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Doña Inés perdió su casa

martes, 1 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

De paso por la ciudad de Tunja, un año antes de po­nerse de moda Inés de Hinojosa gracias a los arranques eróticos de Próspero Morales Pradilla, pregunté por la casa del pecado. El vecino me repasó de pies a cabeza como investigando si había escuchado bien.

–La casa del pecado –precisé.

–¿Tan temprano, señor?

Y como insistiera en mi deseo de visitar en ese mis­mo momento, tres de la tarde, la oculta mansión de la concupiscencia que no había logrado descubrir, el veci­no, adoptando un gesto guasón, me preguntó:

–¿La casa de la mestiza? ¿La del cuerpo excitante y la mirada seductora? ¿La de los senos voluptuosos y el andar irresistible? Lo veo por sus ojos, señor: pregun­ta usted por la mayor pecadora de Tunja. ¡La perdición de los hombres! Y quiere conseguirla a las tres de la tarde, ¿no es cierto?

–¡La misma, la misma…!

–¡Ya! –remató mi guía–. Se va seis cuadras en línea recta; voltea a la izquierda hasta una pileta de agua; luego sigue hasta la cuadra siguiente, por la derecha, hasta que ve aparecer un árbol; frente a él se halla una casa colonial, silenciosa, con las ventanas cerradas y con cierto embrujo pecaminoso, que es lo que usted busca. Cuando la dama abra el postigo, usted le sonríe…  ¡y ya!

En la travesía, que devoré con paso precipitado, me dije que al fin iba a saciar mis ansias. La niebla y el frío tunjanos se me habían metido en el alma, pero cuan­do vi el árbol sentí un fresco en el corazón. La brasa del deseo calentaba mis zonas frígidas.

La dama sigilosa, con un guiño, me invitó a empujar la puerta. Avancé entre penumbras y me detuve en la escalera de piedra. El reposado patio sembrado de árbo­les, al fondo, me sugirió recónditas aventuras amorosas del siglo XVI. ¿Dónde estará el túnel secreto?, me decía, al tiempo que la dama, desvaneciendo de sus ojos un ex­traño sopor, me conducía por el corredor. Por allí, en­tre bostezos perdidos y peligrosas sensaciones de inti­midad, vi moverse bajo las sábanas figuras somnolientas.

Cuando me sentí prisionero de la equivocación en medio de una salita olorosa a trago y a pecados ordinarios, pretendí retroceder. Pero la damisela, que en nada se parecía a la Hinojosa, ya había servido dos copas de ron, sin mi consentimiento, y puesto en circulación el disco que a la madrugada quedó en el aparato de la música.

¡Vamos, vamos!, reaccioné, como despertando de un sueño. La época de la Colonia, llena de delirantes pasio­nes de alcoba, ya estaba esfumada. Ahora corría detrás de unos pecados baratos, los de las tres de la tarde, que me asustaron. Los dejé a medio tapar, como los ha­bía encontrado, y huí por la calle del árbol; y éste no era el del ahorcamiento, como el vecino bromista me lo había hecho suponer.

Después de semejante chasco, averigüé en el Institu­to de Cultura y Bellas Artes por la casa evaporada, que ningún transeúnte había logrado localizarme. Creía, des­de luego, como boyacense y amante de la historia, que existiría todo un museo atestiguando los hechos memora­bles. Mi interlocutor me confesó, con pena, que doña Inés no tenía casa.

Fui, de todas maneras, al lugar que me indicó. Por el balcón colonial, que nadie abre desde que la resi­dencia se halla en ruinas, supe que estaba en el sitio histórico. En la tienda de la esquina pedí un café, y ya con suficiente calor, pregunté por la residencia. ¡Inés de Hinojosa!, se me hinchó el ánimo. La empleada quedó en babia. ¡Inés, la mundana, la pecadora! Se bur­ló de mi arrebato. Nunca había oído hablar de ella.

