Archivo

Entradas Etiquetadas ‘Viajes’

El encanto de los parques

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Colombia es un país maravilloso por su diversidad y riquezas ecológicas. Existen 56 áreas protegidas (parques, reservas naturales, santuarios de fauna y flora) y un número indeterminado de parques temáticos. Estos últimos, ideados para resaltar la cultura, las costumbres y las joyas autóctonas, son obras de arte que muestran atractivas facetas regionales. Por medio de los parques se descubre el alma de los pueblos, se entienden la historia y las leyendas que forman el acervo cultural y se alimenta la fascinación. Son sitios apropiados para el deleite, el descanso y el conocimiento.

De plácemes está la zona cafetera situada en Caldas, Quindío, Risaralda y el norte del Valle con motivo de la declaratoria que de este territorio hizo la Unesco como Patrimonio Cultural de la Humanidad. Zona privilegiada por sus bellos paisajes, sus pintorescas casas campesinas adaptadas como parajes hoteleros, el colorido de sus cosechas y la amabilidad  de sus habitantes. Su geografía es un poema al café. Un canto a la vida. Con estas líneas se hace un recorrido por algunos parques de la región y del país, para apreciar, a través de estas muestras, los portentos que tiene Colombia en su ecología y en sus tesoros artísticos.

En Montenegro se encuentra el Parque Nacional del Café. Allí, desde una torre mirador de 18 metros de altura, se divisa el embrujado panorama quindiano. Y se dispone de una serie de diversiones mecánicas (como la montaña rusa) y de diversos shows para la familia. Un grato paseo se realiza por los senderos ecológicos, las casas campesinas, el cementerio indígena, el tren del café, el teleférico, el jardín de las fábulas… En “El secreto de la naturaleza” surge una sensacional atracción movida por pantallas holográficas que exhiben la flora y la fauna del país. En el “Show del café” se ofrece la historia del grano con la magia de 22 artistas que conducen al espectador por las regiones productoras y le enseñan las bellezas de la tierra colombiana.

En Quimbaya se halla el Parque Nacional de la Cultura Agropecuaria (Panaca), que hace una interacción entre la ciudad y el campo y destaca las labores agropecuarias como nervio de la economía nacional. El visitante descubre aquí un mundo divertido manejado por jinetes acróbatas, carrozas tiradas por hermosos caballos, graciosos trovadores y otras sorpresas admirables. En el parque residen más de 4.500 animales, entre los que merecen destacarse los avestruces (el ave más grande del mundo), 16 razas de gatos de todo el planeta y una selección de simpáticos cerdos. Para las emociones fuertes se cuenta con un cable extenso bautizado con el nombre de Canopea Panaca, que lleva a los visitantes a más de 80 kilómetros por hora en medio del fascinante paisaje quindiano.

En la carretera que une a los municipios de Montenegro y Quimbaya se localiza el Parque Cultural Los Arrieros, de reciente fundación, donde se enaltece uno de los símbolos más auténticos de la raza paisa, el de la arriería. En este recinto se retiene y evoca el pasado a través de escenarios históricos, exposiciones y otras alegorías que reviven las epopeyas de los bravos colonizadores que descuajaron montañas e hicieron surgir poblaciones.

Los amantes de la naturaleza admirarán en el Jardín Botánico del Quindío, situado en Calarcá, una expresión espléndida de la fauna y la flora, en medio de senderos, jardines, árboles centenarios y fuentes cristalinas de agua. Una de las mayores atracciones es el mariposario, construido con una forma gigante de mariposa. Este pedazo de bosque natural es un mensaje para amparar la vida de los insectos y las plantas, fortalecer los suelos, cuidar los árboles y consentir el agua, dones básicos para la existencia humana. Es un jardín edénico convertido en taller de investigación científica que atrae el interés del caminante hacia los dones de la naturaleza y la vida.

A 42 kilómetros de Cali se halla el municipio de El Cerrito, donde se localiza el Museo de la Caña de Azúcar en la hacienda Piedechinche. Lugar especializado en la conservación de los utensilios que tienen que ver con el cultivo y el proceso de la caña de azúcar. Su sede es una típica casa del siglo XVIII rodeada de preciosos jardines. Sitio de enorme belleza ambiental que recoge la historia de la industria azucarera del Valle del Cauca, que tuvo sus primeros trapiches en esta zona.

