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Verdugos públicos

lunes, 12 de diciembre de 2011

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

A medida que crecen las ciu­dades, más se deshumani­zan. En Bogotá todo es caóti­co y torturante. Hasta la diligencia más sencilla se vuelve tortuosa, y para cumplirla se necesita capacidad de mártir. Si se carece de ella, la gente se ahoga en este mar de dificultades que hacen de la vida cotidiana un calvario. El sentido de servicio desa­pareció de los despachos públicos. Imperan, en cambio, la indolencia y la descortesía. Los burócratas, a todo nivel, mantienen destrozada la pa­ciencia ciudadana.

Veamos lo que le ocurrirá a usted en la compra o la venta de un inmueble, sobre el que debe además constituir o cancelar una hipoteca. Comencemos por lo último. Por el Banco Central Hipotecario, por ejem­plo. Los bancos oficiales, que debie­ran ser los más eficientes, son los que más dificultades ofrecen. Después de pagado el saldo de la deuda, levantar el gravamen implica la mortificación de las vueltas y revueltas –entre avalúos, estudio de títulos, conceptos de abogados, venias a los funciona­rios y esperas eternas en todos los despachos–, hasta introducir el nego­cio en la notaría. En el Banco Central Hipotecario, cuya característica prin­cipal es la lentitud, diligencias de esta índole se vuelven angustiosas.

Recibido el negocio en la notaría, vendrá el trámite de elaborar la escri­tura, hacerla firmar del banco, si hay hipoteca de por medio, y luego citar al cliente para el acto final en estas oficinas colmadas a toda hora de público y sofocos. Luego usted toma­rá el documento para pagar los im­puestos, antes de solici­tar el registro.

Nadie entiende, pero tiene que tolerar con absoluta resig­nación el caos que se forma ante las ventanillas de la Beneficencia y la Tesorería para pagar, en dinero efec­tivo y con peligro de los raponeros0, los mayores tributos de estas operacio­nes. El bolsillo se resiente en cada etapa del calvario, y en lugar de recibir amabilidad por el sacrificio que usted hace para atender la burocra­cia, encontrará por doquier indife­rencia y malos tratos.

La Oficina de Registro, sectorizada en tres lugares de la ciudad, parece un mercado persa. Allí luchará usted a brazo partido para abrirse campo en medio de colas desesperantes. Cuando logra coronar la meta, para lo que debe emplear todo el período de la mañana o de la tarde, le dirán que el negocio quedará registrado en los diez días siguientes. Volverá una y otra vez y siempre le expresarán lo mismo: aún no ha regresado la escri­tura a ventanilla.

Ármese, pues, de paciencia, a fin de seguir en esta lucha sin cuartel para obtener algún día la legalización del documento. Los diez días se convierten en un mes, en dos, y muchas veces hay que hacer verdaderas acrobacias para rescatar­lo de estos vericuetos de la ineficiencia.

En definitiva, el país anda como va porque no hay capacidad de servicio. Hemos llegado al peor grado de la burocratización. Todo se ha tornado engorroso, desabrido, hostil. Al ciu­dadano se le trata a las patadas. Presencié el gesto absurdo de un doctor Castro, verdadero dictador en su escritorio, que se negaba a atender al usuario porque debía concurrir a una cita médica. Y así se enfrentaba, entre densas tufaradas de despotis­mo, con signos evidentes del trasno­cho etílico de la noche anterior, a su víctima de turno: «Si gasto tiempo en usted, yo soy el perjudicado. ¿O prefiere que me muera?».

*

Me acordé entonces de Peter, cuyo nivel de la incompetencia está exten­dido por todos los rincones de la administración. Los jefes olímpicos, entre tanto, viven escondidos en sus salones dorados, ausentes de las angustias del pueblo. El cual, como ironía, es el que sostiene sus jugosas posiciones.

El Espectador, Bogotá, 14-IV-1993.

 

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