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Archivo para lunes, 12 de diciembre de 2011

La soledad de Juan Martín

lunes, 12 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Nadie puede dudar de la recti­tud de Juan Martín Caicedo Ferrer en su vida pública y privada. Es posible que se haya equivocado en algunos actos de su gestión como Alcalde de Bogotá, pero no se le puede imputar aprovecha­miento del erario, como sí ocurrió con la mayoría de los concejales, que fueron a la cárcel y de allí regresaron a los pocos días al devolver los auxilios oficiales que habían quedado en su bolsillo.

A Caicedo Ferrer se le cobra el hecho de haber sancionado el acuer­do en virtud del cual los concejales distribuyeron para su propio bene­ficio, con aparentes fines sociales, una jugosa partida del presupuesto distrital. Ha sido esa la firma más dolorosa de su vida, y la estampó, aunque quede difícil creerlo, por amor a Bogotá.

En efecto, por hacerle concesiones a la clase política, que no quería dejarlo gobernar, terminó en la cárcel. De lo contrario le empan­tanan los ambiciosos proyectos que llevaba en marcha, como el de la avenida 30, hoy frenada al desembo­car a la avenida 19, y que reclama con urgencia un puente elevado sobre la calle 100 para que la obra cumpla su finalidad de vía rápida.

Los ediles, al lavarse las manos como Poncio Pilato, salen de las rejas. Y el exalcalde, que no tiene las manos sucias y por lo tanto no dispone de dineros mal habidos para devolver, permanece detenido como chivo ex­piatorio. ¿Alguien entenderá seme­jante exabrupto? Se anuncia que en los próximos días será liberado de su cautiverio –junto con los exsecreta­rios de Hacienda Marcela Airó de Jaramillo y Luis Ignacio Betancur, otros chivos expiatorios–, y entre tanto ha caído un año de oprobio sobre el alma de los justos, mientras los verdaderos culpables alardean de gente honorable.

Con estos golpes judiciales de sen­sación pretende mostrarse las bonda­des de la nueva Constitución. «Esta­mos –dice Caicedo– en una situación en que la conducta formal, aquella que carece de motivación criminal, es investigada a fondo mientras que el delito real goza de impunidad. Tras haber escrutado todos y cada uno de mis actos sin que se sepa de qué se me acusa, sigo preso y sub júdice, y por supuesto no tengo ningún prontua­rio que responder».

A Caicedo Ferrer lo dejaron solo. Sus propios amigos y quienes más se beneficiaron de su administración, para no hablar de los 600.000 bogo­tanos que votaron por él, lo han olvidado. Habría que exclamar, parodiando al poeta: ¡Qué solos se quedan los presos! La fuerza aislante de las rejas conduce a las soledades del poder. A las soledades de la vida. Es entonces cuando el hombre de Estado, hundido en íntimas afliccio­nes, se duele de la ingratitud humana sobre las cenizas de la fama.

De haber continuado en la activi­dad privada, donde cumplió impor­tantes realizaciones, otra hubiera si­do su suerte. Allí lo esperaban superiores destinos. Pero por ser líder nacional, aceptó el compromi­so de la vida pública. Llegó al Ministe­rio de Trabajo y desarrolló, en sólo siete meses, la labor que no habían cumplido en muchos años todos los ministros del ramo. A esta dependen­cia que se mantenía en crisis perma­nente le imprimió el dinamismo de la empresa privada. Con la ley 71 de 1988 –que en virtud de su propia autoría pasó a llamarse la Ley Caicedo– se dio un salto gigante en materia social, como respuesta a las angus­tias de los pensionados, de los que nadie se acordaba.

*

Su Alcaldía, controvertida por ha­berse salido de los linderos comunes, acometió obras de alcance futu­rista. Esto no se ve muy claro en el momento, dentro del fragor de las pasiones públicas. Con criterio geren­cial se propuso ejecutar proyectos de envergadura, cometiendo algunas al­caldadas para poder superar tantas ataduras que no dejan progresar al país.

Grave error dentro de las ficcio­nes del poder, ya que de lo que más carece la administración pública es de gerentes, y a todos los redentores de la historia se les ha cobrado siempre su osadía. Pero obsérvese bien esto: por no manejarse hoy Bogotá con sentido gerencial, la ciu­dad está destruida. Caicedo Ferrer se equivocó en la elección de varios de sus funcionarios, y además la politiquería circundante pretendía man­tenerlo maniatado.

