquía. Comenzará el Apocalipsis. Al borde del precipicio, como estamos, todavía es posible detener la caída fatal.

Dios, que parece habernos olvi­dado, nos dé la última mano. De lo contrario,  nos tragará el lobo de Gubbio.

El Espectador, Bogotá, 10-II-1986.

 

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