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Mercado extrabancario

miércoles, 5 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Los medios de pago, o sea, el dinero circulante, que llegan hoy a 132 mil millones de pesos, constituyen el mayor peligro para los gobiernos. Producen verdaderos cataclismos económicos si no se mantienen controlados. El exceso de dinero en poder del público atenta contra la seguridad de una nación. Es inevitable el alza de la vida cuando el incentivo del dinero hace crecer la demanda de los artículos.

Mientras más personas ofrezcan por un artículo, mayor tendencia existe a que ese artículo se encarezca. Este claro ejemplo ­lo vivimos durante la pasada bonanza  cafetera, cuando los trabajadores, por una parte, y los finqueros, por la otra, presionaron con sus billetes la vida regional. Esos billetes desencadenados hacían subir en horas y hasta límites increíbles el precio del vestido, de los zapatos, de la comida o la botella de aguardiente.

Eran pesos que se apoderaban de todo cuanto se pusiera a su alcance, hasta conquistarlo y arrasarlo. Por reflejo, todo subió. El tendero –la mayor brújula de la economía– elevó precios en un santiamén, y lógicamente no se durmieron ni el carnicero, ni el peluquero, ni el lustrabotas, ni el agiotista…. Así, todos nos quedamos inflados, o sea, victimas de la inflación.

Para evitar tales desbordes, las autoridades monetarias tienen encerrados los billetes. No sabemos cuándo los suelten. No han encontrado fórmulas para el desmonte del encaje marginal. Se dice, en buen castellano, que el dinero bancario se acabó. A golpes de encaje se ha manejado, bien que mal, una inflación que sería incontrolable de otra manera. Por imprevisión en el manejo de sus finanzas, países como Chile, Brasil y Argentina pasan momentos dramáticos.

Viene la otra cara de la moneda y es el mercado extrabancario. Al reducirse el dinero en los bancos, salen a la plaza los usureros. Hablar hoy de tres por ciento, siendo una tasa elevada, es algo normal. Los agiotistas, dueños del mercado, se ríen de los bancos, los miran de medio lado y los retan a sus anchas. Son amos absolutos que cobran el cuatro por ciento, el cinco, el seis… Viven a expensas de una economía que no encuentra armas para eliminarlos.

Las cargas del interés se trasladan a los artículos, o sea, al consumidor final. El comerciante paga más por conseguir el dinero y cobra más por vender el artículo. Todo este proceso multiplicador está accionado por la regla más seria y más complicada del mundo económico: la oferta y la demanda. Quienes no logran sostenerse en pie, se quiebran. El mercado de los negocios está poblado de cruces. Estas muertes civiles son desastrosas para un país que necesita una economía fuerte que conjure tanto malestar social.

La paradoja es grande. Se restringe el crédito para evitar la inflación y al mismo tiempo se incentiva el mercado extrabancario, el de las altas tasas y las duras calamidades. ¿Realmente se han reducido los aumentos inmoderados de precios? ¿El país está produciendo?

El encaje marginal lleva más de dos años de estable­cido, tiempo demasiado largo para una medida de emergencia. El país debe regresar al encaje ordinario. La inflación debe, naturalmente, atacarse con medidas fuertes. Pero si al propio tiempo se fomenta la usura de los capitales subterráneos, nunca se llegará a la desea­ble economía de producción, cuyo mayor distintivo es el de los costos moderados. Todo un rompecabezas que no logran desatar nuestros inquietos economistas.

La Patria, Manizales, 14-VI-1979.

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La ley del colchón

domingo, 2 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Por los finales de año las gentes acomodadas retiran sus dineros de los bancos y solo los restituyen hacia el mes de febrero. Es una costumbre que se ha  impuesto en el país hace mucho tiempo, con grandes repercusiones sobre el sistema bancario y con los naturales perjuicios para la economía. La banca sufre fuerte dis­minución de depósitos durante el mes de diciembre, no solo como consecuencia del pago de primas, sino principalmente por el éxodo de dineros de las arcas bancarias a las casas de habitación. Es la ley del colchón, que todos conocemos, pero sobre todo los ricos, que la practican.

