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El prurito de privatizar

jueves, 15 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

No es clara la posición del Gobierno en el campo de las privatizaciones. Todo parecía indicar que este renglón había quedado agotado en la administración anterior. En la conciencia pública subsiste la idea de que, mediante la venta de algunas entidades financieras en condiciones muy ventajosas para los grandes grupos, se concentró más poder económico en pocas manos. Las dudas subsisten sobre todo en relación con los bancos de Colombia y del Co­mercio.

Ahora el presidente Samper manifiesta que se estudian otras privatizaciones, aunque con la adopción de mejores sistem­as de control. Agrega que no saldrá de aquellas instituciones que prestan notable beneficio social. Entre ellas están la Caja Agraria y el Banco Central Hipotecario. Otras dos entidades, también de alta utilidad pública, pero muy llamativas como fuente de ingresos para el Gobierno –Telecom y el Banco Popular–, están en entredicho.

En este zangoloteo de las privatizaciones, ambos organismos estatales han sido materia de controversias. Gaviria quería rematarlas, o sea, feriarlas, pero diversas circuns­tancias se lo impidieron. Se sal­varon del afán mercantilista por no haber alcanzado el calenda­rio. Según se desprende del estilo fiscalista de Hommes, apoyado siempre por el presi­dente Gaviria, para él contaba primero el negocio.

En cuanto al Banco Popular se refiere, el valor de su negocia­ción –$ 300 mil millones– figu­raba como un ingreso en el presupuesto de este año. Si no se hubiera interpuesto el lío jurídico que apareció a última hora, esta entidad, que sin duda tiene la mayor plataforma social de toda la banca, ya ha­bría pasado al dominio particu­lar, aumentando el influjo de los grandes grupos. Pero Samper, en la antesala de su Go­bierno, dijo que la necesitaba para adelantar el programa de microempresas.

Cuando se tramitaba la venta del Banco Popular, el candidato Samper expresó lo siguiente en carta a exfuncionarios de la en­tidad: «No veo con buenos ojos ese proceso pues avanza en contravía del esfuerzo que tendre­mos que realizar en el próximo gobierno si queremos impulsar decididamente la creación de 350.000 microempresas y con­tribuir así a la generación de miles de nuevos empleos pro­ductivos».

Esto fue lo que pre­gonó el candidato. Veremos lo que hace el Presidente. Han co­menzado a colarse noticias en el sentido de que el Banco Popular se venderá de todas maneras para reforzar los ingresos públicos. Cabe preguntar: ¿sigue en firme el programa de las microempresas?

Reciente editorial de este pe­riódico llama la atención sobre las críticas formuladas por el contralor general de la Repú­blica acerca del controvertido capítulo de las privatizaciones, y lamenta que tema de tanta al­tura haya pasado en silencio. La tesis del funcionario es que ven­der por vender no es bueno. Si todo fuera cuestión de negocio, habría que salir de las mejores empresas del Estado.

Hay un juicio severo en la declaración del contralor, que vale la pena analizar con la mayor seriedad: «Bajo las actuales condiciones, el proceso de privatización que se ha venido adelantando en el país no es prenda de garantía para salvaguardar el patrimonio público».

Preocupa que, ante la enormi­dad de las cifras que reclama el llamado Salto Social, se eche mano de instituciones lucrati­vas como Telecom y el Banco Popular para cubrir una emer­gencia. Se espera, desde luego, que el prurito privatizador no llegue a extremos que después haya que lamentar.

El Espectador, Bogotá, 8-XII-1994.

 

Vía crucis en el Seguro Social

jueves, 15 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Esta entidad padece de una enfermedad grave y con­tagiosa: el gigantismo. En desarrollo del programa que bus­ca extender la seguridad social a la mayoría de los colombianos, la institución se volvió inoperan­te. En el ramo de la salud, han ingresado miles de nuevos afilia­dos que antes no contaban con ninguna protección, como las empleadas de servicio domésti­co y los trabajadores indepen­dientes. Esto, que es loable, corresponde a una sana concep­ción social, cuyo objetivo es lle­var la asistencia del Estado a los sectores más desprotegidos.