Me encaminé al portón siguiente, donde existe una carnicería. ¡Esa era la entrada al paraíso perdido! Como el cuidandero no estaba, lo esperé buen rato. Me dejó seguir, pero con reticencia. Cuando subía las gradas que llevan al segundo piso, todo un enjambre de Pedros, de aventuras clandestinas, de intrigas pasionales, de formas lúbricas, me atropellaba la mente. A poco andar supe que el túnel del amor había desaparecido entre paredes derruidas. Las alcobas estaban cerradas y denunciaban calamidades. El pasado yacía entre moles de decrepitud. En medio de aquel abandono me pareció escuchar el quejido acusador del Judío Errante.

Ahora que los pecados de Inés de Hinojosa iluminan la televisión y despiertan explosivas apetencias, me duele que la pobre y deslumbrante mujer (ambas cosas unidas son posibles en el hechizo femenino) carezca de casa. Cuando no se tiene techo, tampoco se tiene lecho. Tal vez ella, que tanto lo disfrutó, se lo llevó para la otra vida. Doña Inés es una referencia tunjana y debe permanecer en su sitio histórico. Sus pecados, que escandalizaron a la Colonia y describieron un estado social, no pueden ignorarse ni removerse. Por eso, Próspero Morales Pradilla los ha sacado al desnudo, con sensuales alborozos.

Ya de regreso de mi frustrada visita, me acordé del tunjano guasón que me envió a buscar el placer en otro laberinto. Pero no me dejé atrapar por una Inés falsificada. Insistí en mi pesquisa hasta descubrir el recinto donde soñó y pecó la hermosa y desventurada mujer. En la entrada funciona hoy una venta de carne. La carne y el pecado caminan juntos. O si no, que lo desmientan los tunjanos, demorados en rescatar esta huella de la historia.

El Espectador, Bogotá, 19-XII-1988.

 

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Un centavo… ¡cosa seria!

domingo, 30 de octubre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

(A mi hija Fabiola, estudiante de sistemas)

Luis Eduardo Neira, un honrado ciudadano que a nadie le ha quedado debiendo un peso, lucha desde hace tres años por quitarse de encima la deuda más abrumadora de su vida: un centavo. ¡Un centavo! No se trata de ningún chiste flojo. Cualquiera, desde luego, tiene sobrada capacidad económica para pagar semejante nimiedad.

Es tanta su insignificancia que un centavo ya no circula. Pero existe. Sin él no habría sistema monetario, ni cálculos matemáticos, ni grandes capitales. Por el centavo se comienza siempre la riqueza. Sin el centavo no podría fabricar yo esta crónica.

Y no es que Luis Eduardo se halle quebrado, como podría pensarse, sino que no ha conseguido que el computador —el monstruo de la época— deje de acosarlo con el cobro de la moneda tiránica. La pelea con el computador es simpática: mientras Luis Eduardo le grita en todos los tonos que no le debe nada, el com­putador, que no oye gritos y sólo obedece a pulsaciones, le contesta, mes a mes, que le devuelva el cen­tavo.

Un día mi amigo entró, para con­temporizar con la moda de las tar­jetas de crédito, en las casillas del computador. Dejó de llamarse Luis Eduardo Neira, nombre eufónico y respetable, para convertirse en un simple número: 4541000391820. Con esa fórmula era ya distinguido cliente de la tarjeta Credibanco. Y comenzó a girar. En restaurantes, supermercados, al­macenes, agencias de turismo, en todas partes dejaba signos de gente prestante. La tarjeta le abría todas las puertas y le complacía todos los antojos.

El sistema diferido de amortización le permitía estos lujos. Pero cuando advirtió que sus ingresos mensuales se pulverizaban en las garras del computador, frenó. Hizo la cuenta exacta de las comisiones y los inte­reses pagados y sintió el aguijonazo de la vida dura. Canceló el último centavo y respiró tranquilo. Devolvió la tarjeta. Borrón y cuenta nueva, se dijo. Vida nueva.

