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Atentados contra las aguas y los bosques

miércoles, 14 de diciembre de 2011

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

El país no ha tomado con­ciencia de lo que significa la lenta agonía del agua, los árboles y los bosques a lo largo y ancho de nuestra maltratada geografía. La tala permanente de árbo­les le quita defensas al suelo y disminuye en los campos las fuentes que permiten la prosperidad de la agricultura y, por lo tanto, la subsistencia de miles de familias. La tierra, sometida a este progresivo proceso de deforestación, a la larga se torna reseca e inútil. A pesar de la acción vigilante del Inderena, los destrozos son incalculables.

He tenido oportunidad de conocer el caso de un fundo en la vereda de San Antonio (municipio de La Vega), cuyo dueño derribó una fanegada de árboles  sembrados en una pendiente, hasta la orilla del río Gualivá, quedando ésta desprotegida de toda vegetación. Al dueño de la finca le ordena el Inderena efectuar la pronta reforestación de la parte afectada para prevenir erosiones futuras y taponamiento del río. Pero el mal ya está hecho. Es preciso tener en cuenta que remplazar un bosque se lleva por lo menos 50 años.

La mayoría de nuestros ríos están en camino de desaparecer, víctimas de la contaminación. El río Bogotá es la mayor cloaca del país y del mundo. En el Valle de Tenza agonizan todas sus aguas fluviales. Neiva deja morir al río las Ceibas, que surte de agua a la ciudad. En la capital del país, el río Juan Amarillo recibe los desechos de más de un millón de habi­tantes del norte de la ciudad, y camina como un paria en medio de lodazales desesperantes que luego entrega al río Bogotá, y éste al Magdalena.

Similar es la suerte de nuestras lagunas. La de Tota baja de nivel por la succión de agua que hacen los cebolleros a la vista de todo el mundo. La de Fúquene está a punto de expirar. La de Palacio ya casi está borrada, y lo mismo sucede con la de Cucunubá. El panorama es desolador.

El ecosistema ya no resis­te más atropellos.

Estamos envene­nando nuestra mayor riqueza. Hay que formar conciencia ecológica. Y meditar en la conveniencia de crear el Ministerio del Medio Ambiente. La muerte de las aguas y los bosques equivale a la propia destrucción del hombre. Por algo Eduardo Caballero Calderón, gran defensor de la natu­raleza, proclama en sus libros sobre Tipacoque su pasión por el agua.

EN PLENO BOGOTA.– Con motivo del desembotellamiento que piensa dársele a la avenida 30 en su llegada al barrio Chicó Norte, se anuncia la construcción de una vía en la calle 94, paralela a los rieles del ferrocarril, para unir la avenida 19 con la carrera 15. Esto supone la perforación de un bosque centena­rio, con el consiguiente sacrificio de árboles. Es decir, la marcha de la civilización puede privar a este bello recinto capitalino de uno de sus mayores encantos.

Viene a colación la expresiva carta recibida de doña Helena Londoño sobre la caída de un árbol en una transitada avenida la ciudad, frente a mi cuarto de estudio, y que el director de la CAR tuvo la gentileza de sustituirme:

«Quiero a los árboles tanto como veo que usted los quiere y siento por ellos lo que también siente usted: que son seres vivos, y que los debemos respetar. Hace alrededor de 25 años, cuando se construyó la calle 100, se sembraron muchos arbolitos, urapanes; unos años más tarde, otros muchos, pinos, que rociábamos con mis hijos pequeños y protegíamos de las ovejas y vacas que en esa época pastaban por estos lados. Estos árboles crecieron y son hoy una riqueza para la avenida; le dan al sector oxígeno, belleza y vida.

«Usted corrió con suerte: le van a sembrar su arbolito. ¿A mí quién me va a remplazar los árboles que veo desde mi alcoba y que van a caer uno a uno hasta contar más de cien para dar paso a un puente, que ni siquiera va a solucionar verdaderamente el problema del tráfico?”.

Vea usted esta ironía, doña Helena: primero siembran árboles y después los arrancan. Ahora es todo un bosque el que se encuentra en peligro. Si la vía en proyecto tiene que abrirse campo, ojalá respete el mayor número de árboles. Y que más tarde no lloremos, como Rafael Alberti, La arboleda perdida.

El Espectador, Bogotá, 21-IX-1993

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