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La conocí entre sueños

lunes, 31 de octubre de 2011

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

No sé cómo los demás han tenido la primera visión de su madre. Es difícil definir el momento en que la nueva criatura, ese ser medio irreal que apenas se mueve por instintos, toma el contacto inicial con la vida. Y encontrarse con la existencia ha de ser, como en mi caso, el vago sonido de caricias y susurros que hace grata la atmós­fera pero no nos permite ser todavía conscientes. Acaso ese efluvio de besos y halagos, tan amorosamente dispensado y tan extrañamente recibido, se queda para siempre arrull­ando el alma de quien más tarde, hecho realidad y dolor, deseará muchas veces regresar a ser niño.

Cuando abrí los ojos del entendi­miento al primer soplo fresco de la naturaleza, percibí, como nadando entre gasas de finísima blancura, la figura magnética de un ángel dis­pensador de bondades. Ángel que no puede andar sino en los espacios etéreos. Tal vez mi madre me dijera en esos instantes: ¡Duérmete, mi niño; duérmete, mi Dios….! Las madres del mundo entero consideran a su hijo la viva personalización de Dios. Y no están equivocadas.

En ese ser minúsculo, que primero fue amor para luego volverse milagro, está plasmado el mayor prodigio divino. No hay, y nunca habrá, fe­nómeno más asombroso que el de crearse vida en el cuerpo elemental de la mujer. Si no existiera esa fórmula inescrutable, el mundo ha­bría desaparecido.

La madre, no importan sus con­diciones sociales o económicas, es el credo supremo que tiene el individuo. Creyendo en la madre se cree en Dios. Podrá ser pobre y humilde, pero superior a ella, incluso en las altas dignidades, las solemnes eru­diciones o las falaces opulencias, nada se conoce. Marco Fidel Suárez se enorgullecía, siendo presidente de Colombia, en proclamarse hijo de una lavandera. Negar a la madre es ne­garse a sí mismo. Enaltecerla, es defender la existencia y afirmar el carácter.

Siempre en la cuna recibimos un estigma. Ese niño que entre balbu­ceos y lloros apenas se nota dentro de su mundo frágil, ya ha quedado marcado para el resto de sus días. Será imposible que rompa, de ahí en adelante, y por más poderoso que llegare a ser, los lazos de su estirpe. Hay quienes en las cumbres de la fama o de las prósperas posiciones se avergüenzan, por soberbios, de su linaje.

El peor lastre camina con ellos y no es raro hallar en esos desertores de la sangre los ejemplos más evidentes del infortunio y el desarraigo.

Lo mismo que la conocí entre sueños, su figura ha seguido presente en este gran sueño que es la vida. Ella inyectó en mis venas jugos de rosales y raíces de montañas. Me puso calor en la sangre y horizontes en los ojos. Un lucero me colocó en el alma, y con él aprendí a soñar y a ser escritor. No me dio ni riquezas, ni oropeles, ni espejismos; y me enseñó, en cambio, a buscar el verdadero sentido de los dones materiales y a descubrir la sinceridad de la gente. Me hizo dis­tinguir el dinero sano del dinero que envilece y así conquisté la elegancia del decoro. De esta manera inculcó entre sus seis hijos los caminos de la virtud.

Hoy contemplo a mi madre —todos la contemplamos— en sus ochenta años ejemplares, de nieves y re­cuerdos, como una sombra benigna, como un talismán protector. Y es maravilloso verla bella y sutil, gar­bosa y señorial, como en sus mejores tiempos de la gracia femenina. Son ochenta años de plenas experiencias y forjados por luchas y satisfaccio­nes, que han levantado un templo a la dignidad de vivir.

Sus ojos se han reducido, de tanto mirar la vida, pero para ser más serenos y bondadosos. Sus arrugas y sus canas son, por lo bien vividas, los surcos y las perlas de rocío que nutren un atardecer esplendoroso. Es ella, la dama de mi ensueño, como el río de ternura que avanza sereno para permitirnos ver la claridad.

El Espectador, Bogotá, 25-X-1986.

 

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