Si cuando salga publicada esta nota el exalcalde respira ya los aires de la libertad, que sean bienvenidos, él y sus exsecretarios, a esta pacata sociedad, enredada por los jueces torpes, que pone a purgar justos por pecadores. Esta es Colombia: país de leyes, de yerros y resignaciones.

El Espectador, Bogotá, 27-IV-1993.

 

 

 

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Soatá

lunes, 12 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

En el viaje a Boyacá tras las cenizas de Eduardo Caba­llero Calderón, que quedaron sepultadas en la capilla de la hacienda de Tipacoque, me detuve en Soatá, la Ciudad del Dátil,  y allí pasé la Semana Santa. Regresar a la patria chica es  como volver a encontrarse con uno mismo, con los recuerdos de la infancia y con los personajes que hacen la historia de los pueblos.

Uno de esos personajes, Laura Victoria, que en la década del 30 estremeció la vena romántica del país con su fina poesía erótica, vive en Méjico hace más de 50 años. Visité la casa de la cultura que lleva su nombre y en manos de su directora dejé una colección de libros para incrementar el patrimonio de la entidad, a la que acuden todos los días numerosos estudiantes en busca de ilustración. Supe por la directora que una de sus inquietudes es fomentar la representación de obras teatrales, y por eso se mostró interesada en localizar libros de ese género entre los que doné para mi pueblo.

En conversación con el alcalde, ingeniero agrónomo Humberto Báez Vega, me enteré de los programas que viene acometiendo su administra­ción. Uno de ellos es la pavimentación de vías, si bien los recursos son cada vez más escasos dentro de las cifras de un presupuesto precario. Eso les sucede, en general, a todas las regio­nes del país. Por eso es preciso acudir a Findeter, la única entidad que puede financiar a largo plazo obras de desarrollo municipal.

Uno de los progresos que muestra Soatá en los últimos años es el de su plaza de mercado, que vino a sustituir la improvisada en el par­que principal, el que se veía deterio­rado por el desaseo y el revoltijo que suponen los mercados públicos. Hoy la plaza principal es un hermoso sitio arborizado, al que se le dispensa atención permanente. Lo único la­mentable es que allí haya dejado la administración anterior un Bolívar tan desfigurado que no es Bolívar Una pregunta: ¿Por qué en ningún sitio de la población se ha erigido un bronce de Carlos Calderón Reyes, hijo destacado de la población y figura ilustre del país a finales del siglo pasado?

El alcalde Báez se preocupa, ade­más, por el mantenimiento y conser­vación de los caminos veredales y la instalación de canchas deportivas en los campos. Fundó un interesante medio de comunicación con la comu­nidad para dar cuenta de sus proyec­tos y realizaciones. Me comenta que el sentido de La Chiva –como se llama el periódico municipal– es el de la movilidad y la acción constante en busca de información y soluciones para el municipio apremiado por múltiples necesidades. Mientras la voluntad de servicio del alcalde es excelente, la mayoría de los concejales, según lo escuché en diferentes versiones, no le prestan la colaboración necesaria para hacer progresar a Soatá. En lugar de impulsar el desarrollo como abanderados del pueblo, lo frenan.

La Semana Santa en Soatá con­serva, y ojalá no se deje perder, el brillo de viejas épocas. Las proce­siones son un espectáculo de fervor y arte religiosos, con el desfile de las imágenes santas (los llamados pasos) por las calles de la población, bajo la armonía de las bandas y el desfile marcial de los estudiantes. Otro día marchan los niños con pintorescas imágenes en miniatura, y se visten de ángeles, de papas y pastores para celebrar su propia Semana Santa. Cuadro en verdad fascinante.

Y no podían faltar los exquisitos manjares de que es tan generosa mi tierra, ni el suculento cabrito que se prepara en Puente Pinzón. Los dátiles, las toronjas y los limones dulces, los masaticos y la gran variedad de golosinas que hacen tan grata la estadía en Soatá, nos prodigaron días santos y azucarados. Ahora, de regre­so a la capital del estrépito, se extraña la quietud apacible de aquellos con­tornos bucólicos.

El Espectador, Bogotá, 23-IV-1993.