Pero el computador se empeñó en llevarle la contraria. No quiso des­continuarlo de su lista de favoritos y más tarde lo pasó a la celdilla de clientes morosos. Allí figura hace tres años. Todos los meses recibe el sobre cobrándole un centavo. Está en pantalla, como ahora se dice. Si fuera mujer, estaría en…cinta. Y si no paga lo ejecutarán. Esto lo hace automáticamente el computador. Cosas de la cibernética.

Nuestro personaje sigue siendo un número y un número de mal agüero: 13. Cuéntenlo: 4541000391820. No debe nada, y su conciencia llegó al cero absoluto, pero el computador lo atormenta desde hace tres años. Le escribe mensajes, le manda razones, lo amenaza, lo tortura. ¡Pobre Luis Eduardo, un ciudadano honrado!

Él ha llamado por teléfono, ha ido al banco, se ha valido de interme­diarios, les ha rezado a los santos… ¡y nada!

La máquina sigue procesándolo mes por mes, lo que en su caso equivale a triturarlo. Todo el en­redo se solucionaría con una simple pulsación magnética, pero ha fra­casado. Fue dos veces al banco a pagar el centavo, con resultados desastrosos: la primera vez el cajero consideró inaudito, casi una ofensa, darle vueltas de un billete de $50; y la segunda se rió sin misericordia ante una vasta concurrencia cuando el deudor imaginario le deslizó la monedita de centavo (que ni siquiera se le da a un pordiosero).

*

Así, rechazado y avergonzado, Luis Eduardo no tiene cara para volver a las casillas de pagos. Y, mientras tanto, el mensajero da tres fuertes pitazos, todos los meses, ante la puerta del cliente moroso, como para que el vecindario se entere de la llegada del sobre portador de pesadillas.

Ustedes estarán preguntándose lo mismo que yo me pregunto: ¿Por qué no desaparece el centavo endiablado? ¿No será más económico para Cre­dibanco liquidar esa cifra minúscula que mantenerla en sus activos? ¿Cuánto vale cobrar este centavo durante 36 meses?

La junta de ex­pertos que convoqué para valorar el caso —¡y vaya si el centavo se volvió largo!— determinó estos costos mensuales (eliminando los centavos, en homenaje a Credibanco): portes de correo, $18; factura de cobro, $33; sobre, $3; espacio del computador, $48; costos indirectos, $14. Total, $116. Esto significa que Credibanco ha gastado en tres años $4.176 per­siguiendo una moneda de centavo ($0.01).

Pésimo negocio. El mundo se está volviendo loco. ¿De esto habrá tomado nota el auditor, hombre de cifras pero que sobre todo debe ser de cabeza pensante? (El computador sólo tiene cerebro programado).

*

Para el monstruo de la época, claro está, es lo mismo procesar un centavo que un millón de pesos. En sus entrañas todos somos carne de cañón. Los computadores no oyen. Y carecen de sentimientos. Se les programa y ejecutan. Por eso, Luis Eduardo está en desventaja. Le tocó la de perder. Un centavo, como se ve, también produce tortura mental. ¡La sistematización, amigos!

El Espectador, Bogotá, 14-IV-1986.

* * *

Nota:

Después de esta columna, mi amigo no volvió a recibir la factura del centavo, que le había llegado por espacio de 36 meses. Se supone que el banco, al fin, le dio de baja a semejante estupidez cibernética, que careció de un funcionario de carne y hueso para detectarla.

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La movida chueca

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Dice Peter en su tratado de la incompetencia que quien lea su libro ya no podrá olvidarlo por el resto de la vida. De esta lectura se desprende que el hombre, un ser imperfecto pero sobre todo descuidado, hace las cosas a medias, sin reflexión y con irresponsabilidad. Soy un convencido de los  principios de Peter. Lo cual no implica que sea fatalista.

