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La resurrección de Argos

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

A la muerte de Argos, ocurrida el 15 de agos­to de 1989, sugerí en esta columna la publicación de un libro con sus Gazaperas, obra básica para toda biblioteca culta. Ese libro, en 620 páginas, ha visto la luz con el sello de la Universidad de Antioquia. Se trata de una colección de las glosas gramaticales formuladas por Argos en diversos periódicos, la cual que fue organizada por Jorge Franco Vélez, fiel discípulo del desaparecido corrector del idioma.

El índice temático lo preparó Carlos García Zapata, del De­partamento de Lingüística y Li­teratura de la Universidad. Como los temas se hallan divididos en 21 capítulos, otros tantos son los índices, lo cual dificulta la rápida localización de un asunto deter­minado. Como Argos trataba con frecuencia materias afines en una misma columna, y los títulos de éstas son los que se citan en los índices, se han perdido mu­chos temas que deben figurar allí. Ojalá para la reedición del libro se elabore un índice general y completo.

Con esta obra resucita Argos dos años después de su muerte. ¡Lo que puede la edición! Argos –el académico– y Roberto Cadavid Misas –el ingeniero civil– son dos seres distintos por más que se trate de la misma persona. Mien­tras el constructor de carreteras (o el pión graduado, como su padre llamaba a estos profesiona­les) ya no se levantará de su descanso eterno, el genio del idio­ma vivirá entre la gente estudiosa.

Es difícil volver a hallar un crítico del lenguaje y del estilo que posea la gracia y la erudición del ilustre gazapero antioqueño. Es la única persona que ha leído un diccionario entero para buscarle errores. Este ratón de biblioteca, insaciable en su sed de lectura de cuanto texto caía en sus manos, gozaba al señalar, con su fino humor inimitable y su asombrosa maestría pedagógica, los deslices de gramática o de historia en que incurrían altas figuras de las le­tras y la política.

Su cátedra en El Espectador se convirtió en el espacio más leído de la prensa nacional. Los columnistas de periódico, sobre todo, lo primero que hacían todas las mañanas era leer la Gazapera con el temor de amanecer en el banquillo, y luego con afán de ensanchar los conocimientos so­bre la lengua. De esta manera permaneció vigente, durante lar­ga temporada, la mejor universi­dad del español que haya existido en Colombia.

Hoy nos hace falta Argos para preservar el idioma. Algunos tra­tan de ocupar su puesto, y la silla continúa esperando otro maestro. Mientras tanto, podemos enriquecernos con las enseñanzas perennes del libro que aquí se comenta, por cuya ejecución merecen un aplauso la Universidad y las personas que en él intervinieron, y al que es preciso acudir con frecuencia para extraer de sus páginas la máxima utilidad. En este periódico ha comenzado a publicarse una nue­va Gazapera, que busca estabili­dad. Ojalá el príncipe de los cien ojos oriente esta tribuna del buen decir.

El Espectador, Bogotá, 2-IV-1992

 

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La Constitución y el idioma

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

El arte de la brevedad consiste en condensar el pensa­do eliminando las palabras innecesarias. Quien es experto en esta materia sabe expresar, sin faltar a la claridad, las mayores ideas con el menor número de términos. El mayor reto para el novelista es lograr escribir novelas ejemplares que, como Pedro Páramo, quepan en menos de cien páginas.

Para la mayoría, el enemigo común es la cómoda tendencia a la escritura larga y ampulosa. Los miembros de la Asamblea Constituyente, enredados al principio en discusiones bizantinas, se dejaron atropellar por el tiempo. Habían olvidado algo elemental: la necesidad de redactar con método, a lo largo de sus deliberaciones, un documento bien estructurado, elocuente y breve. Pero la brevedad exige tiempo y éste se dejó agotar. Por eso, nuestra Constitución es modelo de frondosidad idiomática.

Tratándose de la Carta Magna, deberían refulgir en ella la concisión y la sencillez. En las Tablas de la Ley, de tan asombrosa simplicidad, están consignadas las mayores guías de la conducta humana. La Constitución debe ser un compendio de normas, no un código. Un código fue lo que se pretendió elaborar, y de ca­rrera. La Carta debe ser documento sobrio, elemental y maestro. Comprensible para todo el mundo. De ella han de desterrarse la retórica y la verbosidad. Sobran los tonos doctorales al igual que los términos demasiado eruditos, y sobre todo los rebuscados.

