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El ladrón de cubiertos

martes, 11 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

International Management, famosa revista mundial de temas ejecutivos que leo todos los meses, presenta un interesante caso imaginario situado dentro del campo de la empresa, pero que puede extenderse a cualquier actividad. Son problemas que se ofrecen para ser meditados y que, por llevar implícito un dilema, su solución suele ser complicada.

Se trata de la pujante fábrica de cuchillería y cubiertos de mesa en acero inoxidable y plateados que un día descubre un faltante en sus depósitos. Para citar cualquier ci­fra, digamos que éste era de cien mil pesos, cantidad que se hubiera castigado como una «merma» dentro de los grandes volúmenes de la fábrica, como era lo usual, pero que esta vez hizo reflexionar a sus propietarios en vista de que la plata había adquirido un valor con­siderable en los mercados interna­cionales.

Bien pronto se descubrió que un empleado de confianza venía usando métodos  habilido­sos que le permitían sacar prove­cho de las ventas, en forma continuada, sin que la compañía lograra detectar la maniobra.

Los obreros sabían el procedimiento, pero como el jefe defraudador infundía terror entre sus subalternos, estos permanecían callados.

El investigador que se nombró dedujo que si la compañía denun­ciaba el ilícito, los obreros habla­rían. Más tarde el empleado confe­só la falta. Esgrimió de paso el ar­gumento de que llevaba 23 años de servicio y que en los últimos tiem­pos los aumentos salariales no compensaban el alto costo de la vida.

Uno de los asesores de la empre­sa aconsejó que fuera despedido y denunciado a las autorida­des. Si se le permitía marcharse sin castigo se daría pésimo ejemplo a los demás, quienes mas tarde podrían hacer lo mismo. El aboga­do de la compañía opinó que el de­nuncio resultaría contraproducente para la buena imagen de los nego­cios y que, de terminar fallido, el empleado demandaría perjuicios y pediría el regreso al puesto. Lo mejor sería obtener su renuncia y decretarle, como contrapartida, la jubilación.

El jefe de personal fue todavía más benévolo. Reconoció que, ante el auge económico en la carestía de la vida, la empresa había dejado de retribuir en forma más equitativa al perseverante empleado de 23 años. Sugirió hacerle firmar un compromiso para la devolución del faltante.

Piense usted ahora en que el he­cho ocurrió en su propio negocio. También puede ser en el negocio de su vecino, en la empresa donde trabaja o en el tesoro del país. Episodio de común ocurrencia que ojalá lo resuelva usted mismo, antes de esperar la respuesta suge­rida por un empresario de los Esta­dos Unidos.

Para este ejecutivo siempre se presentan justificaciones ante cualquier falta de honradez, cuando somos sorprendidos «con las mano en la masa». Y agrega: «Pero una de las responsabilidades claves de todo administrador es edificar y mantener la moral de la nómina de empleados. El no emprender una justa acción disciplinaria cuando ello es preciso, es la mejor garantía de estropear la moral”.

Se detiene luego a calcular los riesgos que significa actuar contra una persona antigua y que goza de popularidad.

Su conclusión es: ¿Qué ve más: la persona o la moral? Y luego de una serie de consideración sobre los efectos de hacer o no hacer, de tapar o denunciar, de proteger la imagen de la empresa o defender la moral, no duda en recomendar el despido, para advertir a clientes y empleados que la falta de honradez no es parte de las normas de la casa.

Y afirma: «Quizás la honradez y la justicia resulten ahora virtudes anticuadas. Pero siguen siendo normas de conducta».

Sobran comentarios. Faltaría saber cómo resolvió usted el dilema. En la hacienda pública, en la empresa donde usted trabaja, en el almacén de la esquina, en su casa o en su negocio suceden casos parecidos. ¿Se resuelven acertadamente o, por el contrario, su mal manejo genera consecuencias delicadas?

La Patria, Manizales, 31-X-1980.

 

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El cheque, un esquema moral

domingo, 9 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Sonará raro que el cheque represente un símbolo moral. El cheque es figura muy característica de la vida contemporánea. Aquel papel que en los tiempos pretéritos era algo sagrado, es hoy, con el deterioro de la moral, un triste personaje que ha perdido su categoría porque la propia sociedad que ha debido resguardarlo se encargó de pisotearlo.