El optimismo, por el contrario, es mi brújula permanente. Pero por doquier encuentro negligencias. Lo mismo alrededor de mi sitio de trabajo que en el consultorio del especialista, el taller de mecánica, la droguería, el comercio, el alto despacho gubernamental.

Sostiene Peter, como teoría central, que el hombre tarde o temprano alcanzará el nivel de incompetencia. Más pronto llegará a él si, en lugar de avanzar en forma lógica conforme los años maduran la personalidad, se saltan escalones para coronar la cumbre. Es el triunfo prematuro que tontamente perseguimos. En la cima de la fama los errores se disimulan con gran facilidad, o sea que se cometen con más amplitud.

Pifias, desviaciones, descalabros y, en definitiva, incompetencia. Voy a relatar algunas de las trastadas que le han ocurrido a este pobre mortal –parecidas a las que a usted le ocurren a diario–, para que convengamos, con Peter, por qué el mundo anda al revés. La movida chueca, diría uno de los sicólogos de la época.

*

El tornillo milimétrico. – Un día, a poco tiempo de estrenar el brillante Renault, explotó una bomba en la parte delantera del vehículo. No era un atentado terrorista. Sólo que un tornillo invisible que movía piezas vitales del motor, mal ajustado por manos imprecisas –¿guayabo, tembladera, elevamiento?–, se salió  de madre y ocasionó el estampido que terminó desvertebrando mi ilusión automotriz. (Aquí habrá que echar de menos el robot y lanzar al hombre a las tinieblas exteriores por sus tor­pezas).

Los estragos, que fueron grandes, se atribuyeron al desengranaje de las misteriosas milimetrías que lo dejan a uno a pie limpio. Pero con vida, loado sea Dios. Nadie, sin embargo, res­pondió por el daño. («La garantía venció el mes pasado, señor»).

*

Las gafas desenfocadas. –  En la óptica me aconsejaron la montura per­fecta para disminuirme años y agregarme distinción. Por primera vez iba a usar lentes bifocales, los que hacen el prodigio de aproximar o distanciar el mundo. El dependiente me recomendó ma­nejar con cuidado los lentes de abajo para no irme de bruces, y yo asimilé la lección luego del primer per­cance. Un mes más tarde, cuando ya debía dominar la nueva técnica, mis ojos seguían desenfocados. El mundo me entraba borroso, partido por la mitad. La dulce niña de mis ojos estaba resentida y yo, inútilmente, procuraba consentirla.

Regresé a la óptica, y ¡claro! el mejor técnico se había equivocado en la altura de los bifocales. Pero sólo dos milímetros –que en optometría equivalen a muchos mundos. («No se preocupe, señor, que el jefe regresará en ocho días de vacaciones y le arreglará el problema»). Protesté, pero de nada sirvió. ¿Y mis lecturas, y mis tropezones, y mis escozores?

En fin, el jefe volvió y me dio la razón. En otros diez días –que se volvieron quince, o sea, siglos– tenía la nueva montura. La visión había mejorado, pero no lo suficiente. El mundo –mi mundo íntimo de lecturas, de percepciones y complacencias– seguía restringido, mezquino, absurdo. Recorrí media ciudad en busca del técnico y no lo encontré. («Regrese en dos horas, señor, y él le revisará las medidas»). No volví. En otra parte com­probé que Peter no se equivocaba: el técnico había fallado en un milímetro, la diferencia exacta que yo necesitaba para sentirme contento

*

Tarifa postal reducida. – Con mis dos o tres libros debajo del brazo llegué a la Administración Postal. Eran obras nacionales para despachar en sobres abiertos, cuyos portes gozan de tarifa especial. El empleado me cobró $250 por cada envío. Precio superior al del propio libro o el de la carrera en taxi hasta la dirección del destinatario. Con humildad me con­fesé autor de aquella criatura y el empleado se condolió de mi suerte. Y me aconsejó que obtuviera una resolución en la oficina de El Dorado para ayudarme a llevar la cruz. («Pero es mejor, señor, que haga el despacho por recomendado para que no se pierda»).