En la Constitución aparecen palabras extrañas y disonan­tes, como subsidiariedad (art. 288) y complementariedad (art. 298). ¿Qué son los pre­supuestos plurianuales? (art. 339). La siguiente frase figura en los artículos 214 y 215: «Si el Gobierno no cumpliere con el deber de enviarlos, la Corte Constitucional aprehenderá de oficio y en forma inmediata su conocimiento».

¿Será  fácil  aprehender el conocimiento? Este verbo, de todos modos desafinado, significa asir, coger, prender. Otra frase: «Calificar y declarar precluidas las investigaciones realizadas» (art. 250). Un abogado sabe qué significa precluir: cerrar, terminar; pero el hombre común no. Como es término de juristas, no se en­cuentra en los diccionarios comunes de la lengua.

La coma es un diablillo que suele causar desastres. Bien empleada, le da fluidez y hermosura a la frase. Mal co­locada, frena el ritmo y altera el sentido de la oración; in­cluso ocasiona líos jurídicos. Si se usa para la enumeración, se suprime entre los dos últimos elementos cuando van unidos por conjunciones. No debe ponerse  entre el sujeto y el verbo.

Veamos, entre las mu­chas comas incorrectas que contiene el texto, las siguien­tes: «Los derechos y deberes consagrados en esta Carta, se interpretarán de conformidad con los tratados…» (Art. 93). «Son ramas del Poder Público, la Legislativa, la Ejecutiva, y la Judicial» (art. 113).

La tilde no es signo consen­tido por los escritores. Muchos la tienen desterrada. Otros la anotan a la diabla. En el texto no se marcó tilde a prohíbe y oírlos (arts. 17, 34, 35, 110, 136, 137), donde ocurre la fi­gura del hiato. Y se marcó a constituida, continua y dis­continua (arts. 95, 197 y 321), palabras graves terminadas en vocal (la combinación ui se considera diptongo).

Se acostumbra, sobre todo en el sector oficial, anotar con mayúscula el nombre de los cargos. Al Ministro lo en­cumbran con mayúscula, y en cambio al pobre portero lo de­jan en la oscuridad. Algunos piensan que el Doctor es más que el señor, tal vez porque éste se halla borrado por la sociedad moderna.

La ma­yúscula mal usada se ha con­vertido en signo sicológico con sentido reverencial, no gramatical. Ahí la noble dama se vuelve pedante y aduladora. La elegancia está en la senci­llez. Hoy la tendencia es es­cribir en minúscula el título de los oficios por tratarse de nombres comunes, y por más elevadas que sean las digni­dades. Permítanme los señores constituyentes, por lo tanto, el empleo respetuoso de voces llanas como estas: presidente, ministro, embajador, magis­trado, contralor, procurador, senador, representante, dipu­tado, concejal, alcalde, gobernador…

En fin, la Carta —esta sí en mayúscula— está escrita. Ojalá los legisladores del futuro tengan tiempo para la breve­dad y nos reduzcan a menos de la tercera parte el mamotreto actual, desde luego mejorán­dolo.

El Espectador, Bogotá, 18-VII-1991.

 

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Poetisa

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

De acuerdo con el Dicciona­rio de la Real Academia de la Lengua, la mujer que escribe versos o está dotada de ima­ginación poética recibe el nombre de poetisa. Y si se trata del hombre, se le llama poeta. Las dos palabras diferencian los sexos, y la poesía será siempre poesía —ni masculina ni femenina—, porque el arte es único.

Dentro de las cam­pañas de liberación femenina, en los últimos tiempos se ha puesto de moda designar a la poetisa con el título del varón: poeta. Se comete así un error de concordancia. Es lo mismo que decir señora ministro —un sustantivo femenino con uno masculino—, o sea, un caso de hermafroditismo idiomático; o distinguido ministro, tratán­dose de una dama, con lo que se desconoce de plano el bello sexo de la agraciada funcio­naria.

