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Turismo sin agua

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

En El Rodadero comenzó a escasear el agua a medida que crecía la época de turismo y se aproximaba el final del año. Cuando en el edificio donde residía con mi fa­milia apareció un aviso informando que sólo se suminis­traría agua durante tres turnos diarios, supusimos que la medida era temporal y no afectaría nuestro descanso. Dos días después el aviso se cambió por otro que reducía a dos breves horarios el disfrute del preciado elemento.

El Rodadero, mientras tanto, se llenaba de miles de turistas. Desde el balcón de mi apartamento contemplaba yo cómo las playas se poblaban desde las primeras horas del día. Ya a las cinco de la mañana había personas trotando frente al mar y respirando a pleno pulmón las brisas que invaden este paraíso de la Costa Atlántica. Lugar privilegiado para la belleza y el sosiego espiri­tual. En él se botan las fatigas del año y se olvidan, así sea por días fugaces, la dictadura de la vida cara, los sofocos de la capital y los horrores de la violencia.

Ante la majestad del mar y el encanto de la naturaleza, dos elementos que transmiten paz y fascinación, uno se reconcilia con el alma. El espíritu perturbado con que se llega desde la fría y convulsionada metrópoli, o desde la aldea remota, se tonifica en las aguas tibias del Caribe y bajo los ardores del trópico sensual.

¿Pero saben ustedes lo que es una temporada sin agua? Ya a estas alturas de mi crónica el líquido se ha ido por completo. Lo que se suponía que eran racionamientos parciales mientras se solucionaba alguna avería en las redes de distribución, fue, desde el principio, una pará­lisis total del sistema. El acueducto local, pasada la Navidad, dejó de funcionar. Y nos tocó recibir el Año Nuevo sin una gota de agua. Cuando falta el agua, falta la vida. Los carrotanques que estuvieron circu­lando por la ciudad y que en parte ayudaron a sobrellevar el contratiempo, se esfumaron como por arte de magia.

Se nos había ido la gota de la vida y así tuvimos que aguantarnos todo el primero de enero. Mientras unos ve­cinos protestaban por la negligencia de la administra­ción del edificio, ésta descargaba su responsabilidad con otro argumento: los choferes de los carrotanques se habían embriagado (pero no de mar y paisaje sino de aguardiente). Como ellos también tenían derecho a des­pedir el año con euforia, habían dejado a la ciudad sin agua. Cambiaron el líquido potable por el líquido embriagante.

Nadie se explica que esto suceda en El Rodadero, uno de los lugares más turísticos del país. Son las autoridades las que deben responder por esta grave irre­gularidad. Diez días sin agua (y no sé cuánto tiempo más se prolongaría la sequía después del regreso a Bogotá) significan un atentado contra el turismo nacio­nal. Muchas familias tuvieron que suspender las vacacio­nes y dudarán en adelante en escoger a El Rodadero como sede de próximos descansos. Primero debe borrarse este lunar.

Pero hay algo más. En la población comentan que la falta de agua se ha vuelto rutinaria en las épocas de temporada turística. En forma sorpresiva se presenta la escasez en plena afluencia de turistas. En la calle se insinúa que algo sospechoso está sucediendo. Al sus­penderse el acueducto, el suministro en carrotanques se vuelve negocio. Ojalá las autoridades aclaren es­ta versión para despejar suspicacias.

*

El turismo nacional necesita una estructura sólida. Cada sitio turístico debe esmerarse en incrementar sus motivos de atracción y sistemas de comodidad. El turista satisfecho es un multiplicador de publicidad. Lo que ha sucedido en El Rodadero, y que aquí se saca a la luz pública para que se busquen correctivos, seria inconce­bible, por ejemplo, en las playas de Miami. Allí el sen­tido turístico, una de las mayores fuentes de riqueza de los norteamericanos, es cada día más eficiente.