El cheque ya no es portador de confianza. Linda los terrenos del Código Penal y se ufana de ser indolente. En el mejor de los casos resulta una expectativa, y dista mucho de ser un documento serio. Girar cheques sin respaldo de fondos, lo que en los tiempos memorables de las sanas costumbres hubiera sido un acto infamante, es ahora la regla general. La gente le perdió el miedo a la amenaza de cárcel por girar en descubierto, ya que las leyes no se cumplen, o se burlan habilidosamente. Hay abogados para todo, hasta para impedir que quienes abusan de una chequera reciban castigo. En este enredo de las interpretaciones (y el cheque se equipara en muchos casos a la letra de cambio), se convierte en un papel sin seriedad, cuando no en un real peligro comercial.

Mientras tanto, el país se asfixia en­tre toneladas de “cheques chimbos». Estos circulan en todas las direcciones, sin respeto hacia la sociedad y como afrenta para la vida mer­cantil. En el fondo es una radiogra­fía ensombrecida de este país que permitió el desgaste de la decencia.

La tolerancia bancaria, que es cómpli­ce necesario para este atentado con­tra la confianza pública, dejó también de controlar la situación. Se les da en­trada a giradores reconocidos como irresponsables y se olvida de restrin­gir la entrega de chequera a quienes no la merecen.

La competencia en el sector bancario ha relajado las costumbres hasta obnubilar la razón, como si lo impor­tante fuera albergar clientela, sin escrutar sus condiciones morales. Las «vacas sagradas» que pa­san de banco a banco repitiendo en el de turno sus manías incorregibles, están dañando al país.

¿Cómo aspirar entonces a que se depure el ambiente? Los comerciantes, que dicen ser los más afectados con los “cheques chimbos», son los que más abusan de esa manía. El cheque posdatado, que años atrás fue reprimido con energía y con manifiesto beneficio general, es hoy en día práctica corriente. El comercian­te (aunque no todo comerciante, por­que también los hay organizados y previsivos) respalda la compra de sus mercancías con el consabido cheque en el aire, para llamarlo de otra manera; y espera poder atenderlo dentro del plazo convenido, aunque por lo general lo incumple. Asediado de cheques que ha expedido sin la necesaria precau­ción, no alcanza a cubrirlos, y como los negocios andan mal, que esperen los acreedores… Las devoluciones que hacen los bancos darían cuerpo para levantar el monumento más gigan­tesco de la inmoralidad pública.

Todos protestan por el deterioro del cheque (jueces, bancos, público), pero el mal se deja avan­zar. Es un cáncer que invadió a Co­lombia y que nadie se propone ex­terminar. ¿Cuándo se encontrarán, al fin, sistemas efectivos de depuración? Nos acostum­bramos a jugar a la inmoralidad, y lo hacemos con desfachatez. El país está retratado en el cheque y parece no darse cuenta de que debe cambiar de modales.

La Patria, Manizales, 14-VIII-1980.

 

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Cimientos flojos

sábado, 8 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Muchas construcciones ave­riadas y otras derruidas dra­matizan hoy, después del terremoto, los efectos de la fuerza devastadora. En el país y sobre todo en sitios más afectados, como el Viejo Caldas, se sintió un grito de angustia cuando la tierra crujió y ame­nazó con la catástrofe. Lo que ha podido ser demoledor para la nación entera, y lo fue en no pocos casos particulares, se detuvo por fortuna y apenas arremetió contra sencillas y también vistosas estructuras, agrietándolas o derrumbándo­las, y por desgracia dejando también un sensible saldo de muertos y heridos.

Pasado el pánico, las ciudades y los pueblos comienzan la difícil etapa de la reconstruc­ción. El inventario de las desgracias crece todos los días con nuevas averías y nuevos blo­ques venidos al suelo. La gente, por natural instinto, ha corrido a examinar sus cimientos para asegurar mejores defensas contra otro remezón que más por nerviosismo que por lógica se teme a la vuelta de los días inmediatos.