El colchón en Colombia no solo es elemento demo­gráfico, sino con­sejero económico. Tremendo miedo suscitan los saldos crecidos a final de año en las en­tidades bancarias, y la solución consiste en acudir al colchón. A simple vista no se halla motivo para que un saldo, por sí solo, sea determinante de mayor tributación. El patri­monio, a los ojos de la Administración de Impuestos, crece o decrece no en razón de circuns­tancias transitorias, sino de una serie de factores y comparaciones que miden la capacidad financiera de las per­sonas.

Tal sería la regla simplista. Con todo, la gente se acostum­bró a tomar precauciones para que un final de año con excesivo saldo bancario no signifique, al siguiente, un dolor de cabeza frente a ese otro gran dolor de cabeza en que se ha convertido la declaración de renta. El trán­sito de dineros para «debajo del colchón», como se dice, aparte de ser práctica peligrosa para sus autores, se convierte en medio de desequilibrio para la banca, que debe frenar sus colocaciones para compensar la baja de fondos, y para el país, que debe sortear las dificultades provenientes de estos recesos.

El Estado, nervioso arbitrador de recursos, anda a la caza de cuanto resquicio real o imaginario se ofrezca, para es­crutar posibles evasiones, y se vale de redadas, a veces de cábalas, para castigar las trampas de los sufragantes. Estos creen que una fórmula de defensa es la de esconder o reducir ficticiamente el pa­trimonio, y si de artimañas se trata, el secreto del colchón encubre mejor tales deslices que la elocuencia de un saldo bancario.

Sería preciso que el contri­buyente se sintiera menos per­seguido y creyera más en la bondad de los impuestos, para que aportara con mayor voluntad su cuota al progreso del país. Para eso se necesitaría mayor concien­cia ciudadana, difícil de arraigar si cada cual se con­sidera explotado y si, como con­trasentido, los impuestos se pierden en manos inescrupu­losas y no inyectan las obra que se esperan.

Ganaderos, agricul­tores, industriales, co­merciantes, profesionales, todos a una rebuscan los medios posibles para disfrazar su real situación financiera de tal suerte que las garras del Estado no logren poner al descubierto las fuentes precisas de tributación. Solo el asalariado —el único honesto tributador—, que no puede ni tiene nada qué ocultar, es investigado en su integridad y termina sosteniendo, por los que no lo hacen, las arcas fis­cales.

Sin entrar en mayores con­sideraciones sobre esta des­proporción en los tributos, bueno sería que los poderes oficiales buscaran la manera de no asustar a los tene­dores de cuentas bancarias, que resultan frenando el impulso de la nación. Es bien sabido que el sistema bancario ha venido per­diendo su  papel de regulador de la moneda. No solo se han formado mejores ca­nales de captación de recursos, como el de las corporaciones de ahorro y vivienda, sino que los cuentahabientes habituales, que requieren para sus negocios la asistencia de los bancos, cada vez restringen más sus depósitos y causan considerables traumatismos a la economía del país.

Para nadie es secreto que las cajas fuertes han invadido los predios de los hogares y de los negocios. El gran flujo de las cosechas no pasa por los bancos. Las ventas de diciembre se guardan debajo del colchón. Ese dinero, muellemente recostado en cofres particulares, es dinero asustado que le está causando muchos males al país y que, como contrapeso, irriga el mercado de la usura.

Buscar mecanismos para atraer estos capitales sueltos, cuya cuantía es difícil determinar, resulta tarea compleja. Lo cierto es que el contribuyente vive temeroso y por eso acude a tales arti­mañas. Se escucha con frecuen­cia que las personas se «des­taparían» si no se les castigara con demasiado rigor. Pero nadie quiere dar el brazo a tor­cer, si no se le ofrecen plenas garantías. Cuando el colchón deje de ser tan atractivo, mucho habrá ganado el país.

Si lograra hacerse el real inven­tario de las cajas fuertes empotradas en los hogares y en los negocios, podría determinarse que el dinero inflacionario no es el que circula en los bancos, sino el que duerme en el fondo de los colchones. El sueño de los colchones no siempre es ni el más cómodo ni el más tranquilo.

El Espectador, Bogotá, 12-I-1977.