Fomentar el turismo nacional debe ser programa de orden prioritario. La Corporación Nacional de Turis­mo deja mucho que desear en este sentido. Esta industria clave en otros países no ha sabido explotarse aquí con el empuje, la seriedad y la sensatez que se re­quieren para producirle ingresos significativos a la nación.

Algún día volveremos a El Rodadero por ser uno de los lugares más bellos y sugestivos de Colombia. Espero escribir para entonces, con un brindis por el progreso de la patria, una crónica con agua.

El Espectador, Bogotá, 9-I-1991.

 

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Paz en Urabá

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Se llega a la región de Urabá, en plan de descubri­miento como lo hago yo, y se experimenta de entrada cierto temor por lo que cuentan las noticias acerca de los asesinatos frecuentes y de la violencia regada por los ricos campos del banano y el plátano. Por allí estu­vo el médico Tulio Bayer y fue él de los primeros que entendió el porvenir promisorio de esa zona y avizoró, con su novela Carretera al mar, una realidad y una necesidad que son hoy evidentes.

Desde el avión se contempla el soberbio espectáculo de grandes extensiones vestidas de verde y fertilizadas por numerosos ríos y quebradas, ajenos a los conflictos que produce el capital. Parece como si las corrientes de agua calmaran el sofoco de los campos arrasados por la canícula.

Cuando me hospedo en el hotel de Chigorodó, me acuerdo de que estoy en área de violencia. Es la zona roja o de candela de que hablan los periódicos. A la salida del hotel entablo conversación con un muchacho que revela 20 años, afable y comunicativo, y le pregunto por el orden público de la región. Me dice que hoy existe tranquilidad y que ésta apenas se ha visto alterada con la muerte de tres sindicalistas, ocurrida días antes.

Como la conversación surge espontánea, me cuenta que es jornalero de una finca de banano, vecina a la que pertenecían los tres sindicalistas. Los bajaron del camión donde se transportaban y los asesinaron al borde de la carretera. Le pregunto si él tiene miedo y me contesta que no. Ahora va a jugar fútbol a un campo próximo al aeropuerto, bajo el rigor de 32 grados de temperatura

Hablo con distintas personas y todas coinciden en que la paz está retornando a Urabá. La muerte de los tres sindicalistas es un hecho aislado, me aclaran. En virtud de las conversaciones que se adelantan con el Gobierno, ha cedido el ambiente de tensión. Recorro la población, y más tarde lo hago por Carepa y Apartadó. Observo que la gente está tranquila.

Las carreteras se hallan militarizadas. Al poco tiem­po se acostumbra uno a circular por entre fusiles y sol­dados. La fuerza pública es una garantía que, lejos de incomodar, aporta confianza. Al ritmo de la riqueza de los campos, las poblaciones muestran acelerado progre­so. Son pueblos jóvenes que han nacido al impulso de la feraz agricultura. Carepa lleva como municipio ape­nas 7 años y Apartadó, 23. Chigorodó es el más antiguo de los tres, con 78 años.

Este foco de pueblos vecinos, y los que siguen hasta Turbo y sus alrededores, constituye una esperanza. Maña­na serán líderes del progreso. Ahora luchan por derrotar la inseguridad y lo están logrando. Montados sobre ba­ses poderosas de riqueza, se espera de ellos que cumplan su destino de sociedades civilizadas.

Los obreros del campo, que cada vez obtienen de los patronos mayores beneficios, saben que sus luchas no han sido estériles. Hoy disponen de mejores condiciones de vida y han conquistado un nivel humano  más elevado. Esto se convierte en ingrediente básico para la paz que ha comenzado a avizorarse.

Urabá es una zona neurálgica para el país. Allí per­manece una mecha encendida, que a cualquier momento puede hacer estallar el polvorín. Lo importante es que el ca­pital y el trabajo se mantengan en armonía. Si ambos conservan su dignidad, la paz seguirá garantizada.