Sobre la carretera Panamericana, a tres kilómetros de Buga, se llega al Parque Natural El Vínculo, dedicado a la investigación científica, la preservación de la fauna y la flora, la conservación del paisaje y el ecoturismo. Sitio ideal para el contacto con la naturaleza en las 80 hectáreas que lo conforman, que puede recorrerse en animadas caminatas y que está constituido por bosque seco tropical. Allí se protegen especies exóticas que se han ido extinguiendo en otros lugares, como los písamos, las palmas zanconas, los caracolíes, los guásimos, las pavas de monte, las águilas caracoleras o los venados coliblancos.

Si el viajero quiere cambiar de panorama, puede tomar la vía de Manizales y buscar el Parque de Los Nevados, uno de los espectáculos más imponentes que ofrece el mapa de Colombia. Este parque natural está situado en jurisdicción de Caldas, Risaralda, Quindío y Tolima, en 58.300 hectáreas de extensión. Territorio majestuoso de nevados (como el del Ruiz), lagunas, alturas impresionantes que pasan de 5.000 metros sobre el nivel del mar, y fauna diversa, como el tapir y el oso de anteojos.

En fin, son variados los espacios para encontrarnos con este lindo país que, a pesar de los atropellos forestales y de la indiferencia cultural de muchos colombianos, conserva su esencia pastoril y mantiene sus valores, su historia y tradiciones.

Revista Naturaleza y Descanso, Armenia, diciembre de 2011.

Categories: Quindío, Viajes Tags: ,

Un encuentro memorable

miércoles, 11 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

2 de agosto de 1988, martes.

Un viaje acariciado con Astrid, mi esposa, tiene al fin cumplimiento en esta limpia mañana bogotana en que nos aprestamos a abordar el vuelo de Varig que ha de conducirnos al país azteca. En la instalación aérea de Bogotá todo es efervescencia. La vida de los aeropuertos es común en todas partes: movimientos presurosos de personas que llegan y salen, filas impacientes ante los despachos de pasajes, nerviosismo y ansiedad, adioses y despedidas. Uno de los lugares en donde más se agitan las emociones humanas, unas veces con reflejos de an­siedad y otras al impulso de los encuentros alborozados, es en los aeropuertos. En ellos hay misterio y suspenso, tristeza y felicidad, cercanía y distancia. Se unen allí, en extraña simbiosis, dos extremos de la existencia humana: el principio y el fin.

Ya situados en el confortable aparato de la empresa brasileña, y listos para la partida, escuchamos en varios idiomas la melodiosa voz femenina que nos da el reci­bimiento a bordo y anuncia una travesía de cuatro horas. El mensaje de las azafatas, imprescindible en estos as­censos del hombre a las temibles alturas, es el mayor sedante, por su tono y serenidad, para despegar de la tierra y chocar con las nubes. Consultamos el reloj mien tras el avión corre veloz por la pista: nueve de la maña­na. La hora exacta que figura en el pasaje. Ya teníamos noticia de la puntualidad inglesa de la compañía bra­sileña y por eso buscamos a Varig.

Buen augurio para un viaje de placer —como el que emprendemos para celebrar los 25 años de casados— éste de salir con exactitud y sin contratiempos por los aires de América. Hemos escogido a Méjico como sitio ideal para el turismo y la contemplación cultural. Mé­jico me ha atraído siempre por su historia, su cultura y sus bellezas naturales. Hoy viajo con mi esposa a descu­brir la tierra mítica de Juan Rulfo. Allí nos esperan, por otra parte, dos ansiados encuentros: uno con Laura Vic­toria, la voz lírica de mi pueblo nativo —Soatá—, y otro con Germán Pardo García, el poeta del cosmos.