Lo deplorable es que la enti­dad carezca de la estructura necesaria para brindar servicios eficientes. No se entiende cómo, antes de expedirse las leyes, no se prepara la organización para que los reglamentos sean efecti­vos y no se conviertan en letra muerta. La arremetida publici­taria realizada por el Gobierno anterior en torno a su programa bandera –el Sistema de Seguri­dad Social–  deja muchas frus­traciones, que es preciso en­mendar.

Veamos casos concretos. El primero es el suplicio de las colas. Hasta la diligencia más simple está sujeta a largas y desesperantes filas en los dispensarios de la salud. Desde antes de las seis de la mañana comienzan a llegar los usuarios en solicitud de las citas médi­cas, que se conceden para un mes más tarde. Si el paciente resiste tanto tiempo, el médico lo atenderá una o dos horas después de la cita que se le fijó. Y como los consultorios viven atestados de público, la aten­ción será contra reloj. Es decir, la completa ineficiencia.

Si hay prescripción de medi­cinas, lo más probable es que estén agotadas en el Seguro. Si se ordena la remisión del pa­ciente a una dependencia o a un especialista externo, hay que esperar otro mes, después de cumplida una serie de trámites engorrosos. A todo esto se suma la incomodidad de los despa­chos y la falta de urbanidad del personal.

Las preguntas son obvias: ¿Es­to puede llamarse servicio de salud? ¿Por qué se abusa hasta tales extremos de la paciencia de los usuarios? ¿Por qué se formulan medicamentos agota­dos, que por ese motivo debe comprarlos el usuario con su propio peculio? ¿Por qué no se sanciona la descortesía de los empleados? ¿Por qué no se le imprime al organismo una sóli­da reforma que sirva en realidad para proteger la salud de los colombianos?

Otro calvario es el de las tarjetas de derechos, que  en gran parte se reclaman en medio de los baturrillos más impresionantes; y algunas, en los bancos, cuando se es cliente de ellos. Lo indicado sería que todas se despacharan por co­rreo a los domicilios particula­res, y que las facturas pudieran pagarse con toda comodidad.

El Seguro Social, hoy por hoy, es un elefante blanco. Se ha querido hacer tanto, que el orga­nismo se desvertebró y dejó de ser una garantía de servicio. Hay que salvarlo. Ojalá el Go­bierno actual –y hablemos sobre todo del actual gerente de la entidad– asuma esta necesidad dentro de sus afanes priorita­rios.

El Espectador, Bogotá, 14-X-1994.

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El rescate del Banco Popular

jueves, 15 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Si al presidente Gaviria y al ministro Hommes les hubie­re alcanzado el tiempo, el Banco Popular habría pasado a manos de particulares. La entidad estaba lista para su venta al mejor postor, el que, según todos los indicios, iba a ser el grupo Sarmiento. La negociación hubiera significado más concentración de poder económico para los imperios económicos, tan favorecidos por el actual Gobierno, y menos apoyo para los pobres, los eternos perdedores.

La idea de privatizar algunas entidades oficiales para darles mayor eficiencia, no puede considerarse desacertada. Lo es, en cambio, vender otras de alta utilidad pública, como el Popular, que pueden y dejen robustecerse, bajo la orientación del Estado, a fin de desarrollar reales políticas de avance social. Esta institución, que durante mucho tiempo fue un alivio para las clases más necesitadas, desvió en los últimos tiempos sus postulados hasta convertirse en un banco común. Lo indicado, ante dicha realidad, era enderezar su rumbo.

Con el afán del lucro se descuidó en este caso el beneficio social. El organismo pasó a competir en ci­fras voluminosas con los bancos poderosos y se olvidó de su esencia popular. Si la rentabilidad es indis­pensable para cualquier empresa, el exceso engendra voracidad. Poco a poco, a lo largo de quince o veinte años atrás, esta benemérita institu­ción fue perdiendo su vocación inicial y prefirió volverse aliada de los ricos, que son quienes producen utilidades. Los pobres perdieron su banco y se quedaron con un símbo­lo. No tuvieron quién los defendie­ra.

El Banco Popular se iba a vender porque el negocio era jugoso. Jugo­so en doble sentido: para el Gobier­no, que reduciría el déficit, y para el comprador, que aumentaría su do­minio. ¿Y los pobres? Ellos no contaban. Nunca han contado en el reparto de la riqueza. Pero el calen­dario no alcanzó, y la medida, que suscitó conflictos, ha quedado en manos del próximo Gobierno.