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¡Terror!

lunes, 12 de diciembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Desde Armenia, hoy 15 de abril, acaba de llamarme Ernesto Acero Cadena a averiguar por mi suerte, y desde luego la de mi familia, tras el estallido de los cien kilos de dinamita que estremecieron este sector del norte de Bogotá, sembrando ruinas y mortandad. Agradezco, ante todo, la preocupación del amigo que así se hace presente ante la eventualidad de una desgracia que a todos nos puede alcanzar en esta hora de salvajismo que azota a Colombia.

A pocos días de establecer mi nueva residencia en el barrio Chicó, a pocas cuadras del lugar donde estalló el carrobomba, la capital retumba otra vez con llamaradas destructoras. A mi cuarto de estudio, situado al frente de hermosa avenida, llegó el eco de la explosión (que en el momento de escribir esta nota ha segado la vida de diez víctimas inocentes) y me perturbó toda la tarde que iba a dedicar a mis lecturas y mis escritos.

La voz de Juan Gossaín, serena y perpleja, narra la proporción de la tragedia con datos escalofriantes que mueven al terror. En los alrededores no cesa el ruido estremecedor de las sirenas y las ambulancias, mientras la radio da cuenta de las muertes que aumentan a medida que corren los minutos, y de los enormes destrozos causados en residencia y comercios.

¿Será posible mayor sadismo? ¿Hasta cuándo continuará esta arremetida salvaje sacrificando la vida de los inocentes? Ya no cabe más ferocidad en el alma de los asesinos. Las autoridades, entre tanto, se muestran impotentes para frenar tanta sevicia y tanto atropello. Pero hay que seguir viviendo, con coraje, frente a la amenaza de cada día.

Tenemos que saborear otra Colombia, que no sea esta patria amarga que hoy nos ofrecen los malhechores. La solidaridad ciudadana, que crece sobre la muerte de los justos, podrá más que la incapacidad de políticos y gobernantes. No podemos matar la esperanza.

La Crónica del Quindío, Bogotá, 24-IV-1993.

 

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Adiós al maestro

lunes, 12 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Vuelto ya ceniza, Eduardo Caballero Calderón hizo el último viaje de Bogotá a Tipacoque por la carretera que tan­tas veces transitó en vida. Esa carretera, sufrida como las penas eternas, no alcanzó a llegar pavi­mentada hasta su terruño. Faltan treinta kilómetros desde la salida de Susacón (y ha transcurrido un siglo construyéndola). Por consiguiente, Soatá, mi pueblo, continúa también sepultado en el polvo de la desidia oficial. Levantaron la maquinaria porque se acabó la plata. ¿Sorpren­derá esto a alguien? Así caminan en el país las obras públicas: a paso de mula, a ritmo de tortura.

Caballero Calderón pidió que lo enterraran en la capilla de la ha­cienda. Deseaba volver a la tierra que él inmortalizó con su pluma maestra. Alrededor de treinta libros entran a fecundar el mito que en adelante crecerá con más fuerza desde que su creador, tam­bién convertido en tierra, no volverá a salir de su territorio sentimental. A Tipacoque lo rodea la grandeza del paisaje. Has­ta en la aridez de los campos, carcomidos por las siembras de tabaco, se encuentra poesía. Los farallones parecen centinelas impe­nitentes que vigilan el encanto de la naturaleza. Y allí reposará, y vivirá para siempre, el alma del escritor.

A la entrada del pueblo lo espera­ban sus paisanos, vestidos de luto y alegría. Son dos conceptos que en este caso no se oponen. Sentían pena por la muerte del patrono, y al mismo tiempo alborozo por rescatarlo de la lejanía bogotana. Hacía dos años no regresaba a sus lares. Desde entonces, a Caballero Calderón se le marchitaba todos los días la ilusión del retorno. Tal vez sabía que no iba a volver con sus piernas maltrechas, sino con el espíritu. La decrepitud del cuer­po, y sobre todo la soledad y el cansancio de vivir, apuraron la hora final.

Sus cenizas, entre cánticos reli­giosos y aires colombianos, como él lo había pedido, recibieron cristiana sepultura en medio de la multitud de tipacoques que desfiló conmovi­da ante la urna y depositó los claveles blancos, frutos de la tierra, con que marchaba desde la entrada del pueblo. Entre pañuelos blancos, otro símbolo de aquel acto simple y grandioso, se le tributó el último adiós. Y por los cielos de Tipacoque, transparentes como el alma campe­sina cantada en sus libros, el maes­tro –humorístico y cariñoso, como yo lo había visto dos meses atrás– penetró sereno en la inmortalidad.