Sería oportuna esta general revisión de las bases físicas de edificios y viviendas para que el país, perplejo todavía ante lo que ha podido ser peor, escrute sus cimientos morales y se pregunte si está preparado para otra clase de cataclismos, superiores a los eventuales de la naturaleza. De ese examen de conciencia debe salir la conclusión de que nuestras fuerzas están flojas.

El deterioro de las sanas costumbres, cuando se han perdido elementales nociones de decencia y firmeza moral, es una grieta que avanza con ímpetu destructor. Si a los cargos públicos se llega en plan de saqueo y se arremete contra los bienes del Estado sin ningún escrúpulo y sobre todo sin ningún castigo, la sociedad es la lesionada. Peor el caso cuando se abusa de las posiciones y las canonjías para  montar suculen­tos negociados, no solo con detrimento de las finanzas ofi­ciales, sino con merma de la credibilidad ciudadana. De la corrupción administrativa so­mos víctimas todos los colombianos.

Ese afán tan característico de los nuevos tiempos, de enrique­cerse a toda costa desde los altos despachos y también en los oscuros empleos, marca la tendencia de este país que carece de valores éticos y prefiere la vida fácil, sin esfuerzo y con trampa, al decoroso compor­tamiento. La gente es más dada a las artimañas, las ficciones, los negocios oscuros, los tráfi­cos subterráneos, las politique­rías y el deterioro de la conciencia, que al trabajo ho­nesto y enaltecedor, porque pocas cosas enaltecen hoy cuando la mediocridad es el común denominador.

Ser honrado, en estas calen­das y en todo el sentido de la palabra, parece un vicio. Pero no habrá salvación posible si la honradez, con todos sus atribu­tos, dejara de ser una guía social, sobre todo en los mo­mentos de tinieblas.

Graves desgracias habrán de ocurrir si no se rectifican los vicios de esta sociedad que ha olvidado los principios morales. Más que a los terremotos de la naturaleza, hay que temerle  a la corrupción de la conciencia.

Las ciudades averiadas se recomponen con hierro y cemento. Pero a las generaciones con cimientos flojos solo las endereza el paso de los siglos.

El Espectador, Bogotá, 22-XII-1979.

*  *  *

Comentario:

La nota enfatiza sobre la crisis moral. No hay que olvidar que el contenido ético es la esencia y el gran soporte de cualquier organización humana. Se ha impuesto una moral triunfalis­ta. A los jóvenes se les dice que hay que hacer dinero “aunque sea ilíci­tamente”. Que se debe llegar a la meta a cualquier precio. Y se agrega: “Lo importante es reunir los primeros cinco millones, que la honradez viene después poco a poco”. Esto ha creado una moral de emulación, un espíritu de rivalidad. Pero emulación y rivalidad de la mala, de la destructora. Se aniquila el espíritu de solidaridad, de ayuda, de cooperación. El pernicioso afo­rismo maquiavélico de que “el fin justifica los medios” impera en la profesión, en el comercio, en el medio académico y en el agitado mundo de los negocios. Lenin, calificado de santo laico, no triunfó en Rusia por la fuerza de sus doctrinas. No. El zarismo llegó a tal extremo de descomposición moral que cualquier sacudida podía de­rrumbar el sistema. ¿Quién manda en Rusia?, se preguntaba. Y el pueblo decía: el zar. ¿Y quién manda en el zar? La zarina. ¿Y quién manda en la zarina? El libidinoso y corrupto brujo Rasputín. El artículo Cimien­tos flojos de Gustavo Páez Esco­bar, publicado como segundo edito­rial de El Espectador, invita a reflexionar sobre un tema de enor­me trascendencia. Horacio Gómez Aristizábal, Bogotá.

