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Las luces de París

sábado, 11 de febrero de 2012

Por: Gustavo Páez Escobar

En carta de Ernest Hemingway a un amigo (año 1950), le dice lo siguiente: “París te acompañará, vayas donde vayas, todo el resto de tu vida, ya que París es una fiesta que nos sigue”.

En 1964 fue publicada en Estados Unidos su obra póstuma titulada París era una fiesta, en la cual recoge sus recuerdos vividos en París entre 1921 y 1926, con  Hadley Richardson, su primera esposa, ciudad donde eran “muy pobres, pero muy felices”. El paso de Hemingway por París marcó su existencia. Allí se conformó la generación perdida, grupo de notables escritores que sufrieron las atrocidades de la Primera Guerra Mundial y vivieron en París y en otras ciudades europeas.

Como resultado de aquella experiencia fueron escritas varias obras famosas que todavía hoy, trascurridos 90 años, mantienen alto renombre en la literatura universal. Woody Allen –actor, guionista y director de cine, y además escritor– nació en 1935, varios años después del surgimiento en París de ese grupo de intelectuales perturbados por la guerra, al que se sumaron pintores y otras figuras del arte mundial.

Woody Allen se enamoró de París hace muchos años. Rastreó la vida de esa gente famosa y deseó haber hecho parte de dicha generación. En tal forma se compenetró de la atmósfera intelectual y bohemia de la Ciudad Luz, que la  imagen parisiense se le volvió obsesiva. Soñaba con retratar en el cine el alma de la ciudad. En 1971 publicó el cuento Memorias de los años 20, donde queda reflejada su pasión por ese tema absorbente.

Su actuación como productor de cine había sufrido un descenso notorio en la última década, luego de los triunfos resonantes logrados años atrás. Era preciso reconquistar el prestigio perdido. Y puso la mira en París. Esa era la amada secreta que lo llevaría de nuevo a las cumbres de la gloria. Con su varita mágica le dio vida a una película donde reunidos el talento con la fantasía, el ingenio con el humor, el hechizo con la realidad, brotaba el sueño que siempre había acariciado: Medianoche en París.

Supusieron los escépticos que se trataba de una película más, tal vez la más opaca del director que se había detenido bajo la decrepitud de su arte, y que ya no lograba levantar vuelo. Creyeron  que no lograría superar, a los 75 años, las marcas de otros tiempos. Cuando abrieron los ojos, se encontraron con que era la película más taquillera del director norteamericano, con casi 42 millones de dólares vendidos en Estados Unidos en corto tiempo, por encima de Hannah y sus hermanas, uno de sus mayores éxitos.

París, mágica y sensual, deslumbradora e indescifrable, surge de la aventura nocturna vivida por una pléyade de escritores y artistas con los que el propio Woody Allen –encarnado por Gil Pender (Owen Wilson), su álter ego en el film– dialoga en los días actuales como si con ellos hubiera estado en los años 20 del siglo pasado. Los lleva a pasear, como en sus mejores noches, por las calles y los escenarios de la belle époque, dormida en el esplendor de la ciudad imperecedera. Picasso, Scott Fitzgerald, Dalí, Eliot, Gertrude Stein, Ezra Pound… certifican que París era una fiesta (sigue siéndolo), y exponen esa mezcla de realidad y ficción con que Allen idealiza su sueño alucinante.

Medianoche en París es un poema. Una visión a la vez alegre y nostálgica del ayer diluido bajo el embrujo de las luces nocturnas, que tal vez son la mejor forma de revivir el pasado volviéndolo presente. Eso fue lo que forjó Allen como un tónico y una seducción para su genio creativo, para su espíritu en constante vigilia, que no podían resignarse a la decadencia.

El Espectador, Bogotá, 11-VIII-2011.
Eje 21, Manizales, 12-VIII-2011.
La Crónica del Quindío, Armenia, 13-VIII-2011.

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