El cual, de acuerdo con el anun­cio del doctor Guillermo Perry Ru­bio, nuevo ministro de Hacienda, conservará la entidad para adelan­tar, como lo prometió el doctor Samper en su campaña presiden­cial, un vigoroso programa de creación de microempresas. Hay que celebrar, para bien del país, este rescate redentor. Y extrañar, de paso, el editorial de El Tiempo en su edición del 27 de junio, cuando se muestra partidario de que el orga­nismo sea privatizado.

Decir, como allí se manifiesta, que el Banco Popular ya cumplió su misión, y que «mantenerlo en la esfera públi­ca por más tiempo no se justifica», es un desenfoque. En cambio, ha debido expresarse que se necesita vigorizarlo, ponerlo al día en tecno­logía e imprimirle el espíritu social que se dejó perder. Al editorialista parece preocuparle más el déficit presupuestal que crecerá al no venderse la casa bancaria.

Este rescate de una de las em­presas más acreditadas del país debe significar, ante todo, el regre­sarla a su papel de líder de las grandes transformaciones sociales que ostentó por largos años.

El Espectador, Bogotá, 3-VII-1994.

 

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¿Por qué vender el Banco Popular?

jueves, 15 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Quienes conocemos el Ban­co Popular desde sus orí­genes y, sobre todo, quienes durante largos años servimos su causa en la buena y en la mala fortuna, lamentamos que la entidad hubiera abandonado la esencia so­cial para la que fue creada. El desvío de su papel fundamental de Banco de los pobres, que ostentó durante mucho tiempo, es el cau­sante de esa pérdida de identidad. En forma silenciosa y progresiva, durante quince o veinte años atrás, el organismo oficial fue modificando sus postulados iniciales hasta con­vertirse en una entidad común.

Dentro del síndrome de las priva­tizaciones que acompaña al Gobier­no actual, y que en los últimos días acelera el ministro Hommes para curarse la fiebre del déficit que no lo deja dormir en paz, parece que al Banco Popular le llega la hora para su venta al mejor postor. Como la cuestión es ante todo de plata, los negociadores oficiales, con el minis­tro de las finanzas a la cabeza, no se han detenido en el sano plantea­miento esbozado por destacados líderes nacionales en el sentido de que el instituto debe resguardarse como patrimonio oficial, dándole las reformas y correctivos que sean necesarios para reconquistar el espíritu de servicio que se dejó perder.

El doctor Carlos Ossa formula la siguiente pregunta en artículo de este diario: «¿Para qué privatizar unas entidades que fueron rescata­das con los recursos de los contri­buyentes y para qué vender otras que siempre han sido del Estado, si el resultado final no va a ser otro que más concentración de la propie­dad?». El doctor Ernesto Samper, otro de los defensores del Banco como organismo oficial, propone que en lugar de privatizarlo debe convertirse en eje de un programa de miniempresas urbanas.

La licitación de la telefonía celu­lar y la venta del Banco de Colom­bia, que constituyeron aparatosas negociaciones que enriquecieron las arcas del Estado, ponen en eviden­cia un hecho preocupante: la entre­ga del país a los grandes grupos financieros. Si la filosofía de la privatización es democratizar las instituciones, ya se ve que ocurre todo lo contrario en los negocios que se han realizado.

No hay razón para pensar que vaya a pasar nada distinto en las subastas que se aproximan: Banco Popular, Ban­co Central Hipotecario, Banco del Estado y Corpavi. En esta danza de los billetes que tanto emociona al ministro Hommes, con la oculta complacencia del señor Presidente, gana el que más paga. Como los que más pagan –y más ganan– son los ricos, esta concentración enorme de riqueza representa una dolorosa realidad: hacer más ricos a los ricos y más pobres a los pobres.

Nadie discute que la privati­zación de la banca oficial busca mayor eficiencia y competencia en el sector financiero. En el caso del Banco Popular, no puede ignorarse el atraso de varios años que regis­tran sus sistemas tecnológicos, situación que se agrava con la dismi­nución que ha tenido la nómina en más de dos mil empleados, lo que se traduce en el mal servicio que hoy se presta al público. Pero el camino ideal no es venderlo, sino transfor­marlo. «Al paso que vamos –dice Francisco Santos en El Tiempo–, habrá que poner al frente del Capi­tolio un letrero bien grande que diga: “Se vende al mejor postor».