*

Así se expresaba el médico guerrillero Tulio Bayer en 1959, al comienzo de su novela atrás citada: «El autor no garantiza dentro de la presente narración sino tres cosas reales: una aldea de Antioquia que un tiempo fue muy desdichada. Un pueblo que hoy, como ayer, lucha por recuperarse de su larga ruina. Y una carretera que centenares de seres humanos desearon ver atravesando la selva, húmeda y alta, y el extenso pantano. Y que hoy llega hasta el mar”.

El Espectador, Bogotá, 13-IX-1990.

 

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El Chocó merece más

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Un amigo mío chocoano, el abogado Rafael Abadía Gil, siempre me ha reclamado una visita a su comarca nativa. A pesar de que no se me había presentado la ocasión, era como si ya conociera el Chocó por las referencias que sobre él he recibido a través del tiempo.

Abadía Gil es el chocoano más popular en Bogotá. Co­mo somos compañeros de trabajo, solemos recorrer a me­dio día la carrera Séptima en animadas tertulias, y yo vivo admirado de cómo a cada paso le brotan paisanos que le hablan de los problemas y de las últimas noti­cias del departamento olvidado. En esos encuentros frecuentes con los chocoanos, escucho y asimilo.

Como mi amigo fue en épocas ya lejanas alto funcio­nario del gobierno seccional, y siempre ha vivi­do identificado con su tierra, se ha convertido en lección permanente de chocoanismo. En Bogotá hay muchos habitantes oriundos de esa región que han emigrado en plan de progreso y hoy trabajan como profesionales independientes o están vinculados a alguna empresa oficial.

Otros son estudiantes universitarios, y los menos afortunados vagan en persecución de alguna oportunidad que les permita subsistir en la ciudad monstruo –la Bogotá de las desmesuras– a donde convergen todas las necesidades y todas las frustracio­nes nacionales.

Al fin estuve en el Chocó. Apenas permanecí un par de días y sin embargo logré una idea bastante real no sólo sobre su ambiente y paisajes, sino sobre sus angustias, que son muchas. Esa impresión de encontrarse uno en plena selva, a pesar de estar situado en Quibdó o en Istmina, ofrece otra dimensión de la patria. Esta es la otra cara de Colombia que la gente no ve. Por eso   hay que ir allí a palpar los problemas.

Decir que en el Chocó hay miseria no es descubrir ningún secreto. No es sino recorrer las calles de la capital para encontrar los vestigios del abandono so­cial. Los muchachos que ve uno en la vía pública como testimonios vivientes de la pobreza absoluta, y que llevan en la mirada taciturna la protesta soterrada de quienes no tienen voz en la sociedad, conturban el ánimo.

Quibdó es una ciudad postrada que sin embargo está rodeada de grandes riquezas. Las principales son el oro, el platino, la plata y la madera. Los habitantes no tienen fuentes de empleo. Los pocos cargos provie­nen de la administración pública, o sea, de la inesta­bilidad política que en cada cambio de gobernador o de alcalde produce un remezón general en las nóminas oficiales. No hay industrias ni empresas privadas realmente representativas para poner a trabajar a la gente.

El chocoano es un ser explotado por la vida y frus­trado por la desesperanza. Lleva su calvario a cues­tas y él mismo no entiende su mala suerte. El río Atrato parece que gimiera, en sordos lamentos, siglos de esclavitud. A pesar de que la región posee el mayor número de ríos y quebradas que tenga departamento al­guno del país, y de que sus reservas forestales sean maravillosas, hay pobreza.

El nativo confía en que los políticos le alivien sus calamidades, y en vano espera que el próximo go­bierno, y el que lo remplazará, y el de más allá, al fin lo redima de tanta adversidad.

En un parque, cerca a la sede del Banco de la República, se levanta un bronce con la efigie de Diego Luis Córdoba, padre del departamento. Y un monumento a la memoria de César Conto, célebre político y poeta chocoano del siglo pasado, hijo dilecto de la ciudad. La gente pasa y mira hacia esos personajes con gratitud y esperanza. Tales símbolos –el oro, el poder y la cul­tura–  deben convertirse en brújulas para conseguir un futuro más promisorio.