 

 

 

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Desuso de la moral

martes, 4 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

¿Estaremos perdiendo el tiempo quienes escribimos en bien de las costumbres sanas? ¿Sí habrá quienes nos lean en medio del fragor de estos tiem­pos convulsos donde se ante­pone, al sentido ético de la vida, el goce de la concupiscencia, y a la dignidad del hombre, el im­perio de la ordinariez? En los periódicos en general, y sobre todo en los que hacen de su misión de guías una cátedra constante de la moral, tienen cabida opiniones sensatas que buscan el freno de los vicios. Habría que establecer hasta dónde el grueso público, dado más a la pasión del deporte o a la columna cursi, se interesa en realidad por la crítica social.

Sobre mi reciente artículo Crisis del carácter recibí dos menciones que vale la pena referir. La una, expresada en términos calurosos, me ani­maba desde Bogotá a continuar combatiendo la sinrazón del momento actual y se adhería con decisión a las tesis expues­tas. Otro estímulo me lo propor­cionó, aquí en Armenia, un in­telectual siempre pendiente de mis fugaces comentarios y quien,  moralista también, además de efusivo en la amis­tad, me hizo sentir hasta vanidoso por los que él califica como enfoques afortunados.

Vino luego cierto desconsuelo al asegurarme él que la moral ya no se usa. ¿Que no se usa la moral? ¿Acaso la moral es como un traje de ponerse y quitarse? Me quedé meditando en este juicio que me resistía a admitir como una verdad re­donda.

Sí: la moral está de capa caída. No cae tan de sor­presa esta aseveración cuando se tiene que admitir que lo corriente, lo que sí se usa, es la deshonestidad. Este columnista, modesto glosador de lo cotidiano y que gusta cabalgar a contrapelo de la extravagan­cia, por más usual que esta sea, se sorprende cuando se encuentra en el salón social o en la mesa de negocios con personas que se suponen importantes y que viven ausentes de principios, pero bien enteradas de ridículos sucesos parroquiales.

Avergüenza confirmar que ser ciudadano honrado ya no es ningún atributo para el común de la gente, empeñada en la con­quista de bienes fáciles y en la negación de las virtudes. Tal parece que existe un propósito  estimulado por el afán de enriquecimiento a como dé lugar, que embiste contra lo sano para inyectar, en cambio, el desenfreno y la demencia. En un medio donde al vicio se le riega incienso y a la virtud se le relega como artículo pasado de moda, las voces que se oponen al libertinaje y a la corruptela se ahogan en el al­boroto de la vida frívola.

El ciudadano de bien es mostrado con el índice como elemento digno de lástima. A las posiciones se llega en plan de rapiña. No importa que haya incompetencia para ejercer el cargo, si para saquear los bienes ajenos solo se necesitan uñas de ladrón. Cumplido el atentado, se levanta el vuelo con aire arrogante, como si se hubiera realizado una proeza, y el autor logra en­contrar un puesto vistoso en la sociedad, porque el olor a di­nero abre sitiales y borra pa­sados oscuros.

Quien labora en silencio y con pulcritud es ignorado, cuando no menospreciado, por no haber aprendido a defenderse —por­que a tales extremos hemos llegado— con la audacia y el desparpajo de los farsantes. No hay castigo para el delito, y cuanto más se enriquezca la persona, mayor nombradía ad­quiere.

Lo difícil es ser honesto, cuan­do el medio ambiente está corrupto. Quien no haga dinero de afán y con maniobras au­daces es considerado como un inepto. Hay que poseer rápido casas, joyas, automóviles, chequeras, orgías…

Pero eso de que la moral ya no se usa… ¿Acaso con dinero se puede sustituir la moral? ¿No será preferible pasar por bobos, como se dice cuando no abundan las comodidades, a dejar un patrimonio limpio a los hijos, que no lo tumbe la incon­sistencia de la vida fácil? Si no se usara la moral, no habría tantas voluntades rectas y as­queadas que protestan contra los desafueros.

Si el ambiente sano se desmorona, falta una cam­paña implacable para hacer valer a los honestos. ¡Tamaña tarea la que debe realizar el próximo Gobierno si aspira, como lo pregona, a implantar la decencia en este país de trafican­tes!