Tras su muerte, es preciso con­servar su casa Santillana en Tibasosa, adquirida por el municipio para un centro de cultura, y que hoy se halla abandonada. Ojalá el doc­tor Belisario Betancur, presidente de la Fundación Santillana, impulse allí un museo para honrar la memoria del ilustre caballero de las letras. La hacienda de Tipacoque, declarada monumento nacional, y que hoy amenaza ruinas, reclama reparaciones urgentes. Que se aper­sone de ello el Gobierno Nacional.

El Espectador, Bogotá, 19-IV-1993.

 

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Verdugos públicos

lunes, 12 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

A medida que crecen las ciu­dades, más se deshumani­zan. En Bogotá todo es caóti­co y torturante. Hasta la diligencia más sencilla se vuelve tortuosa, y para cumplirla se necesita capacidad de mártir. Si se carece de ella, la gente se ahoga en este mar de dificultades que hacen de la vida cotidiana un calvario. El sentido de servicio desa­pareció de los despachos públicos. Imperan, en cambio, la indolencia y la descortesía. Los burócratas, a todo nivel, mantienen destrozada la pa­ciencia ciudadana.

Veamos lo que le ocurrirá a usted en la compra o la venta de un inmueble, sobre el que debe además constituir o cancelar una hipoteca. Comencemos por lo último. Por el Banco Central Hipotecario, por ejem­plo. Los bancos oficiales, que debie­ran ser los más eficientes, son los que más dificultades ofrecen. Después de pagado el saldo de la deuda, levantar el gravamen implica la mortificación de las vueltas y revueltas –entre avalúos, estudio de títulos, conceptos de abogados, venias a los funciona­rios y esperas eternas en todos los despachos–, hasta introducir el nego­cio en la notaría. En el Banco Central Hipotecario, cuya característica prin­cipal es la lentitud, diligencias de esta índole se vuelven angustiosas.

Recibido el negocio en la notaría, vendrá el trámite de elaborar la escri­tura, hacerla firmar del banco, si hay hipoteca de por medio, y luego citar al cliente para el acto final en estas oficinas colmadas a toda hora de público y sofocos. Luego usted toma­rá el documento para pagar los im­puestos, antes de solici­tar el registro.

Nadie entiende, pero tiene que tolerar con absoluta resig­nación el caos que se forma ante las ventanillas de la Beneficencia y la Tesorería para pagar, en dinero efec­tivo y con peligro de los raponeros0, los mayores tributos de estas operacio­nes. El bolsillo se resiente en cada etapa del calvario, y en lugar de recibir amabilidad por el sacrificio que usted hace para atender la burocra­cia, encontrará por doquier indife­rencia y malos tratos.

La Oficina de Registro, sectorizada en tres lugares de la ciudad, parece un mercado persa. Allí luchará usted a brazo partido para abrirse campo en medio de colas desesperantes. Cuando logra coronar la meta, para lo que debe emplear todo el período de la mañana o de la tarde, le dirán que el negocio quedará registrado en los diez días siguientes. Volverá una y otra vez y siempre le expresarán lo mismo: aún no ha regresado la escri­tura a ventanilla.

Ármese, pues, de paciencia, a fin de seguir en esta lucha sin cuartel para obtener algún día la legalización del documento. Los diez días se convierten en un mes, en dos, y muchas veces hay que hacer verdaderas acrobacias para rescatar­lo de estos vericuetos de la ineficiencia.

En definitiva, el país anda como va porque no hay capacidad de servicio. Hemos llegado al peor grado de la burocratización. Todo se ha tornado engorroso, desabrido, hostil. Al ciu­dadano se le trata a las patadas. Presencié el gesto absurdo de un doctor Castro, verdadero dictador en su escritorio, que se negaba a atender al usuario porque debía concurrir a una cita médica. Y así se enfrentaba, entre densas tufaradas de despotis­mo, con signos evidentes del trasno­cho etílico de la noche anterior, a su víctima de turno: «Si gasto tiempo en usted, yo soy el perjudicado. ¿O prefiere que me muera?».

*

Me acordé entonces de Peter, cuyo nivel de la incompetencia está exten­dido por todos los rincones de la administración. Los jefes olímpicos, entre tanto, viven escondidos en sus salones dorados, ausentes de las angustias del pueblo. El cual, como ironía, es el que sostiene sus jugosas posiciones.

El Espectador, Bogotá, 14-IV-1993.

 

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