El Chocó es otra de las tierras míticas de Colom­bia. Es un territorio embrujado. Rico y pobre a la vez. Sus paisajes son hermosos, hechizantes. Pero allí el hombre es un ser hundido, desprotegido, donde la patria se halla lejana. El Chocó merece más. Mucho más.

El Espectador, Bogotá, 24-IX-1990.  

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Yarumal, 200 años después

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

El alcalde de Yarumal, Jaime Montes Valencia, me co­mentaba el clima de tranquilidad y progreso que vive la ciudad desde años atrás. En estas condiciones se cum­plieron en 1987, con gran regocijo de los habitantes, los 200 años de fundación de uno de los municipios más prósperos de Antioquia, que sobresale por el apro­vechamiento de los recursos naturales, entre ellos, el talco y el asbesto, y la explotación de la agricultura y la ganadería.

Marco Antonio Rojas Orrego, destacado líder cívico, quien desde hace largos años ocupa la gerencia del Ban­co Popular, me explicaba, mientras con el burgomaestre recorríamos el hermoso parque principal, el significado de la palabra Yarumal. El árbol yarumo, que allí se cul­tiva en grandes cantidades, se convirtió en símbolo de la tierra y dio origen al nombre actual de la pobla­ción. Esta se llamó en sus comienzos San Luis de Góngora, como homenaje al virrey Caballero y Góngora.

A comienzos del siglo tuvo la ciudad banco pro­pio: el Banco de Yarumal, que fue liquidado pocos años después. La entidad se creó en el mismo año que el Banco de los Mineros de Antioquia y entre las dos se establecieron estrechas relaciones. Así lo leo en el libro escrito por Gustavo Angulo Mira, con prólogo de Álvaro Villegas Moreno, una monografía dedicada al bicentenario de la urbe.

La historia de Yarumal es extensa en sucesos y afor­tunada en hombres eminentes. Muchos combates se libraron en aquellas montañas abruptas y hoy se recuerdan como testimonio de un pueblo luchador. Entre los hijos dilectos se destaca el poeta Epifanio Mejía, el sublime loco que pasó largos años en el manicomio y escribió el Canto del antioqueño, adoptado como himno del depar­tamento. En él describe su origen: “Nací sobre una mon­taña. / Mi dulce madre me cuenta / que el sol alumbró mi cuna / sobre una pelada sierra”.

También son oriundos de Yarumal el exministro Oc­tavio Arismendi Posada, el escritor y político José Mejía y Mejía, el vicealmirante Rubén Piedrahíta Arango –uno de los cinco miembros de la Junta Militar que gobernó a Colombia– el artista Francisco Cano Cardona, el poeta Manuel Novato Navarro –cuyo poema humorístico Temperancia, escrito en 1905, es repetido hoy por el vecindario–, y otras personalidades que los yarumaleños recuerdan con cariño.

El Seminario de Misiones de Yarumal fue muy renom­brado en el país. La ciudad cuenta con apreciable nú­mero de establecimientos docentes y ahora se piensa en la fundación de una universidad. El templo parroquial, de proporciones monumentales, es obra que despierta admiración por su belleza y suntuosidad. Es una localidad con larga tradición religiosa –una de las características del pueblo paisa– y ésta se preserva entre manifestaciones de fe, reliquias eclesiásticas y obras de arte recogidas en la alcaidía y en distin­tos lugares.

Cuando uno va para la Costa, desde la carretera sur­ge Yarumal tras una aguda pendiente, como un cóndor con las alas extendidas sobre el abismo. Espec­táculo de sosiego y poesía. La cordillera, con sus ele­vados picos y sus cielos transparentes, desciende so­bre el recinto y pinta contrastes fascinantes. Entre yarumos, talcos, plegarias, poemas que se recitan en calles y residencias, paisajes diáfanos y tradiciones vivificantes, la urbe bicentenaria avanza optimista hacia el futuro. En Yarumal la paz es envidiable. Y el progreso, evidente.