Solo cuando se vea derrotada la tendencia al hurto, a la ra­piña, al peculado, al tráfico de influencias, al saqueo del pa­trimonio físico y espiritual de nuestra Colombia descuartizada, volveremos a tener confianza en el destino. Y si la moral ya no se usa y la gente prefiere las fruslerías, nos consolare­mos con que no sucumba el úl­timo justo. ¡Y que venga un Gobierno capaz de redimir el destrozado tesoro que preten­demos entregar a nuestros hijos! Pensaremos, entonces, que no hemos perdido el tiempo mar­tillando en la conciencia de lo que más queremos.

El Espectador, Bogotá, 6-VI-1978.

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Comentario:

Tu artículo llena de orgullo y optimismo a quienes aún creemos en valores eternos e inmodificables. Adelante, que tu lucha no es en vano. En el país muchos te leemos, respaldamos y aplaudimos. Alfonso Bedoya Flórez, MD., Isa de Bedoya, La Dorada (Caldas).

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Alarmante inmoralidad

lunes, 3 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

La corrupción, con todos sus horrores, se apoderó de Colombia. Es una alimaña que penetra insensiblemente en la conciencia e invade todos los recodos. La gente se acostumbró a vivir en medio de impurezas, donde se trafica sin escrúpulo lo mismo con el grueso negociado que con la maniobra soterrada.

Empleados altos y pequeños y simples ciudadanos se dejan atrapar por esta atmósfera de degradación. Es contada la persona que se mantiene invulnerable. La rectitud es, hoy por hoy, un bien exótico que ha dejado de tener guías y menos seguidores. Antiguamente la virtud se transmitía de padres a hijos como un patrimonio inalienable. El niño aprendía bien pronto civismo y moralidad. Hoy hasta las buenas maneras se han olvidado.

En tiempos tormentosos como los presentes donde la moral ha sido relegada, los padres se olvidan de inculcar, desde la cuna, normas que quizás ellos mismos no practican y menos se preocupan por proteger, si piensan que el mundo torció su destino.

Los muchachos de hoy crecen sin una recta dirección que les haga distinguir el bien del mal y les trace pautas seguras de comporta­miento. Más tarde resultan presa fácil para la droga, el alcoho­lismo, la insolencia ciudadana, el libertinaje y el delito. Formados en ambientes livianos que se propagan sin correctivos, estos ciudadanos no pueden ser útiles a la sociedad.

Serán, con el paso de los días, quienes ocupen posiciones claves en la administración pública o en la actividad privada. Víctimas de su propia desorientación en la vida, no resistirán las tenta­ciones y claudicarán ante los halagos del mundo destructor de la conciencia. Solo una minoría logra preservar su conducta íntegra.

Los periódicos dan cuenta del bochornoso inventario de atrocidades que se cometen en todas las direcciones contra la moral pública. El soborno, el peculado, el abuso de autoridad, el enri­quecimiento fácil hacen carrera ante el asombro de una sociedad que todavía posee códigos éticos.

Con un billete se presiona la voluntad del empleado y como este, en el común de los casos, no está preparado para dejar de recibirlo, peca sin rubor y hasta con gusto. En esta época donde la «propina» se volvió una institución, nada quiere hacerse gratis. Desentona, por el contrario, la persona honesta que solo sabe cumplir con el deber sin pedir ni aceptar bonificaciones.

Cuando no es la «mordida», es el tráfico de influencias que se ofrece y se acepta sin cortapisas y con desfachatez. Volumi­nosos contrabandos salen o entran por las puertas anchas de Colombia ante la mirada protectora de guardas que ya han sido preparados para permitir el ilícito. Avio­netas cargadas de cocaína y otras hierbas desafían los códigos y se evaporan, con todo y tripulantes, de las manos de las autoridades que permanecen cortas ante la piratería. Los delincuentes exhiben desvergonzadas impunidades al amparo de leyes que se dicen obsoletas para establecer plenas pruebas.

Horrendo estado de pobreza moral el que está destronando la virtud. Esta epidemia acabará por destruirnos a todos si no reaccionamos con valor. Nos quedan todavía, por ventura, reservas morales para salvar a la patria del naufragio. Las conciencias sanas del país no pueden conformarse con esta alarmante inmoralidad.

El Espectador, Bogotá, 24-VIII-1977.  

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