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El dinero caro

sábado, 1 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Hace apenas pocos años nuestro sistema bancario tenia establecido un interés módico para el mercado del dinero. Se conservó, durante mucho tiempo, una tasa que no excedía del doce por ciento, y alrededor de este punto giraba la economía del país. El llamado crédito extrabancario apenas se salía ligeramente de ese porcentaje y ni siquiera el agiotismo lograba fijar tendencias desmesuradas. Las fuentes crediticias eran accesibles, y la usura, con las comunes excepciones, era una actividad sofrenada, si bien siempre ha medrado, como continuará sucediendo sin remedio, al amparo de las necesidades.

Cuando algunos bancos subieron el interés al 14 por ciento, hubo revuelo. En corto tiempo se llegó luego al 16, con manifiesto disgusto para la clientela que mal podía ver con buenos ojos esta carrera en una actividad que ha sido el eje moderador de nuestra economía.

Aparecían los primeros signos perturbadores en el panorama financiero, y las alzas gra­duales de dos en dos puntos, que se fueron imponiendo con timidez, enjugaban apenas los desequilibrios que repercutían en la banca por razón de las restricciones determinadas por las autoridades monetarias y por el creciente aumento en los costos de operación. El dinero extrabancario valía, por lógica, cada vez más, en la medida en que crecía el tipo de interés en el sistema financiero y se limitaban los préstamos.

Poco a poco los bancos habían venido recibiendo los efectos de una inflación galopante y mermaban, para contrarrestarla, el medio circulante, siguiendo las políticas gubernamentales. La usura del dinero inició una carrera vertiginosa. Los agio­tistas vieron abierto el horizonte para usufructuar, siempre con mayores preben­das, de un mercado que era ca­da vez más estrecho en sus fuentes normales de abas­tecimiento.

El interés se desbordó de pronto, hasta llegar al extremo de que la banca fue perdiendo su papel regulador de la mone­da. El costo del dinero se en­cuentra hoy desbocado. Es un tópico de la carrera alcista que vive el país. Con los certifica­dos de depósito a término, que los bancos retribuyen con el 24 por ciento, se ha encarecido más el dinero. Hoy los créditos bancarios se colocan al 28 por ciento, y al 32 en la mora, esta­do que es el normal para muchos que no logran en­derezar sus negocios.

Se ha llegado, en carrera veloz, a linderos que no se habían calculado. Si el alza de aquellos dos puntos provocó en su tiempo revuelo, el desenfreno actual no puede ser sino traumático. Los negocios no soportan tasas tan elevadas, y si se pagan por necesidad, esto significa el suicidio económico para muchos.

Este proceso multiplicador es un estimulante de la vida cara. El mayor costo de la moneda se traslada al consumidor, quien en últimas resulta siendo la víctima. Esta espiral se repliega por todos los ámbitos, suscitando carestías que no se resisten. Bajo el influjo de los certifica­dos de depósito, creados para captar recursos y generar crédito, los bancos deben colocar las operaciones, para que sean rentables, a una tasa superior al 26,66 por ciento, que es el costo real de este dinero para la banca, teniendo en cuenta el encaje.

Parece que lo que se ideó como mecanismo de emergencia ha hecho regla, pues lo cierto es que en los bancos, en su mayoría, solo se consigue, si es que se consigue, dinero al 28 por ciento, que en la práctica es al 32 en virtud del pago anticipado. El agiotismo, entre tanto, está haciendo su agosto.

La excepción es el Banco Popular, que no ha modificado su política y mantiene congela­das sus tasas de interés. Es en la única entidad donde aún se encuentran créditos al 14 por ciento.

La Junta Monetaria debe desmontar esta distorsión del interés bancario, que afecta la economía del país. Sin que la banca sea por completo res­ponsable, está encareciendo el dinero. Es preciso buscar es­trategias para abaratarlo.

El Espectador, Bogotá, 3-VI-1975.

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Incógnitas del Upac

domingo, 8 de mayo de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

En el amplio debate de opinión que se ha suscitado en torno a este sistema financiero, parece que lo único claro es la falta de sexo del Upac. Si la sigla traduce “Unidad de Poder Adquisitivo Constante», obvio es que su ubicación biológica pertenece al bello sexo y debería, en consecuencia, hablarse de la Upac, pero el uso ha trasmutado este sello feminista para imponer el Upac.

