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Una jornada en Macondo

jueves, 15 de diciembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El fotógrafo alemán Hannes Wallrafen, de 44 años de edad, no cuenta en el libro de fotografías que acaba de publicar –con el patrocinio de Gavicafé y el sello editorial de Villegas Editores– cómo nació su pasión por la obra de Gabriel García Márquez. Sólo sabemos que como fotógrafo documental se lanzó en 1976 a recorrer el mundo, llevado por su arte y su imaginación, y que entre  1988 y 1991 realizó tres viajes a nuestro país que aprovechó para entender el clima mítico de los pueblos macondianos y plasmar escenas que pudieran traducir los pasajes que más lo habían impactado de los libros leídos.

Habrá que deducir que desde su lejana geografía se sentía seducido por el enjambre fantástico de mariposas amarillas en eterna proliferación; de seres increíbles con cola de cerdo; de mujeres huidizas en perfecta levitación; de buques fantasmas y soledades milenarias; de coroneles silenciados y patriarcas inmortales; de fijodalgos adúlteros y plebeyas pecadoras, en medio de la explosión de Úrsulas, Amarantas, Arcadios, Ferminas… y Buendías de múltiples generaciones.

Hannes le tomó la temperatura al ambiente caribeño después de entrar por las tierras sedientas de Aracataca, Ciénaga, Mompox, la Guajira y Cartagena, sitios ideales para seguir los duendes de la creación hechizada que buscaba desentrañar.

Bien sabía el fotógrafo que Macondo no era un pueblo sino una ficción. Una alegoría, un territorio onírico, y no un lugar geográfico sujeto a deformaciones y mentiras. Macondo era un estado del alma, y por consiguiente no se podía fotografiar con placas comunes y corrientes.  A la lente había que ponerle poesía y sor­tilegio para que captara la atmósfera alucinada. Y lo consiguió.

Cuando el novelista vio las imágenes fotográficas creyó hallarse ante una de las recónditas fantasías. Así describe su sorpresa: «Sufrí una rara con­moción cuando Hannes me las mostró, bajo el sopor de los calores de marzo, en una destartalada oficina de Cartagena de Indias. No encontré ninguna imagen igual a las que sustentan de algún modo mis novelas, y sin embargo, el clima poético era el mismo».

Al universo literario de Gabriel García Márquez le resultó, sin que él lo hubiera buscado ni presentido, un retratista de almas. Era lo que le faltaba al realismo mágico patentado en su obra. Quizá, ahora sí, se anime el escritor a permitir una versión de Cien años de soledad para el cine, aventura que no ha querido correr por la dificultad de que alguien, que no sea él mismo, sepa inter­pretar los personajes. Si un fotógrafo lo hace, también lo haría un experto director del arte cinematográfico.

Las espléndidas fotografías que pre­senta Hannes Wallrafen valen por sí so­las. Y compaginadas con textos de los libros, adquieren otra personalidad. Sea­mos precisos: se volvieron macondianas, es decir, intemporales.

La Crónica del Quindío, Bogotá, 12-XI-1995.
Prensa Nueva Cultural, Ibagué, octubre de 1995.

 

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La pintora Graciela Gómez

jueves, 15 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

La exposición de pintura de Graciela Gómez –en el Sena­do de la República, que fina­lizó en días pasados– me hizo descubrir la obra maravillosa de esta colombiana a quien su propia tierra ha dejado de brindarle el reconoci­miento que merece por su tesonera y brillante labor, mientras en dis­tintos países de América y de Euro­pa su nombre despierta hondas simpatías. Esto demuestra, una vez más, que no sabemos valorar ni estimular el talento colombiano, y además somos sordos a los aplau­sos que en otras latitudes se tributan a nuestros artistas.

Graciela Gómez ha visitado 24 países en función de su arte, ha presentado 62 exposiciones individuales y ha participado en 30 colectivas. El 15 de febrero próximo asistirá en Hungría, por espacio de un mes, al simposio de artistas europeos que se llevará a cabo en Debrecen (región de Hortobagy), donde es la única invitada de América. En septiembre atenderá otro compromiso similar en la capital de Bélgica.

He tenido la suerte no sólo de admirar su producción de los últimos años, sino de enterarme, a través del exquisito libro que le publicó Italgraf en 1984, de los inicios de su carrera, de sus primeras luchas y de su irrevocable vocación artística. Leyendo estas páginas me he encontrado con la sorprendente niña prodigio que a los 11 años de edad se ganó una beca para estudiar pintura, que no pudo aceptar por ser apenas una niña; y que a los 14 años hacía su primera exposición en La Biblioteca Nacional ante un público incrédulo.