Pasé a donde el jefe, un señor regordete y evasivo, que tampoco se solidarizó con la cultura nacional. A éste le expliqué que los portes de mis libros siempre habían sido reducidos desde otros sitios del país, menos desde Bogotá, la capital de las trabas y los papeleos. “No hay remedio”, remató el señor obeso y me despidió.

Un subalterno me susurró al oído que el jefe interpretaba mal la norma y esto me alentó para enviar una carta al director de la Administración Postal, no tanto en busca de protección como de clari­dad, ¡y nada! Llevo dos meses espe­rando respuesta. Por Avianca, mientras tanto, donde vale más el correo, he seguido enviando el libro a $60, sin necesidad de resolución ni de dis­cusión. (¿Qué hacemos, amigo Peter, con esta incompetencia hasta para que nos contesten a los pobrecitos escritores?).

*

La cama en el suelo. – Lo más gracioso que me ha ocurrido fue con la cama-biblioteca que le tenía prometida a mi hijo. Aparte de que Maderal demoró dos meses la entrega después de recibir la mitad del contrato, le encimó sonajera. Como tengo cierta habili­dad de carpintero, aunque no se crea, en quince días le suprimí el chirrido.

Pero no fui lo suficientemente experto para impedir que uno de los tornillos, que a duras penas encajaba, se de­senroscara en mitad de la noche y le propinara a mi hijo tremendo porrazo, con derrumbe de libros y de sueños dorados. Desde entonces mi hijo ha preferido, como medida de seguridad, dormir en el suelo.

El Espectador, Bogotá, 5-IV-1984.

 

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Tribulaciones de un burócrata

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

8 a.m.

¡Otro lunes! Es un día que debiera desaparecer por lo lento y perezoso. Ahora comenzará Rosaura a tirarme las cobijas, sin entender que los burócratas no te­nemos horario. Desde que exista padrino, el puesto está seguro…

—¡Apúrate, Reinaldo, que son las ocho!

En esta casa no reparan en mis esfuerzos. Los chinos me van a volver loco con sus demandas de dinero, y la mujer con sus cantaletas…

—¡Las nueve, Reinaldo!

Mejor no contesto. Un sueñito más, ¡y al agua! El público da espera. ¡Es tan resignado! Al fin y al cabo todos se acomodan a los sistemas de la administración…

—Pero las colas son largas —le recuerda la conciencia.

Largas o no, los horarios públicos son flexibles. ¿Flexibles, he dicho? Rectifico: inflexibles. Quien no al­cance por la mañana, que vuelva por la tarde. O al día siguiente. Que madruguen, que no sean perezosos…

—¿Por qué se sentirá tanta pereza los lunes, Rosaura?

—Hoy es martes.

—¿Martes? Desde que trasladaron las fiestas a los lunes, ya no se sabe ni en qué día vivimos…

10:40 a.m.

Un contribuyente: –¡La cara que trae el muy cínico! Dos horas demo­rado, y con qué pachorra camina…

–¿Me decía usted algo? –se en­crespa el burócrata.

—Nada, señor, no se preocupe. O mejor: ¡que madrugue, que se mue­va!

—¡Insolente, grosero! Ahora, por irrespetos a un alto funcionario de la administración, ¡pase al final de la cola!

3  a.m.

—¿Oyeron, hijitos? Es el muy li­bertino de su padre que llega otra vez borracho y tumbando puertas.

—¡Que viva el doctor Julito! —se escucha una voz balbuciente—. Si llego tarde es porque debo trabajar duro con los políticos, ¿oyeron? ¡Y no me calumnien, carajo! Ya tengo asegurada la chanfa para el próximo período, para el próximo período, para el próximo pe…

—¿Y por qué traes la camisa pin­tada de colorete?

(Palabras que el burócrata no es­cucha porque ha quedado profundo como una marmota).