Dijo un comentarista bogotano que a los señores maridos les quedará cuesta arriba justificar sus trasnochadas explicando que estaban estudiando las formas de las Upacs. Y el Fiscal, en el pasado programa de televisión El Juicio, nos dejó convencidos de que no vale la pena explorar la anatomía del personaje y demostró, con inobjetable lucidez, que por más asexuado que sea el engendro, tiene fecundación, y bien puede hablarse de «papá Upac», de «mamá Upac» y del «hijo Upac».

Dejemos de lado la contextura corporal, que en fin de cuentas cualquier hipótesis se tornaría bizantina, para entrar a analizar, así sea de soslayo, ciertas dudas que asaltan a la opinión pública sobre los alcan­ces y el poder de este probable hermafrodita.

Con 14 meses de existencia y con el vigor de las 10 corporaciones existentes de ahorro y vivienda, el sistema ha captado recursos por $ 7.000 millones. Es tal su impulso, que en el solo mes de enero tuvo un incremento de $ 1.244 millones y seguramente en fe­brero superó la cifra. A este paso de animal grande, en poco tiempo llegará a los $ 10.000 millones.

Es na­tural que así ocurra, tratándose de un mecanismo atractivo, magnético por estar dotado de excep­cionales estímulos y fortalecido por una especial preocupación gubernamental, que llaman algunos preferencia estatal. Es, sin duda, un monstruo generador de ahorro, una máquina productora de altos rendimientos. En la parte social se anota la construcción de 48.600 viviendas y la creación de 126.000 empleos nuevos en lapso bastante breve.

Tal el lado positivo. Cabe ahora recoger algunas dudas y decires que vuelan de boca en boca y que por venir de los más diferentes estratos sociales, bien vale la pena intentar colocarlos en el foro de la dis­cusión pública, para que se diluciden.

Surge el primer interrogante: ¿De dónde han salido los $ 7.000 millones? Está probado que los otros intermediarios financieros no se han debilitado. Las cajas de ahorros de los bancos, por ejemplo, que en principio se creyó que iban a decrecer, han registrado satisfac­torio avance. En efecto, en agosto de 1972 capitaliza­ban $ 3.656 millones, en abril de 1973, $ 6.241 millones y en agosto de 1973, $ 7.014 millones, lo que indica que en un año duplicaron su capacidad. Y mes a mes continúan progresando.

¿De dónde ha sacado el Upac los $ 7.000 millones? Se dice que no ha habido recursos de transferencia. Tampoco son capitales de colombianos en el exterior, que regresan atraídos por los privilegiados estímulos tributarios y de rentabilidad. Las acciones continúan reflejando razonable nivel de estabilidad. El sistema bancario de depósitos sigue su ritmo ascendente

¿De dónde, pues, han salido estos $ 7.000 millones? De debajo del colchón, se comenta en la calle. Expresión gráfica, que parece descifrar la incógnita. Para nadie es secreto que los dineros que evaden impuestos suman cifras fabulosas, escondidas en la penumbra de las cajas fuertes, o «debajo del colchón». Se dice que este dinero asustado, que llaman unos del ocio, y que para otros significa la usura agazapada, sube a los 10.000 millones.

Flotan en el aire serias preocupaciones. Una de ellas, que el sistema Upac no está conquistando ahorro puro, sino tentando a grandes inversionistas. Se está, según muchos, distorsionando la inversión privada y acaso disminuyendo la producción industrial, aunque se reconoce al propio tiempo el fortalecimiento de la construcción como factor ponderable. ¿Pero no se estará fomentando una mayor desigualdad social favoreciendo a los que tienen en contra de los que no tienen?

Queda la duda de si los prestamistas que abusan con el poder de sus capitales imponiendo tasas usureras, favorecidos por el freno de las colocaciones bancarias en esta difícil emergencia inflacionaria, están llenando las arcas del Upac al amparo de indudables prebendas rentísticas. En otras palabras, puede resultar mejor para ellos colocar sus dineros en el Upac, donde se les paga buena renta y se les retri­buye la desvalorización monetaria, que seguir co­brando unos intereses que, por agiotistas que sean, están por debajo de las ventajas que ofrece el otro sistema.

