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Gabriel Betancourt Mejía

domingo, 29 de enero de 2012

Por: Gustavo Páez Escobar

En su libro La rabia en el corazón, Íngrid Betancourt recoge las siguientes  palabras de su padre, el exministro y exdiplomático Gabriel Betancourt Mejía, pronunciadas al final de su vida: «Cuando escucho a papá decirme: ‘Ahora ya no me presentan como el ministro, sino como el papá de Íngrid’, siento su orgullo de papá, claro, pero siento sobre todo la fuerza de un hombre que a los 83 años sigue creyendo en su país».

Protagonistas los dos de notables sucesos de la vida nacional, conocieron a Colombia desde diferentes ángulos –él, más creador de empresas; ella, más combativa– y coincidieron en su firme vocación por las causas sociales.

Íngrid, mujer valerosa y retadora de peligros, fue secuestrada por las Farc el pasado 23 de febrero y no logró, a pesar del clamor escuchado en toda Colombia y en diferentes sitios del mundo, obtener la libertad para asistir a los funerales de su padre, muerto al mes exacto del secuestro. El corazón operado de Gabriel Betancourt Mejía le hubiera permitido superar la enfermedad física, pero el secuestro de Íngrid sobrepasó los límites de la resistencia moral.

El corazón sangrante de este ilustre colombiano no conmovió a los subversivos –pues el corazón de éstos parece hecho de roca– y se detuvo en proximidades de la Semana Santa, representando el mayor drama de estos días de pasión, junto al asesinato del arzobispo de Cali, monseñor Isaías Duarte Cancino. Pasión religiosa que se celebra en el mundo cristiano y recuerda los oprobios de la humanidad con el mártir del Gólgota. Y pasión nacional, la nuestra, la de todos los días, que se ensaña a lo largo y ancho del país con las miles de víctimas sacrificadas por la demencia guerrillera.

Gabriel Betancourt Mejía fue ciudadano ejemplar. Su paso por el sector público deja hondas huellas como ministro de Educación de Rojas Pinilla y Lleras Restrepo, fundador del Icetex y la Esap e inspirador de otras entidades de largo alcance, como Coldeportes, Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, Colcultura y Colciencias.

Fue embajador ante la Unesco, subdirector del mismo organismo, nombrado por las Naciones Unidas, y presidente del Comité para la Educación de la OEA. Hasta tal grado había llegado su carrera pública, que su nombre se mencionó por aquellos días como posible presidente de Colombia.

Nunca dejó de preocuparse por la suerte del país, y al final de su proba y callada existencia se dolía de la disolución moral de la patria por culpa de los malos gobernantes y los políticos ineptos y corruptos. Condenaba la guerra del terrorismo insaciable que se lucra del desgreño social de los últimos tiempos.

Nunca supo por qué habían secuestrado a su hija, si ella encarnaba la causa de los hombres buenos, del ciudadano que clama por una patria digna y busca la rectificación de tantos horrores. Esta causa, acaudillada por Íngrid con desbordado arrojo y temeridad, llenaba de orgullo al desconcertado patriarca, y al mismo tiempo lo atemorizaba.

En viaje de regreso a Colombia, cuando su hija tenía 29 años, le dijo en el barco estas palabras que parecen un acicate para lo que ella llegaría a ser: «Todas las oportunidades que tuviste de niña hacen que hoy tengas una deuda con Colombia. No lo olvides». Cuando Íngrid toma los caminos de la política, el entendimiento entre padre e hija se convierte en estrecha relación espiritual. Colombia, para los dos, es la patria grande que debe rescatarse de la indignidad.

Yo veía con frecuencia a Gabriel Betancourt Mejía en la misa dominical de nuestro barrio. Varias veces hablé con él, y siempre lo encontré animado de fortaleza y optimismo, en medio de las desgracias nacionales. Era un ser solitario y pensativo, alejado de pompas y vanidades, que concurría con unción al rito religioso y se enorgullecía de su hija luchadora, su último trofeo, retenida hoy por las fuerzas extremistas que se dicen abanderadas de la justicia social, y autoras de tantas infamias.

Íngrid sentiría, ante la partida cruel de su padre y maestro, en medio de la desesperación y la impotencia del secuestrado, esa «rabia en el corazón» que le estremece el sentimiento. Colombia es solidaria con este drama familiar, convertido en dolor de patria.

El Espectador, Bogotá, 11-IV-2002.

 

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