Jueves

—¿Qué le pasará a don Reinaldo que lleva dos días sin venir al traba­jo?

—La asiática, ¿no sabías?

—¿No será más bien guayabo ne­gro, gordita?

—¡Chist! No hables tan duro para que no te escuche el doctor Duque, que tan elevado concepto tiene de su colaborador.

—¿El doctor Duque? ¡Pero si hace días no le veo la cara! (Bronquitis aguda, mija, o sea que anda en contactos con los jefes, de mucho almuerzo y mucha francachela…).

—¿El doctor Duque y don Reinaldo ya lograron zafarse del expediente del negociado aquél…?

—¡Mejor cállate, gordita!

Viernes – 9:10 a.m.

—¡Apúrate, Reinaldo!

¿Lo ves, santo Dios? Ya ni siquiera tiene uno derecho a enfermarse; uno, que es un sacrificado por el servicio a la comunidad; uno, tan leal a la patria y al partido; uno, un padre y esposo ejemplar…

10:35 a.m.

Un contribuyente: —¡Al fin apare­ce! Se mueve a paso de tortuga, como todo en la administración pública.

(El señor burócrata entra con aire cansado, con ojos turbios, con tufo apestoso, no saluda a nadie, nadie lo saluda, todos protestan, los mira a todos con desprecio y arrogancia, abre el escritorio, se limpia las uñas enlutadas, ojea el periódico, toma el teléfono…)

—¡Doctor Julito, qué alegría! Re­cuerde que en esta oficina todos lo queremos. En el barrio le llevo le­vantados 120 voticos, y aquí todos votarán por sus listas, so pena de destitución. La campaña es dura, pero seguiré sacrificándome por la causa. ¡Todo sea por el gran partido! Y ahora corto, doctor Julito, para continuar con este trabajo tan ago­tador…

4:18 p.m.

¿Por qué diablos corre tan despacio el reloj? El viernes es el día más largo de la semana, que debiera desaparecer por lo lento y perezoso.

Sábado, domingo, lunes

(En blanco)

El Espectador, Bogotá, 13-II-1984.

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Historia de una Piper Navajo

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

 Artículo publicado en El Espectador el 29 de agosto de 1983 y que adquiere vigencia al salir Carlos Lehder de la prisión donde estuvo recluido 33 años. La irrupción de Lehder en el Quindío comenzó con el regalo de una avioneta al gobernador. Aquí está la historia.

Sobre la pista del aeropuerto El Edén, de Armenia, apareció un día, hace cuatro años, una avioneta abandonada. Traía una tarjeta, o sea un rumbo cierto: de Carlos para Mario. Mario (Gómez) era el gobernador del Quindío. Carlos, el dadivoso remi­tente, venía seguido de un apellido extranjero que sonó curioso y enig­mático: Lehder.

Algún viejo, haciendo memoria, se acordó de un ingeniero Lehder que en lejanas épocas había trabajado en la cons­trucción del ferrocarril de Armenia. Y  corriendo el tiempo, su hijo Carlos, un joven de 27 años, quemado por soles tropicales y oloroso a dólares y otras sustancias, a quien nadie conocía y a quien su propio progenitor vendría a desconocer, hacía noticia en la escasa crónica municipal.

Y es que regalar una avioneta, cuando su precio es de doce millones de pesos, produce impacto en cualquier parte y a cualquier desti­natario. En Armenia, sitio tranquilo —la ciudad de los milagros y las cosas raras—, donde se ignoran, o se ignoraban, presentes de esa magnitud, hubo alboroto parroquial. El gobernador, que al principio su­puso que se trataba de una de las tantas bromas que acostumbran sus paisanos, quedó confundido al ver que la cosa era en serio.