El Espectador, Bogotá, 1-IX-1990.

 

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Chatarra por libros

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Una de las bibliotecas populares más significativas de Medellín, que tuve oportunidad de conocer en estos días, es la situada en el barrio Moravia. Es éste un sector de pobreza absoluta que se ha levantado sobre lo que antes era un basurero público. Parece un milagro. Se advierte allí el esfuerzo de la gente por construir, sin mayores requisitos de planeación urbana, su vivienda propia.

Ha surgido en Moravia, sobre la miseria, un conglo­merado humano. En silenciosa invasión llevada a cabo durante años enteros, los moradores de aquella ladera de Medellín formaron una sociedad que lucha por la sub­sistencia. Como en medio de su desamparo carecían de planificadores y de ambiciosos proyectos urbanísticos, pusieron las casas en cualquier forma y de carrera. Sólo les interesaba un techo para protegerse.

Para quien nada tiene, una humilde residencia se convierte en un palacio. Ahí se refleja el afán del hom­bre por no dejarse ganar la partida de la adversidad. Un barrio de invasión es una protesta social. Medellín, en donde abunda el dinero de las grandes industrias y de los prósperos imperios económicos, muestra aberrantes cordones de miseria. Es una de las ciudades en donde se ve más hambre por las calles y pululan, lo mismo en los sectores céntricos que en las periferias, ejércitos de menesterosos que amanecen agazapados en cualquier sitio público por no disponer de un hogar para pasar la noche.

Gloria Inés Palomino, directora de la Biblioteca Pública Piloto, me explicaba, mientras recorríamos el barrio Moravia, cómo las basuras de la ciudad se habían convertido en aquellas cuadras habitadas que hoy sus vecinos defienden como la mayor posesión de la tierra. Por entre callejuelas y construcciones deformes, y en medio de una población infantil que juega gozosa en la vía pública, se me reveló un prodigio: la biblioteca del barrio. Llegamos a medio día, cuando las mesas de lectura se habilitan como comedores para los niños que reciben allí las primeras lecciones de formación escolar.

Rodeados de libros y de elementos creativos, los ni­ños aprenden en estos talleres las primeras letras y dan los primeros pasos para ser mañana ciudadanos de bien. La Biblioteca Piloto es la animadora de estos hogares juveniles en que se han convertido las 60 bibliotecas de barrios populares de la ciudad. Me sentí sobrecogido ante esta lección de patriotismo que brota en la urbe convulsionada por el narcoterrorismo. Mientras éste des­truye, otros edifican.

Los niños de Moravia ya aprendieron a querer los li­bros. Para aumentar su biblioteca escarban en los ba­sureros y de allí extraen la chatarra que luego venden para adquirir más libros. Ellos mismos descubrieron la fórmula comercial para culturizarse. ¡Chatarra por li­bros! Ojalá la Unesco, que en asocio con el Gobierno colombiano fue la creadora de la Biblioteca Piloto de Medellín –un modelo para América Latina–, se entere de esta maravillosa transformación de la basura en libros.

*

Uno de estos niños de barriada, que se da el lujo de ser lector a domicilio, se presentó ante la di­rectora de la biblioteca y le pidió, con los cien pesos que es el costo del carné, sudados en la venta de la chatarra, que le expidiera otro documento a nombre de su padre. Extrañada la directora, le preguntó si no era suficiente con el que ya poseía. Ante lo cual explicó el muchacho que su padre, que también se había vuelto lec­tor apasionado, se apoderaba de sus libros y no le per­mitía gozar a plenitud de la lectura. Y como su padre estaba de cumpleaños, deseaba hacerle un gran regalo: el carné propio.

El Espectador, Bogotá, 30-X-1990.

 

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