Esto de poeta del cosmos, cuando el avión es pere­grino de los espacios infinitos y va contagiado de majes­tad, suena imponente. «Y me volví cósmico y soñé con la vida y la muerte en razón de ser astrofísico», señala el poeta en una de sus confesiones. Ahora recuerdo, en este encumbramiento por las regiones siderales, desde donde el mundo se ve borroso y lejano, que Adel López Gómez, escritor que conoció muy de cerca y admiró a Germán Pardo García, lo bautizó el «poeta de la briz­na y el cosmos». Exacta definición para quien como Par­do García plasmó en su obra, con sensibilidad artística, la trascendencia de la vida, desde la pequeñez hasta la inmensidad, y supo unir el átomo con la mole. Nadie sería grande y monumental y cósmico —como lo es Germán Pardo García— si no fuera al propio tiempo emotivo y humilde. Juntar la brizna con el cosmos re­presenta el acierto del hombre capaz de realizar un no­ble destino.

En su poema Sombras acústicas declara Pardo García:

Soy un vagabundo del espacio

y ansío escudriñar si mi espíritu repercute

en el centro de Dios.

Surge de pronto la sensación de hallarnos próximos a nuestro destino. La región más transparente, canta­da por el novelista Carlos Fuentes, está cercana al ha­llazgo. La inmensa capital de Méjico, que en otras épo­cas contaba con cielo claro y hoy se encuentra oculta por espeso manto de niebla, se resiste a aparecer ante nuestros ojos. Es necesario que el avión perfore la densa atmósfera contaminada, que pinta el cielo de gris melancólico, para que se descubra, en toda su magnitud, el imperio de la urbe.

Carlos Fuentes se refiere no sólo a la pureza de la atmósfera sino a la transparencia de la raza mejicana. Esa transparencia, a pesar del smog que atenta hoy contra la propia vida, es un distintivo del pueblo mejicano. Su capital, con veinte millones de ha­bitantes, es la más poblada del mundo. Y comienza a brotar como entre brumas, para luego revelarse en sus maravillosos contornos. Todo un espectáculo de ur­banismo, de belleza y suntuosidad.

Ciudad de Méjico se encuentra tan contaminada, que en los tejados de las casas mueren asfixiados los pajaritos; y mañana serán personas las que terminen con los pul­mones destrozados si no se controla el gigantismo letal de la urbe más colosal del planeta. Tal la marca agobiadora del progreso incomprensible. Estamos, en fin, sobrevolando la metrópoli asombrosa que relampaguea a distancia con su constelación de fosforescencias y vida. La metrópoli se nos mete en el cerebro y en el corazón, luminosa, succionante, estremecedora.

Escucho, rememorando su historia, el grito de las revoluciones que reclaman derechos e imponen libertad. Me llega el eco de las batallas donde el pueblo altivo escribió una de las mayores epopeyas de la raza, entre luchas, rebeliones y grandezas. Y no puedo disociar de esa cadena de combates y sacrificios la leyenda de Pedro Páramo, que recoge y simboliza uno de los capítulos mejor representados de la violencia universal. Es éste el país fabuloso que me ha crecido en la sangre como un torrente incontenible y que ahora fulgura en el aire y me infunde turbación y pasmo.

La ciudad se entrega como la amante frenética que desde siempre ha esperado, y se vuelve sensual con sus líneas hormigueantes que corren por avenidas vertigino­sas y por parajes recónditos. Es la ciudad-monstruo. La de las desmesuras y las pequeñeces entrelazadas, casta y pecadora a la vez. La de los amaneceres piadosos y las noches borrascosas. Centro de culturas milenarias y te­soros sorprendentes. Resplandece la urbe como un sen­dero de pedrerías fantásticas.

Cumplidos los trámites de inmigración, nos dispo­nemos a rescatar las maletas y tomar el taxi al hotel. Estamos en país extraño pero nos sentimos cómodos en él, tal vez por nuestra admiración por el territorio in­cógnito. El aeropuerto hierve de gente y afanes, y noso­tros, insignificantes transeúntes en medio de la multitud, nos protegemos en la mutua compañía. Nos dejamos arrastrar por la marejada humana y buscamos, más con la intención que con los ojos, la forma de sentirnos solos, como si esto fuera posible entre la muchedumbre de los aeropuertos.