¿Acaso las campañas de li­beración buscan borrarle el sexo a la mujer? ¡Ni más fal­taba! Esto sería lo mismo que arrebatarle, en aras de una causa mal entendida, su dulce identidad. No se trata de masculinizar a la mujer, sino de ponerla a competir por los puestos y las dignidades. Decir la poeta Guiomar equivale a inyectarle hormonas mascu­linas a la tierna poetisa y así desnaturalizarla. Esto no es invención del cronista. Es el genio del idioma.

Hay dos palabras similares: profeta y profetisa, consagra­das para cada sexo. También existen definiciones exclusivas: pitonisa será siempre palabra femenina por asimilación con la mujer que en la mitología de Apolo predecía el porvenir. Si dijéramos el pitoniso Ramiro, o sea, un caso de masculinidad adulterada, ya sabríamos de qué se trata.

Al entrar la mujer a ocupar las posiciones que antes eran exclusivas del varón, la sabiduría del idioma reconoció a nuestras queridas competido­ras, con los términos indica­dos, ese justo derecho. Y cada cual continuó en su puesto. En los tiempos antiguos sólo había médicos. Hoy también hay médicas. Lo mismo ingenieras, abogadas, capitanas, alcalde­sas, gobernadoras, ministras, rectoras, gerentas, presidentas, zapateras, peluqueras…

Sin embargo, algunas universidades todavía le dan el título de ingeniero o médico —sus­tantivos masculinos— a la mujer. Parece que en tales recintos no hubiera entrado la evolución del idioma, que también es una conquista de la mujer.

Poetisas siempre las ha ha­bido —y las habrá—, por más que ciertos alardes feministas persigan, en desmedido afán por igualarlas con el hombre, volverlas machos. ¡Y dicen que el hombre es el machista! La poesía, mientras tanto, seguirá siendo poesía. No importa quién la elabore.

La  poetisa Meira Delmar —que no el poeta— hizo esta defensa de la mujer en su discurso de ingreso a la Aca­demia Colombiana de la Len­gua:

“Tal vez no sobre aquí una breve observación dirigida a los que opinan que se encarece más a la poetisa si se le llama poeta, olvidando así no sólo elementales principios de gramática, sino la verdad in­cuestionable de que si la obra de arte cumple su cometido y trasciende su propia materia —palabra, sonido, color y forma— para transformarse en ese «algo más» que constituye su real esencia, no será ni más alta porque se le atribuya a un creador, ni menos porque se le asigne a una creadora”.

El Espectador, Bogotá, 27-V-1991.
Prensa Nueva, Ibagué, septiembre de 1991.
Boletín de la Academia Colombiana de la Lengua, N° 172, noviembre de 1991.
Revista Mefisto, N° 165, Pereira, julio de 2009.

* * *

Comentarios:

Como asiduo lector de El Espectador, he leído cuidadosamente todas sus colaboraciones, entre las que cabe destacar la referente al pretensioso poeta que usan las hijas de Apolo como una voluntaria abdicación de su feminidad. Tal escrito pienso publicarlo próximamente en nuestro Boletín. Horacio Bejarano Díaz, secretario de la Academia Colombiana de la Lengua.

En más de una ocasión he escrito sobre el tema: es contrario al buen uso y a la concordancia llamar poetas a las poetisas. Lo dice el Diccionario de la Lengua y lo manda la Academia Colombiana. Vuelvo al tema después de leer un artículo del escritor Gustavo Páez Escobar […] Páez Escobar cita al secretario ejecutivo de la Academia de la Lengua, Horacio Bejarano Díaz, quien se muestra totalmente de acuerdo con las ideas expuestas al respecto por Páez Escobar, y reafirma que éstas coinciden con las de la entidad rectora del idioma en nuestro país. De manera que Meira del Mar, Maruja Vieira, Dora Castellanos, Mariela del Nilo, mis ilustres colegas en la Academia, son poetisas, a mucho honor y conforme con lo que mandan las Academias Española y Colombiana de la Lengua. Óscar Echeverri Mejía, Occidente, Cali, 14-XI-1997.

 

 

 

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¿México o Méjico?