¿No podría reflexionarse más en la venta del Banco Popular? Es una entidad sui géneris, en otros tiem­pos bandera social de los gobiernos, que bien valdría la pena salvar en esta carrera febricitante del dinero.

El Espectador, Bogotá, 24-II-1994.

 

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El Banco Popular en venta

miércoles, 14 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

A lo largo de sus 43 años de existencia, al Banco Po­pular se le ha considerado la entidad financiera más ligada al sector oficial. Cuando en 1957 se hundió en  aguda crisis moral y económica como consecuencia de los descalabros sufridos en la dictadura del general Rojas, el Gobierno siguiente lo salvó del desastre. Superada la bancarrota, vino un lento período de saneamiento dirigido por el doctor Eduardo Nieto Calderón. Años más tarde, la institución competía con la banca grande y prestaba excelentes servicios a la gente de escasos recursos económicos.

La pequeña y mediana industrias, que se mantenían marginadas de la banca tradicional, encontraron en el Popular su mejor aliado para el progreso.

Se convirtió en el banco de mayor sensibilidad social del país. El apoyo que brindaba al pequeño comerciante, al artesano, al ama de casa o al empleado público, tan carentes de protección financiera, le hizo acrecentar la fama de Banco de los pobres, como lo fue en forma muy marcada en sus inicios, y lo siguió siendo por varias décadas, hasta desaparecer hoy esa distinción.

Los Gobiernos, conscientes de la enorme utilidad pública que prestaba el Banco, a través de él desarrollaban grandes políticas sociales. Al cabo del tiempo, la pequeña entidad que había creado en 1950 el doctor Luis Morales Gó­mez al entrar en quiebra el Montepío Municipal de Bogotá, llegó a ser uno de los bancos más pujantes y sólidos del país.

No sólo fue poderoso en el amplio sentido bancario del término, sino que se ideó los sistemas más origi­nales –que no tenía ninguno de sus competidores–  para llegar a todas las capas de la población. Los préstamos a los empleados por el sistema de libranzas, el Martillo, la Sección Pren­daria, Corpavi, el Fondo de Promo­ción de la Cultura, el Servicio Jurídi­co Popular, la Corporación de Ferias y Exposiciones, la Corporación Financiera Popular, la Almacenadora Popu­lar, para no mencionar otros engra­najes novedosos de menor resonan­cia, atestiguan el vigor de una idea revolucionaria que rompió los moldes de la banca ortodoxa y partió en dos la historia bancaria del país.

Sorprende, por eso, que el Gobierno actual piense vender su banco líder. Así lo  anuncia el ministro de Hacienda, que no descansa en la búsqueda afanosa de recursos públi­cos. Meses atrás había dicho que el Gobierno, en la venta de los bancos oficiales, excluía al Popular por considerarlo el de mayor espíritu social. Ahora dice que en realidad no se está adelantan­do, a través de él, ninguna política gubernamental de importancia.

No se entiende esta contradicción en tan corto tiempo, ni se justifica que en aras de los negocios apresurados se olvide la larga trayectoria de servi­cios que el Banco Popular le ha prestado al país con el auspicio ofi­cial. Empero, no hay que desconocer la transformación traumática que su­fre la entidad de cierto tiempo para acá, como consecuencia de la politi­zación que se impuso en los altos cargos, de un sindicalismo beligeran­te y de la renovación del personal antiguo con el argumento de que era muy costoso.

Ahora ocurre esta paradoja: al cambiarse la vieja nómina por las nuevas generaciones doctoradas (como es la moda de los tiempos modernos) tal vez se rebajaron costos pero se perdió profesionalismo. Y así, el servicio ha venido en notoria men­gua en todas las oficinas. El factor humano incide, sin duda, en la falta de vocación social que hoy se echa de menos en la institución. Si se ha debilitado esa vocación, antes que llevar a cabo la venta de un organis­mo útil para el Gobierno y la sociedad –negocio que parece orientado por el prurito de la ganancia rápida– valdría la pena aceitar los mecanismos oxi­dados.

El Espectador, Bogotá, 7-VII-1993.

 

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