Alguien se dirige a mí y menciona mi nombre. Es Aristomeno Porras, ciudadano colombiano residente ha­ce largos años en Méjico, a quien no conozco en persona. La grata sorpresa me abruma. Como estaba enterado de nuestro viaje, ha venido a recibirnos. Y nos dice que en otro ángulo del aeropuerto nos aguarda desde hace dos horas —por mala información sobre el vuelo— Ger­mán Pardo García. Me siento sobrecogido con la noticia. Me apena la cortesía de los dos amigos distantes, a quie­nes sólo he tratado por correspondencia, y me contraría la incomodidad que ha tenido que soportar el maestro, quien acaba de cumplir 86 años.

Y allí, en silenciosa espera, mientras el mundo circu­la rudo y hostil a su lado, divisamos al poeta. En entra­ñable abrazo le expresamos nuestra gratitud, a la vez que nuestro disgusto por el contratiempo.

–¡Bienvenidos a Méjico! –nos manifiesta con ges­to cordial, disimulando la fatiga.

–Maestro, es un privilegio estar con usted –le expreso con emoción.

Y él, sin palabras, deposita en manos de mi esposa una ollita de barro donde va sembrada una flor. Es la flor mejicana de la hospitalidad. Pero sobre todo es la flor poética de la solidaridad, que siempre retoñará en los corazones hermanos.

Es martes, y recuerdo el viejo proverbio: «En mar­tes, ni te cases ni te embarques». La sentencia no tiene sentido y resulta falsa como tantas otras inventadas por la imaginación popular. No sólo ha sido placentero el viaje de la pareja conyugal, sino que este martes da ini­cio al presente libro. Quedo embarcado en la gran aven­tura de descubrir el alma del inmenso poeta colombiano, gloria de la literatura universal, quien con una ollita de barro ha salido a presentarnos su célebre mensaje de «paz y esperanza» en medio del ambiente turbio de los aeropuertos. El barro representa la tierra, y con este co­nocimiento trataré de darle dimensión a la vida.

El cielo mejicano me ha sido propicio.

La Crónica del Quindío, Armenia, 9-VII-1995.

 

Categories: Viajes Tags:

Alma viajera

miércoles, 11 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Han corrido 25 años desde el día que escribí la primera línea sobre una ciudad. El descenso por el páramo de La Línea, invadida el alma con el inquieto encanto que producen las alturas y los abismos reunidos en un solo cuadro, en una sola emoción, me conmovió el espíritu. La sensación de inmensidad, y al mismo tiempo de pequeñez, que se experimenta en el punto más elevado de la cordillera, donde el viento sopla con furor y las nubes se estrellan inclementes contra la tierra, se quiebra más adelante y destruye el hechizo, cuando la arisca montaña se vuelve menos empinada y por consiguiente menos excitante.

De pronto irrumpió en una vuelta de la carretera, todavía luchando el viajero contra el vértigo de la bajada, un contorno de verdes tonalidades que le puso otro colorido al paisaje. Y otra temperatura al corazón. Más adelante apareció flotando en el panorama, como seductora silueta femenina, la ciudad presentida.

Era Armenia, iluminada y sugestiva, y clavada en la profundidad como el regazo amoroso de la cordillera. Ese contrate entre luz y sombra, entre cumbre y vacío, entre aridez y fecundidad –rasgos determinantes de la propia condición humana–, me ha llevado a lo largo del tiempo a establecer la perfecta simbiosis que existe entre el hombre y la naturaleza.

Al recoger hoy estas crónicas viajeras para formar un libro y cantar las ciudades y los pueblos de la patria, compruebo con asombro y regocijo que mis recorridos posteriores –unos laborales y otros de descanso, y todos de compenetración con el medio ambiente– cubren gran parte del territorio colombiano. He sido afortunado transeúnte de caminos. Esas andanzas, físicas y literarias, me abrieron la mente y el alma a la comprensión del hombre y al goce de la naturaleza.