La presentó el poeta Hugo Salazar Valdés, que halló en ella, a pesar de su corta edad, «el verbo de su paleta, la diafanidad de su pulso, la verdad del mundo de sus sueños». Y pro­clamó que se trataba de un gran talento.

Desde entonces –y han corrido 40 años– Graciela Gómez no se ha detenido en su mundo creador, hasta consolidar una obra inmensa, siempre en permanente combustión, aplaudi­da en los escenarios mundiales de la fama. Ella misma, en uno de los tantos pensamientos elaborados en sus momentos íntimos, y que ador­nan (porque además tiene innega­bles dotes de escritora y poetisa) las páginas del libro atrás citado, define así la fuerza de su espíritu: «Dame un mundo y os daré formas, dame un cielo y os daré nubes, pero dame ilusiones y os entregaré la vida en un perenne juego de luces».

En los trazos vigorosos de sus figuras, y sobre todo en los rostros y la anatomía con que pinta las mujeres de su universo alucinado, hay algo que cautiva y son las líneas inconfundibles de su estilo. Ella ha implantado, al igual que Armando Villegas, el sello peculiar que hace distinguir su pintura de cualquiera otra. En esos rostros desmayados, donde lo irreal juega con lo sensual, y lo corpóreo con lo espiritual, se sorprenden hilos misteriosos de nostalgia y arrobamiento, de soledad y tristeza, de abandono y al propio tiempo de serenidad, de ritmos voluptuosos y recónditas cargas emocionales. En sus mujeres hay presencias y lejanías, dolor y ensueño, tragedia y misticismo.

La pureza del alma alterna con la voluptuosidad de la carne, y crea en los ojos y en la imaginación del espectador un enjambre de líneas sinuosas, de arabescos en fuga, de volutas im­precisas, donde en definitiva es la mujer plena quien emerge, con la poesía del color y el lirismo surrea­lista, por entre las luces del sublime arte pictórico.

*

Me detengo en las formas femeni­nas por ser la mujer el tema preferi­do, y en el que más se realiza, de esta maestra de lo subjetivo que ha sabido mover su alma entre tonos vibrantes y emanaciones febriles. La mujer es para ella flor y fruta, aire y paisaje, pasión y éxtasis. Su arte (la mujer así concebida) se derrama en la naturaleza y crea flores exuberantes y sugestivos con­tornos ecológicos. Una vez, ansiosa de la patria en lejano país, suspiró por Colombia en esta anotación que refleja la ansiedad del retorno: «Ne­cesité del paisaje de mi tierra y del tiempo detenido en las tapias de los pueblos; necesité del cielo gris y del verdor de la sabana».

Y aquí vuela, de temporada en temporada, para seguir consumida en su arte, en su perenne sinfonía inconclusa. Ojalá los colombianos descubran que ella es nuestra.

El Espectador, Bogotá, 24-XII-1993

 

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Bené: 40 años en Colombia

miércoles, 14 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

El nombre de Bené, el famoso fotógrafo austríaco radica­do en nuestro país en 1953, se volvió familiar para los bogota­nos. Estos 40 años representan una trayectoria digna de encomio, no sólo por su contribu­ción artística sino por su solidari­dad con la ciudad que le ha brinda­do hospitalidad y se siente orgullosa al contarlo como uno de sus hijos dilectos. De no ser por mi encuentro ocasional con el personaje, tal vez este aniversario hubiera pasado inadvertido.

Alcanzo a acordarme del estable­cimiento situado en la calle 25 con carrera 10, en inmediaciones del teatro Olympia. Eran los comienzos del artista en pleno corazón de Bogotá, cuando la reposada ciudad de entonces no dejaba presentir el gigantismo turbulento de hoy en día. En aquel sitio se acreditó, por espacio de 15 años, la Foto Bené. Este rótulo se convirtió en marca de categoría por la alta calidad del producto, y además hizo carrera entre el público la cordialidad con que el dueño de casa se dispensaba a su clientela.

Los hogares bogotanos comenza­ron a buscar a Bené como un mago de la fotografía. El general Rojas Pínula, que acababa de asumir el mando de la nación, fue de los primeros en utilizar los servicios del fotógrafo de moda. Aquellas fotos de la familia presidencial se hicieron famosas en el país y hoy pertenecen, en los álbumes íntimos que el tiempo no ha logrado desvanecer, a los más hondos recuerdos. En igual forma, la lente mágica llegaría al hogar del doctor Lleras Restrepo y a otras personalidades de la época y de los tiempos sucesivos.