No se trataba de un juguete inofensivo, sino de una avioneta ejecutiva —Piper Navajo—, apta para todos los vientos y aperada para todas las emergencias. Mario no sabía si tocar el extraño aparato o devolverlo. Pero al fin se decidió a abrir el paquete, y ya metido en la grande, o sea en la grande navegadora de rutas insospechadas, descansó o se decep­cionó al notar que el obsequio no era para él, en persona, sino para el gobierno que representaba.

El encarte, no obstante que Mario ya no tendría que recibir las clases de pilotaje que alcanzó a presentir, seguía siendo mayúsculo. Llamó al jefe supremo, y Turbay creyó des­pertar en medio de un guayabo es­pantoso. La noticia pronto irrumpió en el alto Gobierno, y después de muchas cavilaciones y dudas jurídi­cas se aceptó la ofrenda. La ofrenda de un descendiente de alemán que por una historia de ferrocarril había nacido en la hermosa tierra que ahora se proponía agasajar. Y conquistar, como se verá. Agasajar, por lo menos materialmente.

El regalo moral ya es otra cosa, y hoy los quindianos se preguntan si no hubiera sido mejor devolver aquel pájaro exótico que habría de partir en dos la historia de Armenia. Pero como el aparato era de contrabando, el ave se quedó en casa. Un ave con plumas relucientes y pico acerado que pe­netraría en todas partes, hasta en los intersticios más secretos de ciertas conciencias.

Silvio (Ceballos), el siguiente gobernador, consideró que para sus despla­zamientos por un territorio reducido y de fácil acceso no necesitaba de águilas imperiales. Legalizado el contrabando, la dádiva (llámese carnada) salió a remate público. Nadie ofreció la base. ¿A quién, que no fuera mafioso o potentado (términos afines), iba a interesarle la Piper Navajo? (En principio se creyó que esta era una vedete internacional, y el símil fue bien logrado).

De todas maneras, doña Piper Na­vajo quedó en poder del público en la tercera sesión del remate. La vedete internacional, que ya muchos habían idealizado, fue conquistada (rematada) por un solitario oferente, a quien más tarde se señalaría como el piloto de Lehder. Harina para el mismo costal. Así, el ave descarriada volvía a casa, ya legalizada y a mitad de precio.

Con el producto de la subasta se hizo una obra social. ¿Dinero calien­te, como ahora han dado en llamarlo? Sea lo que fuere, don Carlos Lehder, hijo de Armenia, con 27 años mal contados (y bien vividos, en su ca­lenturiento mundo de aventuras in­ternacionales), hacía su presentación al pueblo que lo vio nacer. Su nombre, al principio indescifrable, se multi­plicaría de boca en boca, como en la cena de los panes increíbles.

Comenzó comprando tierras. Y pasó a comprar conciencias. Tanto las unas como las otras tienen precio, y para eso la capacidad de nuestro magnate es incalculable. Abundaban, mientras tanto, los donativos generosos a cuanta obra social —eclesiástica o mundana— se le presentaba, y en los entreactos les hacía guiños a los periodistas.

Terminó regalando a los periodistas una significativa contribución eco­nómica, que naturalmente también era publicitaria (a lo Piper Navajo), y estos, bandeja de gratitud en mano, se hicieron retratar, muy sonrientes y muy emocionados, con el nuevo líder de la comunidad. Hoy nadie quiere acordarse de aquella foto histórica.

Entre sonrisas, coqueteos, do­naciones y audacias, o sea, con sutil inteligencia, crecía el personaje. Un Corleone colombiano. Como don Carlos hablaba en dólares, movía tierras y maquinarias, construía pa­rajes turísticos, organizaba actos deportivos, hacía obras de caridad, pagaba los mejores sueldos del país, emocionaba a la juventud y destro­naba a los viejos, le llovían ins­cripciones para sus listas. Señoritos y señoritas, comerciantes, ejecutivos, doctores, poetas, escritores, políticos desubicados, aventureros… fueron subiendo al tren de la alegría.