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

A propósito de la Lección sobre Méjico, publicada hace poco en esta columna, he recibido procedente de la ciudad de Bucaramanga la siguiente carta del señor Bernardo Mayorga, de la Universidad Industrial de San­tander:

«Interesantísima su Lección sobre Méjico. Apenas terminé su lectura (y luego de la sorpresa de ver in­mediatamente debajo de su última frase, y con letras grandes, el México en el título del artículo del columnista Jiménez) tomé para consultar la última (vigésima) edición (1984) del Diccionario de la Real Academia, y observé, como puede usted comprobarlo, que en la página 905 aparecen mexicanismo, mexicano y México,  con la advertencia de que la x se pronuncia como j, pero sin condenar esa grafía. Aparecen también, en la página 965, oaxaqueño y Oaxaca, con la misma advertencia y otra vez sin condenación (y no aparecen ni oajaqueño ni Oajaca). Más aún: en la página 1402, en el artículo x, podemos leer: ‘Este sonido simple (sh) se transformó después en velar fricativo sordo, como el de la j ac­tual, con la cual se transcribe hoy, salvo excepciones, como en el uso mejicano de México, Oaxaca’.

«A mi modo de ver, todo lo anterior quiere decir que –a pesar de la opinión del doctor Horacio Bejarano, vocero de la Academia Colombiana de la Lengua–, en lo que se refiere a los términos en cuestión la Real Aca­demia Española acepta como uso correcto el de cualquiera de las dos formas de escritura. ¿Qué piensa usted?».

*

Pienso, en primer lugar, que el planteamiento del ami­go de Bucaramanga es muy interesante, tanto por la inquietud que ofrece la duda como por ocuparse de cues­tiones del idioma, al que hoy se le presta tan poca atención.

Se amplía el artículo anterior –y para esto cuento con el autorizado concepto del doctor Horacio Bejarano Díaz– en el sentido de que ambas grafías (México. Méjico y similares) se hallan incorporadas hoy al Diccionario Mayor. O sea,  el uso de la x no se en­cuentra condenado.

Empero, de lo que se trata es de defender el uso colom­biano de la j en dichas palabras para ser consecuentes con su pronunciación, obedeciendo así esta regla: «No hay en español palabras que se escriban de un modo y se pronuncien de otro». En Méjico infringen la norma, y la violación ejerce efectos contagiosos en otros paí­ses de habla española, incluido el nuestro, donde la x de México se pronuncia como j. El país azteca le rinde tributo a dicha grafía, y esto es cuestión de naciona­lismo. Allí rige una disposición oficial que ordena escribir la palabra con x, a pesar de que con ello se traiciona la fonética. El destacado escritor Alfonso Junco censuró, a pesar de ser mejicano, la escritura equivocada de esa letra.

Sucede, entonces, que tanto México como Oaxaca se escriben de una manera y se pronuncian de otra, pero lo que existe aquí es el uso mejicano (sólo para dicho país). Como vivo en Colombia y hablo español, escribo y pronuncio en español. Comprendo que camino en contravía. Casi todos los escritores, e incluso los titu­lares grandes de la prensa, anotan México. Dos escla­recidas excepciones la representan el doctor Antonio Panesso y el crucigramista MAC, de este mismo diario, que siempre escriben Méjico (con jota de jalisco). Los jotistas  en este caso somos la minoría. Ojalá el amigo Mayorga se nos una en adelante. A todas estas, ¿qué pensará el erudito doctor Panesso?

El Espectador, Bogotá, 7-III-1991.

* * *

Apostilla. –  La edición de El Espectador del 13 de diciembre de 1991 publicó en su espacio Carta del Día la siguiente comunicación:

En el editorial de hoy (7-XII-91) se escribe con jota la palabra Méjico. Esa es la grafía correcta, aunque la Real Academia acepta también el México, con equis, en consideración al sentido nacionalista con que en dicho país se emplea la palabra. Sin embargo, una regla gramatical indica que no existen en español palabras que se escriban de una manera y se pronuncien de otra. Somos muy pocos lo que así lo hacemos. En este diario hay otras dos personas que siempre escriben la palabra con jota: Antonio Panesso Robledo y el crucigramista MAC. Ahora, con el editorialista de hoy, somos menos minoría. Gustavo Páez Escobar.

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