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Los abominables vándalos

viernes, 20 de diciembre de 2013

Gustavo Páez Escobar

La Rebeca, que pronto cumplirá noventa años de haber sido instalada en Bogotá, es uno de los monumentos que más han sufrido el maltrato callejero. En forma periódica se le hacen costosas reparaciones, y al cabo de los días vuelve a causarse el mismo ultraje. Una vez le pintaron bigote y le pusieron corbata. Después le rompieron la nariz y los dedos. Qué insulto al arte y la cultura.

Lo mismo ocurre con la estatua de Sía, la diosa chibcha del agua, cuya presencia en la capital cumple siete décadas. Los vándalos acabaron con el cuerpo de la deidad tallado en piedra e invadieron el sitio con infamantes grafitis que la mantienen con el rostro cabizbajo, como apenada de vivir entre gente dominada por los peores instintos. Otro tanto sucede con la mayoría de monumentos de Bogotá y de las capitales colombianas.

En el puente peatonal que desemboca en la plazoleta de la carrera 17 con calle 98, las rejas que cubren los sumideros han desaparecido, no sé cuántas veces, en manos de los azotacalles que viven al acecho de cuanto puedan hurtar al amparo de la noche. Tapas de las alcantarillas, sumideros, rejas y luminarias son elementos de fácil sustracción por los rateros. También se apropian de adoquines y postes de la luz, lo que tal vez suene exagerado, pero es la realidad.

Para tener una idea del daño que se produce a la Empresa de Acueducto y Alcantarillado de Bogotá, que en forma permanente repone los artículos hurtados, es preciso saber que estos tuvieron un costo de 500 millones de pesos durante el primer semestre del año. El costo mensual de las luminarias hurtadas es de 350 millones de pesos.

Por otra parte, están las averías causadas a las señales de tránsito, cuya reparación representa un costo aproximado de 1.000 millones de pesos anuales. Y la de los semáforos, 600 millones anuales. Cuesta otro dineral la reparación de los actos vandálicos contra las estaciones de buses y de Transmilenio. El mantenimiento de estos servicios tiene un costo exorbitante y debe realizarse con la mayor eficacia para garantizar la vida normal de la ciudad. De lo contrario, vendrá el caos.

Los grafitis son otro de los lastres que soportan los cascos urbanos. Esta tendencia arrasadora se estrella contra el patrimonio público y privado, degrada la estética de las viviendas, las fachadas de los edificios, los locales comerciales, las iglesias, los muros, los puentes y los monumentos. Si con la permisión del grafiti se busca el desarrollo del arte, habrá que preguntar de qué arte se trata, si en la mayoría de los casos lo que se ven son horribles mamarrachos, trazos sin sentido, leyendas o palabras injuriosas, mensajes obscenos o insulsos.

Al vándalo lo mueve un instinto cavernario de destrucción y resentimiento social. Goza haciendo mal en la propiedad ajena y camina impune por las calles, muchas veces armado de cuchillo y garrote. Es amo y señor de su propia perversidad. Desafía el orden y las normas, por ser un desadaptado de la sociedad. La sociedad lo enjuicia, pero no lo regenera.

No es posible llegar a tal grado de chabacanería, ruindad e inseguridad. Hemos caído en los abismos de la frivolidad, la indiferencia ante el desatino, la convivencia con la ordinariez, lo dañino o lo mediocre. En lugar de dolernos por lo que existe en forma errónea, debemos rescatar la función de buen ciudadano que dejamos perder a causa de nuestra permisividad o silencio cómplice.

A todos nos corresponde velar por la ciudad. La ciudad es de todos. Existen normas para frenar los abusos del vandalismo, pero poco es lo que hacen las autoridades en tal sentido. Hay que comenzar por educar la conciencia cívica. Y al mismo tiempo reprimir los desmanes que atropellan la vida civilizada.

El Espectador, Bogotá, 5-VII-2013.
Eje 21, Manizales, 5-VII-2013.
La Crónica del Quindío, Armenia, 6-VII-2013.

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Comentarios:

La ciudad va quedando en manos de los vándalos y el civismo se ha convertido en una cosa del pasado. Mientras no recuperemos una identidad cultural no hay nada que hacer.Eduardo Durán Gómez, Bogotá.

La majestuosa escultura del Libertador, obra de Tenerani, exhibida en la plaza de Bolívar, podría trasladarse a un lugar seguro, donde no pueda ser objetivo de los vándalos, como el Museo Nacional. En su lugar, se puede poner una copia. Como en Bogotá no hay semana en que no haya por lo menos una manifestación pública que se dirija a la plaza de Bolívar, de nada sirve limpiar el pedestal porque la chusma vuelve a ensuciar el monumento con sus grafitos. Gilberto Álvarez Ramírez, Bogotá.

Como me lo dijera alguna vez el periodista amigo Héctor Ocampo Marín: “La chabacanería nos está ganando la partida”. Carlos Alberto Villegas, Medellín.

Aterradora radiografía de nuestra realidad. De igual forma se comportan los hinchas de las barras bravas del fútbol quienes se creen con licencia para cometer todo tipo de desmanes; de alguna forma habrá que acabar con esa vagabundería. Pablo Mejía Arango, Manizales.

El código de policía debe tocar este tema. Lo que falta es autoridad. Con seguridad, cuando más de uno de estos vándalos entren a la guandoca lo pensarán dos veces antes de expresar el «libre desarrollo de su personalidad». Otra plaga igual es la de los carteles en paredes y postes de la ciudad. yahir51 (correo a El Espectador).

Los vándalos (grafiteros que manchan fachadas de casas o comercios, que se cuelan y dañan las puertas en el Transmilenio, que destruyen las esculturas) no van a atender a ninguna campaña educativa, lo único que los detendría serían sanciones ejemplarizantes. Y no muy lejos de su conducta antisocial están los indigentes que riegan las basuras y los narcoadictos que consumen y son microtraficantes al mismo tiempo.  Juaco G. Hoyos (correo a El Espectador).

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