Lehder, que ya tiene periódico propio y periodistas in­condicionales, fundó su movimiento político. Aspira a llegar a los cuerpos legislativos. Y no tiene empacho en declararse miembro respetable de la mafia internacional. Anota, además, que el país está lleno de pequeños y grandes mafiosos, lo cual no es ningún secreto para nadie. Desde Cayo Norman —su isla de la cocaína— muchos peces se han engordado. Al narcotráfico lo llama “bonanza colombiana”, y esto estimula a los perseguidores de fortuna fácil.

La gente fue llegando. Se habla de comilonas y bacanales, rociadas de extrañas bebidas y frenéticas yerbas. El paraíso de los paganos ha abierto sus puertas en la tierra del café, y todos, chicos y grandes, se empujan para entrar. Algunos quedarán desgarrados de por vida, pero esto ya es otro capítulo. A Mario, el gobernador, le ofreció nombrarlo gerente general de su imperio, con sueldo y prebendas monumentales, pero el elegido no mordió el anzuelo. Lo mordió, en cambio, su joven secretario de Gobierno, hoy otro de los nuevos ricos de la ciudad.

Los políticos tradicionales, puestos por él en jaque, le enrostran los dineros calientes (o sucios, en lenguaje franco) con los que está pervirtiendo la política colombiana. ¿Acaso, pregunta alguien, no son igualmente sucios los desviados au­xilios parlamentarios? ¿Con unos y otros no se está asaltando la concien­cia pública y sobre todo la conciencia privada?

Lehder tiene asustados a los polí­ticos del Quindío y del país entero. Les advierte que sus curules están en peligro. Estos lo acusan de mafioso y él se ríe de ellos en sus dominios ilimitados del poder económico y la provocación desdeñosa.

El caso Lehder es un grito en la conciencia, un reto a la moral pública del país. Que no se contrarrestará con estériles reproches ni tontos lamentos. Es una ficha floja en la conducta de gobernantes y políticos, de padres y educadores, de capitalistas y empresarios, de eclesiásticos y ciudadanos rasos. Nunca el fariseísmo, tan de moda en estos días, ha remediado los problemas sociales ni los problemas de familia.

Obsérvese bien y se verá que los males no llegan solos, por generación espontánea. El episodio Lehder, si se quiere, es un episodio moralizador. Hay tratamientos médicos que se aplican con éxito amputando miembros atrofiados.

Y todo comenzó con una Piper Navajo —de Carlos para Mario–,   abandonada un día en el aeropuerto de Armenia, naturalmente con carta de navegación…

El Espectador, Bogotá, 29-VII-1983 y 27-VI-2020.
Eje 21, Manizales, 23-VI-2020.

Comentarios
(junio/2020)

Yo era secretario privado del gobernador; en efecto, un día que abrí la correspondencia del despacho, apareció una carta de Carlos Lehder en inglés. Inmediatamente se la llevé al gobernador Mario Gómez, quien alertado por el ofrecimiento que ella contenía –no para él sino para el departamento– llamó al ministro de gobierno de la época, Germán Zea Hernández, y desde luego al presidente. Lo demás se conoce, y después llegó la famosa avioneta, no antes. Gabriel Echeverri González, Armenia.

Maloliente pasaje protagonizado por Carlos Lehder y una estúpida sociedad. Gustavo Valencia García, Armenia.

Excelente anécdota histórica de hace 37 años. Dejaste para el futuro la narración de uno de los episodios iniciales de esta funesta feria de narcotráfico que ha vuelto patas arriba a nuestra querida Colombia. Eduardo Lozano Torres, Bogotá.

Recordé momentos vividos por aquellas calendas, y aunque son otros los protagonistas sin avionetas de por medio, hoy hay personas de dudosa reputación rondando los pasillo palaciegos y entregando dádivas para merecer favores. La política no ha cambiado, se ha envilecido, y las mafias continúan merodeando alrededor del poder local. Armando Rodríguez Jaramillo, Armenia.

 

 

 

 

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