Somos pueblos ambulantes

He de confesar que la vida de los pueblos, entendidos éstos como conglomerados humanos –sin considerar su importancia ni su extensión territorial–, me apasiona. Tanto la aldea más remota como la urbe más populosa, con sus pasiones y miserias, sus trabajos y esfuerzos, sus sueños y grandezas, me seducen. Todos los pueblos tienen cuerpo, historia, estilo propio, vida y espíritu. Somos pueblos ambulantes: los llevamos con nosotros mismos. Los paisajes que admiramos, y a veces destruimos, son nuestros mismos paisajes interiores.

Cuando se es capaz de descubrir la poesía del viaje, que la mayoría no logra encontrar, sabemos que viajar es un placer. Para eso se requiere el deseo de explorar y aprender, de captar lo peculiar y entender lo profundo que hay en todas partes. No es necesario abarcarlo todo ni detenerse en todos los pregones municipales, los que muchas veces, en lugar de enriquecer el conocimiento, distorsionan la realidad. Un solo ángulo, una particularidad, un matiz, percibidos con fidelidad, suelen ser superiores a grandes discursos para interpretar el carácter de los pueblos.

Viajar por viajar no tiene sentido. Disminuye el bolsillo, agota las energías y apaga el entusiasmo. No aporta ninguna experiencia vital, que es el mayor tesoro que debemos buscar en cualquier territorio. Con higiene artística es posible el hallazgo gozoso de emociones y alegrías, de personajes típicos y grandes filosofías pueblerinas a través de las cosas simples, incluso en los sitios que suponíamos menos trascendentes.

Dice Hermann Hesse: “La naturaleza es hermosa en todas partes o no lo es en ninguna”. Y agrega: “Se puede aprender del pintor o del poeta, pero también del campesino y del guarda forestal. Y en cada ser humano, por unilateral que sea su formación, dormita una olvidada fraternidad con el sol y la tierra”.

El ocio de los caminos

Para ejercer el romanticismo de los viajes –una cualidad no tanto de los enamorados cuanto de los espíritus sensibles– hay que dejar que el alma vague sin rumbo fijo en búsqueda de sorpresas, de pequeños detalles enriquecedores, y luego vuele por los paisajes como una avecilla de los montes, que es minúscula dentro de las desmesuras del mundo, pero sabe ser feliz. Hay que escaparnos a campos y veredas y aldeas ignotas, a buscar las fuentes de la vida y los misterios del mundo, provistos sólo de inquieta ansia sensual y de la lente elemental del artista.

El método de la contemplación, del diálogo interior, del ocio de los caminos, cuando sabe practicarse, eleva el espíritu y dignifica la existencia. Esto nos evita ser rastreros.

Cuando viajo por Colombia o por otros países, en mi maleta no puede faltar la libreta de apuntes. Me gusta mirar, preguntar, indagar. Y sobre todo, observar. El chofer de taxi, el vendedor de dulces, el lustrador de calzado, la humilde aseadora del hotel, en quienes reside la filosofía popular, han sido siempre mis mejores informantes. El clima de las poblaciones lo he medido a través de estos menudos personajes de la vida corriente.

Ellos son los autores de la mayoría de estas páginas. Además, en varios casos figuran como protagonistas reales de episodios memorables para mí, que yo quisiera que también lo fueran para el lector. Son moldes sociales que vale la pena exaltar.

El alma de Colombia

Estas crónicas, escritas algunas con leves dosis de humor y en tono coloquial y juguetón, persiguen una finalidad precisa: retratar a Colombia. No son pesados cuadros de costumbres ni profundos ensayos de sociología. Pinceladas, apenas, sobre el alma de la patria, con algunos rasgos humanos –en el dolor y el alborozo– de ese sinfín de personajes y sucesos que giran en torno nuestro y no siempre sabemos captarlos.

Si no soy un pintor afortunado, aspiro por lo menos a dejar constancia de mi ánimo indagador. No deseo, además, que mi pretensión vagabunda sea recriminada con las palabras de Fernando González en su libro Viaje a pie: “El hombre es un animal que suda, que digiere, que elimina toxinas, que desea la mujer ajena y todo lo ajeno, y que apenas por instantes piensa”.