Gerardo Bené estudió fotografía en Viena, donde se graduó en 1937. De allí, a raíz de la guerra, salió en 1939 y por espacio de 14 años se estableció en Chile. A comienzos del 53 hizo escala en Colombia, dentro del viaje que realizaba a Miami, invitado por un amigo alemán que poseía una finca en Santandercito. Se enamoró de Colombia y aquí se quedó. En unión de su esposa, de nacionalidad checoslovaca, ha teni­do la alegría de cuatro hijos y seis nietos colombianos. Esta circuns­tancia le concede carta de naciona­lidad colombiana. Dos de sus hijos residen hoy en los Estados Unidos, y los otros dos (Mónica y Federico) heredaron su vocación artística. Hoy son los grandes continuadores de su obra.

Cuando Bogotá se fue extendien­do hacia el norte, trasladó su estu­dio a la calle 100 con carrera 19, donde permaneció por espacio de 20 años. Luego, durante los últi­mos 5 años, sentó sus reales en el señorial barrio El Chicó (avenida 19 con calle 97). Esto revela un hecho significativo: que Bené viene avan­zando con el mismo crecimiento de la ciudad. Cuando mi esposa le llevó la estupenda foto que le había tomado tres décadas atrás, se sintió emocionado con su arte perdura­ble.

¿Cuál es el secreto de su estilo? Sin duda, la naturalidad con que capta a las personas. Con la compo­sición de las luces imprime la plasticidad y la profundidad que tanto se admiran en sus estudios. Fue el primer profesional que en 1969 comenzó a trabajar en color directo. Continúa dando la pauta en la magia del color. Su laboratorio no procesa en serie, como es lo usual en plena era industrial, sino foto por foto. A cada una de ellas le da el tratamiento de obra de arte (y van 30.000, por lo menos, desde que se radicó en Bogotá por feliz casualidad).

Su especialidad son los retratos de adultos y sobre todo de niños. Y su mayor gratificación, recibir al cabo de los años, como le sucede con frecuencia, a las personas adul­tas que ayer fueron niños y hoy llegan rodeados, para nuevos estu­dios, de sus hijos y nietos. Se diría que el tiempo no pasa en la lente de este maestro de la fotografía. Alegra y fortifica hablar con Bené. Su vida merece reconocimiento público –y que tomen nota de ello las autorida­des– como ejemplo de trabajo, crea­tividad y fe en Colombia.

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RECONOCIMIENTO A BENÉ.– Con mo­tivo de los 40 años de estadía de Gerardo Bené en Colombia, que fue­ron destacados por esta columna, manifiesta lo siguiente el señor presi­dente de la República: «Comparto las afirmaciones que usted escribió en su artículo titulado Bené: 40 años en Colombia, ya que he sido, como muchos colombianos, testigo de su lente profesional, de su particular sensibilidad como fotógrafo, lo que le ha permitido capturar en su estudio a tantas y tantas figuras de nuestra historia política reciente, como también a miles de familias que guardan como verdaderos tesoros las fotos que les tomara.

«No me cabe la menor duda de que el maestro Bené ha dejado una profunda huella en la historia fotográfica de nuestro país. Así lo han reconocido en múltiples oportunidades diversos maestros quienes han seguido su misma senda donde la elegancia, el enfoque preciso, el revelado nítido, forman parte de su manera particular de detener el tiempo, de hacer poesía con los rostros de la gente. Como usted bien sabe, Gerardo Bené ha sabido elevar la fotografía a una categoría que muy pocos alcanzan. Sus fotos no son fáciles instantáneas sino estimables obras de arte. César Gaviria Trujillo”

El Espectador, Bogotá, 21-VI y 28-VII-1993.

 

 

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Artefactos

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Villegas Editores, que con admirable consagración defiende el arte y las tradiciones de Colombia, da un nuevo paso, al poco tiempo de originar otros importantes sucesos edito­riales, con la salida del precioso libro Artefactosobjetos artesanales de Colombia-, impreso en Ja­pón, y cuya traducción en inglés fue presentada hace poco en Nueva York. La versión inglesa es de Rizzoli Internacional, considera­da la mejor editorial del mundo en los temas de arquitectura y artes aplicadas, y es famosa por sus librerías en Estados Unidos y en Europa.