La República, Bogotá, 4-III-1974.

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Economía miníma

jueves, 14 de abril de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Mi peluquero tenía la rara cualidad de trabajar callado. Así lo había acostumbrado desde que le prometí no ma­tricularme en la escuela de los melenu­dos si durante los treinta minutos de la motilada me permitía leer cualquiera de las revistas que se prestan en tales establecimientos, no sé para qué, pues cuando no es el ruido que infesta el am­biente con los silbidos selváticos de la canción protesta, es la cotorra del tor­turador de turno que, armado de bar­bera y de cuerdas bucales que parecen de acero inoxidable, termina metién­donos en la cabeza que la viuda de veinte días ya está saliendo con el mo­fletudo tenorio que mantenía en dis­ponibilidad.

En los dos últimos meses, mi peluquero ha hablado dos veces, en lenguaje bre­ve y elocuente. La primera: «Si la vida subió el 30 por ciento, como dice la revista que “estuvimos” leyendo mientras lo arreglaba, tres pesitos más en adelante son una bicoca para usted». Y la otra: «Con dos pesitos más compensamos la devaluación del dólar». Desde enton­ces no leo revistas y permanezco más actualizado, pues mi confidente de “ca­becera” me ha contado, con pelos y se­ñales, que la viuda ha cambiado tres veces de acompañante, porque ella también se ha valorizado.

El lustrabotas es analfa­beto, pero también sabe economía. Le subieron el betún y aún sigue sacando las mismas 67 emboladas de la caja, sin sacrificar el brillo profesional, pero con ligero reajuste de cincuenta centa­vos en la tarifa. Me cuenta que a pesar de que la carne, y los cigarrillos, y la cerveza, y la leche, y el bus, y la luz, y el arriendo, y no sé qué más, subieron de precio, ahora tiene más dinero para la juerga del sábado.

Bien pronto cam­bié la reacción de protesta al pensar que cincuenta devaluados pesos que se botan tan fácilmente no deben aho­rrarse si contribuyen al lustre externo, tan necesario en este mundo engominado, así sea aceptando a regañadientes el alza del 45 por ciento en un servicio que por lo menos nos hace caminar menos apenados.

Al unísono con la lustrada, nada mejor que saborear una buena taza de café. Como es plena época cafetera y el mercado externo está salvando la eco­nomía del país, pagar un poco más por el tinto es apenas rendirle tributo al artículo redentor de las finanzas nacionales. Teñido con leche, vale más, lógicamente, pues el verano secó los pastos y las ubres de las vacas, y por otra parte, el azúcar, para uno y otro caso, es producto  de lujo.

Ante argumentos tan sólidos, se pagan sin protesta los veinte o los treinta centavos más. A la mesa llegará, claro está, el vendedor de lotería con el novedoso plan de hacer­nos millonarios de la noche a la maña­na. Y como siempre, perdemos. Es bue­no tomar como sobremesa una aspirina o un calmante, artículos que en el ca­fé tienen una ganancia del 500 por ciento, y en la droguería solo han subido el 176 por ciento.

Usted, que mentalmente ha acompa­ñado este recorrido y que sin duda lo ha realizado muchas veces, sabe que no es imaginario. Aprenda principios de economía preguntándole al peluquero, o al lustrabotas, o al tendero, por qué sube la vida. No se lo explicarán con palabras técnicas, sino con ejemplos elementales como los que se recogen en estas líneas.

Sin el galimatías de los economistas, de todas maneras lo ha­rán pensar que en este enredo, en este proceso multiplicador (inflación lla­man aquellos), hay por lógica un már­tir. Si su mujer remata la lección de economía diciéndole que algo se ha volteado, no dude que usted es la vícti­ma: ese algo es la cuenta en el banco. Y si es otra cosa, tanto peor.

El Espectador, Bogotá, 6-VI-1973.
La Patria, Manizales, 14-XI-1973.

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