Estos trabajos ocasionales, publicados casi todos en El Espectador como colaboraciones literarias, adquieren otra dimensión cuando se ponen en fila para encadenar una idea. Sin ser del todo necesario, les he dado algún orden para que mi viaje por Colombia no resulte tan emborronado como mi libreta de apuntes.

Comienzo el recorrido por las comarcas más pegadas al afecto: Boyacá, que me dio la sangre y me modeló el alma; y el Quindío, que a partir de aquel descenso por su cordillera soberana me brindó cariño y me acogió como hijo adoptivo.

Fue preciso, y lo lamento, para no hacer tediosa esta lectura que de todas maneras muchos abandonarán por insulsa, sacrificar otros escritos no menos entusiastas dentro de mi vocación andariega. Lo importante para el autor es saber que su misión de retratista de paisajes, de hombres y de estados del alma la ha desempeñado con amor. Amor por la humanidad y por el oficio de escribir. Acaso así se gane las indulgencias de los lectores benevolentes.

La Crónica del Quindío, Armenia, 14-I-1996.

* * *

Explicación necesaria:

Como habrá podido notar el lector de estas líneas, en ellas se anuncia la publicación de un libro. Así es. Pero el libro no se publicó. Un día me puso a correr el rector de la Universidad del Quindío, Henry Valencia Naranjo, al apremiarme con la oferta de un libro que deseaba publicarme en breve tiempo, sin que yo se lo hubiera pedido. Armé una obra de crónicas viajeras, sacadas de mis correrías por la geografía colombiana. Pasado el tiempo, noté que el rector (que había sido político) echaba al olvido su palabra. La vida de los libros está marcada por esta clase de percances. Ser escritor es un honor que cuesta. Cuando me convencí de la realidad, opté por echarle tierra al asunto. Sin amargura. El libro no se publicó, pero se rescatan las palabras de introducción escritas para aquella ocasión. Y también las crónicas viajeras, que quedan a salvo en este recinto seguro de la página web. GPE

Categories: Quindío, Viajes Tags: ,

Ana Frank en el camino

miércoles, 11 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

De paso por la ciudad de Ámsterdam, en viaje por varios países europeos, me acordé de Ana Frank, la niña prodigio que a la edad de 14 años había escrito uno de los testimonios más estremecedores so­bre las atrocidades cometidas por el régimen nazi en la Segunda Guerra Mundial.

De tantas cosas importantes que hay que conocer en el itinerario por Europa, para mí era de primer or­den la visita a la casa donde Ana Frank escribió su diario clandestino, traducido a unos 60 idiomas y cuyas ventas superan los 20 millo­nes de ejemplares. Cuando la guía anunció que nos encontrábamos frente a la casa legendaria, en una calle sosegada que no hace presen­tir la dimensión del drama que allí se vivió hace medio siglo, el espíritu del viajero no pudo menos de sentir­se conmovido.

La sola idea de que en aquel refu­gio, en el llamado «Anexo Secreto», hubieran permanecido encerrados ocho judíos por más de dos años, mientras sobre su raza se desataba la más implacable persecución de Hitler, y una niña volcaba sus mie­dos y emociones en rústico cua­derno escolar, era seducto­ra para penetrar en este recinto de la historia.

Diríase que la furia del monstruo que arrasaba ciudades, tor­turaba a millones de judíos y luego los conducía a la muerte atroz no lograba penetrar las cuatro paredes de aquel encierro hermético, de donde brotaría, como una luz poderosa en medio de las tinieblas aquel legajo de hojas manuscritas por la niña precoz que ha sido, sin duda, una de las mayo­res cronistas de la crueldad huma­na.

De aquel lugar se sale sobrecogido y a uno se le antoja pensar en un suceso inverosímil, para el que no existe explicación va­ledera. Allí todo es fugaz e inasible –por más fijo que se halle en el cere­bro del mundo–, y  está penetrado de misterio. El amo de Alemania, que todo lo podía y todo lo aniquilaba, no fue capaz de destruir el fiel testi­monio de Ana Frank, tal vez el ma­yor enjuiciamiento sobre la brutali­dad del hombre en todos los tiem­pos.