Liliana y Benjamín Villegas, coautores de la obra, captan en ella, con su magia artística, el maravilloso patrimonio artesanal que nos envidian otros países. Y que va a ser admirado mucho más en estas páginas fascinantes que tendrán amplia circulación mundial. La artesanía colombiana, tan notable en nuestro devenir cultural, está pegada a las raíces mismas del pueblo e identifica una tradición histórica que se remonta a tiempos  inmemoriales.

Este libro de Villegas Editores, producto de varios años de investigación y de un decantado proce­so artístico, recoge más de 500 años en imágenes de numerosos artefactos, desde las épocas prehispánicas hasta nuestros días. Imágenes que se ofrecen con el realismo mágico de la fotografía espectacular, muy de la época nuestra, que deslumbra y con­mueve.

Este mundo esplendoroso se explica, como si no fuera sufi­ciente lo visual, con textos de excelente elaboración, sobrios y refinados, de que es autor Enri­que Pulecio. Tanto en la parte de la dirección general y del diseño gráfico, como en la fotografía, la impresión editorial, la investiga­ción histórica y la redacción literaria, han tenido que unirse mu­chos talentos para presentar un acabado perfecto.

El colombiano ha de sentirse orgulloso con este inventario de objetos rituales, herramientas, muebles, joyas, sombreros, va­sijas, canastos, hamacas y múltiples artículos elaborados por el ingenio creativo, que van a exhi­birse por todo el mundo. La riqueza nacional se convierte en arte, en elemento estético, al mos­trar ante propios y extraños el portento de la madera, el barro, los metales, las fibras, el cuero, la piedra y los infinitos componentes con que está arma­do nuestro patrimonio artesanal.

Todo esto es arte, pero el libro lleva además sentido de patria. Es un canto a la natura­leza y un tributo a la capacidad creadora del colombiano. Aquí se despierta el amor por la tierra y se acentúa el sentimiento hacia la cultura y las tradiciones. Está bien explotar el renglón de las artesanías en los mercados nacionales e internacionales, pe­ro sobre lo material debe desta­carse el criterio artístico que per­petúa los ritos y ennoblece el alma de la patria.

El Espectador, Bogotá, 17-VI-1992

 

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¡Pobre Rebeca!

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

El 26 de octubre de 1928 fue instalada La Rebeca en Bogotá, obra del escultor quindiano Ro­berto Henao Buriticá. De paso por París, el doctor Laureano Gómez había visitado el taller del artista y allí descubrió la famosa escultu­ra, aún sin terminar, ante cuya belleza extraordinaria quedó deslumbrado. La compró como obsequio a Bogotá en su cuarto centenario.

Desde entonces –y han trans­currido 63 años– La Rebeca se quedó como un símbolo amable de Bogotá. Es una referencia que recogen las postales para ponerle embrujo femenino a la ciudad. La estatua reposa hoy en el sector de San Diego. Varias veces, para protegerla, se ha pensado trasla­darla a otro lugar. Mientras tanto, la novia de los bogotanos –que así se le llamó en otra época, y que ya no merece serlo– vive en el abandono y sometida al atropello callejero.

No han existido ni autoridades ni organismos cívicos que se acuer­den de la pobre huérfana. Hace varios años vi que le habían puesto corbata y bigote. Más tarde le trazaron rayas y la desfigura­ron. Con estas manifestaciones se retrata el vandalismo de la plebe. En abril de 1986 publiqué en este diario una nota de protesta con el título El abandono de La Rebeca, y nadie acudió en defensa de la reina mancillada.

La escultura se encuentra en el peor estado de deterioro. Parece una triste harapienta que a todos in­comodara. La piedra, carcomida por la pátina del tiempo, no sos­tiene un monumento sino un es­combro. La dulce mirada de antaño está hoy sombría y la expresión, mustia, y los labios, marchitos, y el alma, enferma.

Las espléndidas formas femeninas están ajadas. La lejana novia, toda frescura y sensualidad en sus épocas de esplendor, languidece ahora entre el maltrato, la frialdad y la ingrati­tud de los bogotanos. ¡El arte ha sido vilipendiado! Dicen que la van a restaurar. Alguien, tal vez, advirtió una lágrima de soledad en un rincón de Bogotá.

En Armenia, cuna del artista, se ha iniciado un movimiento pa­ra que La Rebeca sea trasladada a esa ciudad ante el ultraje perma­nente que vive en las calles bogo­tanas.

El Espectador, Bogotá, 26-III-1992.

 

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