Si aquel holocausto se compara con lo que acontece en tierra colombiana, donde la sangre de miles de vícti­mas se derrama en sordos episodios de ferocidad, vemos que la sevicia es la mayor aberración del hombre. Hitler no ha muerto. Lo tenemos vivo en la selva, en la ciudad, en las carreteras, en los ríos, dondequiera que exista un germen de vida, una mues­tra de civilización. Y sobre todo está vivo en la conciencia colectiva, alimentada de odios, de pasiones, de ansias destructoras.

Los trenes silenciosos que Hitler empujaba a Treblinka o Auschwitz son los mismos, en otro sentido, que recorren los campos de la guerrilla colombiana, con sus desfiles de ataúdes y sus cargas de mi­seria. Al pasar por la casa de Ana Frank escuché un grito lejano y des­garrador, como si saliera de las pro­pias entrañas de mi patria.

La Crónica del Quindío, Bogotá, 12-XII-1998.

Categories: Viajes Tags:

Cancún, ejemplo para imitar

viernes, 16 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

La isla de Cancún tiene 300.000 habitantes y es conocida como la joven de Méjico. Hace apenas 20 años se proyectó como sitio de atracción para fortalecer la economía de la península de Yucatán, y hoy es un paraíso del turismo internacional. Méjico, que ha hecho del turismo una de sus rentas más importantes, recibe por Cancún la quinta parte de la cifra total que por dicho concepto ingresa al presupuesto de la nación.

En reciente visita a la isla, la que se encuentra rodeada de una naturaleza prodigiosa y está favorecida con los servicios de una estructura turística de primera calidad, me hice la siguiente reflexión: ¿Por qué en Colombia no sucede lo mismo? Tenemos maravillosos encantos naturales, climas para todos los gustos, dos mares, gente amable, sitios exclusivos, y sin embargo… Este sin embargo es el que nos distancia de países desarrollados en turismo como Méjico.

Nos han faltado visión y audacia para explotar las riquezas de que disponemos. No hemos tenido ni el presidente ni el ministro de Hacienda que hayan concebido el turismo como uno de los recursos más sólidos para robustecer las debilitadas finanzas. En Colombia los gobernantes lo resuelven todo con impuestos.

La hotelería de Cancún, que ofrece alrededor de 20.000 habitaciones, se halla entre las más avanzadas del mundo. Esto no hubiera sido posible de no contar con las ventajas de la ciudad construida con los mayores sistemas de planeación, y con visión futurista, donde todo está calculado para el crecimiento estable. Primero se pensó en la estructura de los servicios públicos, en el diseño del casco urbano, en la adecuación de las playas y los sitios de interés público, en la construcción de las vías (en las que no se encuentra un sólo bache en cualquier recorrido que realice) y en la formación de la conciencia turística.

Sobre esas bases vino el desarrollo de lo que es hoy el centro dinámico y fascinante, visitado por viajeros de todas las nacionalidades, el que cada día progresa más y conquista mayores divisas para el progreso de la nación. ¿Podrá decirse lo mismo de Cartagena, Santa Marta o San Andrés?

Hay que admitir, con dolor patria, que en Colombia carecemos de vocación turística. Los gobiernos no se han preocupado por estimular esa vena dormida, y por eso los colombianos se van al exterior en busca del turismo seguro y confortable.

En el sitio que presento como modelo de turismo –y que me perdonen las comparaciones odiosas– existen otros dos factores fundamentales que hacen sentir cómoda a la gente, en los que vale la pena meditar. El primero, el de la amabilidad que se dispensa al visitante en cualquier lugar a donde llegue. El ambiente de hospitalidad está regado por toda la isla. Por eso, se regresa de allí con un sentimiento grato. Y el otro, el de la seguridad. Los sistemas de vigilancia en la isla, y sobre todo la noción de respeto al turista que allí se ha inculcado, permiten disfrutar de absoluta tranquilidad. Y quedan deseos de volver.

El Espectador, Bogotá, 7-VI-1997.

 

Categories: Viajes Tags: