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Archivo para febrero, 2019

El verdadero autor de la “Alegría de leer”

lunes, 25 de febrero de 2019 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar 

La obra más difundida en Colombia a partir de su aparición en 1930 fue la Alegría de leer, que estaba compuesta por cuatro cartillas. Se convirtió en un best seller que vendió alrededor de un millón de ejemplares. Caso insólito. Las cartillas, que en realidad eran libros separados y fueron editadas en diferentes fechas, las conserva en Manizales, como verdadera reliquia, Jairo Arcila Arbeláez. En esa obra aprendimos a leer miles de colombianos. Después vendrían los libros de García Márquez, que registrarían ventas fabulosas.

Evangelista Quintana Rentería figura como el autor de la Alegría de leer. Él fue inspector escolar en su departamento del Valle (nació en Cartago en 1896) y poseía influencia en el campo pedagógico. Su nombre, por supuesto, adquirió alta ponderación como escritor de la obra, y así pasó a la historia bibliográfica.

En internet se encuentran numerosos registros que acreditan a Quintana como el afortunado autor de uno de los textos más emblemáticos del siglo XX. Incluso mucho tiempo después, en febrero de 1999, Jorge Orlando Melo, prestigiosa figura de la cultura nacional, destaca su nombre en artículo de la revista Credencial. De la misma manera, esta información la reproducen muchos tratados de literatura y educación.

Pero la realidad dice otra cosa. Hoy puede asegurarse que se trató de un hurto literario cometido por Quintana en la Colombia sosegada de su época, y que por extraña circunstancia quedó impune. Hay nudos tan bien hechos, que nadie logra deshacerlos. Hay mentiras tan bien urdidas, que terminan convirtiéndose en verdades. Verdades falsas, como los “falsos positivos” en el área militar de Colombia en los últimos años. Esto sucede lo mismo en los sucesos  históricos que en la literatura y en la propia vida.

Dos fuentes respetables demuestran que el verdadero autor de la Alegría de leer es el educador nariñense Manuel Agustín Ordóñez Bolaños, nacido en La Cruz en 1875. Esas fuentes son:

  1. la de Vicente Pérez Silva, cuya labor en los campos histórico y literario es bien conocida, y quien pronunció en 1999, durante la Feria Internacional del Libro, una conferencia en la que aportó suficientes pruebas que no dejan duda sobre el plagio. Dicha conferencia fue recogida en el folleto que tituló Ventura y desventura de un educador (2001);
  2. la de José Oliden Muñoz Bravo, doctor en Historia, que escribió en la revista Historia de la Educación Colombiana (número 13 de 2013) un exhaustivo estudio sobre los pormenores del plagio.

Según testimonio de Manuel Agustín Ordóñez, se sabe que en diciembre de 1926 su paisano nariñense Abraham Zúñiga, también pedagogo y que poseía hermosa caligrafía, le sacó en limpio, para su posible publicación, dos cuadernos que contenían el material de la Alegría de leer. Ejecutado el trabajo, Ordóñez viajaba un día en ferrocarril de Popayán a Cali, cuando de pronto sintió que alguien le ponía la mano en el hombro y le preguntaba por los cuadernos que portaba. Era Quintana, quien se interesó por ellos, y de ahí en adelante se dedicó durante horas a leerlos durante el viaje.

Cuando se los devolvió, muy cerca de Cali, Quintana le dijo: “Yo le voy a ayudar a usted, aprovechando mi amistad con el director de Educación y con mis demás amigos, para que usted pueda cumplir mejor con el deseo de publicar sus obras que considero muy importantes”. Ante esta perspectiva halagüeña, Ordóñez depositó su obra en la Dirección de Educación Pública de Cali, con la solicitud de que se hiciera el registro de la propiedad literaria. Y no obtuvo ninguna respuesta.

En junio de 1931, volvió a verse con su colega Abraham Zúñiga, quien le hizo esta tremenda revelación: “Evangelista Quintana ha publicado unos libros de lectura, que son la misma cosa que los suyos”. El plagio estaba cometido. De ahí en adelante, la vida del verdadero autor de la Alegría de leer estuvo marcada por el dolor y la tristeza.

Su obra no es un simple texto escolar, sino una técnica de enseñanza –original, asombrosa y docta– que mereció los mejores reconocimientos de eruditas personalidades, entre ellas el eminente pedagogo, médico y sabio belga Decroly, quien en 1925 expresó estas palabras: “Yo admiro el método inteligente empleado por el señor Manuel Agustín para enseñar la lectura. El procedimiento puede perfectamente asociarse al sistema ideovisual o global que yo preconizo”.

Así mismo, otros personajes de las letras y la cultura colombianas, como Luis Eduardo Nieto Caballero, Juan Lozano y Lozano y Agustín Nieto Caballero, honraron la sabiduría del sencillo y virtuoso maestro nariñense a quien Evangelista Quintana despojó de su creación magistral. ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué la justicia no castigó al usurpador? ¿Por qué los registros bibliográficos no han corregido el error? Las preguntas siguen sin respuesta nueve décadas después de cometido el fraude.

Episodio estremecedor. El verdadero autor de la Alegría de leer hizo el 10 de septiembre de 1947 la siguiente imprecación, abatido por el infortunio: “Qué terrible será cuando la conciencia le grite a Quintana, si no le está gritando ya: ´Día llegará en que haya de venir el Impartidor de los dones perfectos, el Justo, para impartirme su justicia´”. 

El Espectador, Bogotá, 23-II-2019.
Eje 21, Manizales, 15-II-2019.
La Crónica del Quindío, Armenia, 17-II-2019.
El Velero, revista de Coempopular, n.° 35, Bogotá, junio de 2019.
Mirador del Suroeste, n.° 68, Medellín, junio de 2019.   

Comentarios 

Acabo de leer la historia de aquella cartilla en la que yo, por supuesto, aprendí a leer. Hasta me acuerdo de que había un cuentecito que se refería a «Clotilde era una bruja que… era la bruja de los claveles…» Por eso mismo me ha parecido tan interesante, tan desconocido y tan bueno de saber el contenido de esta crónica. Los robos y los plagios abundan, sin duda alguna, y deben molestar, tallar en la conciencia de los que los cometen. Diana López de Zumaya (colombiana residente en Méjico).

Este artículo es un aporte más a las injusticias que se cometieron. José Oliden Muñoz Bravo, Pasto.   

Gracias por el mensaje que todos los colombianos debemos conocer. En lo personal, fui uno de los beneficiados de la obra,  pues ella me enseño a conocer la Alegría de leer que hoy me  llena de vida. Mariano Sierra.  

Muy interesante artículo, justo cuando estaba escribiendo sobre el tema de las primeras lecturas escolares. Luis Eduardo Páez García, Academia de Historia de Ocaña. 

Qué bueno dar a la luz pública este triste episodio, que los colombianos que aprendimos a leer con ayuda de esas cartillas ignorábamos. Que quede, así sea tardíamente, la constancia del delito cometido por el usurpador Quintana y el reconocimiento al mérito del modesto profesor nariñense. Eduardo Lozano Torres, Bogotá.

Nota del columnista. Dos revistas me han solicitado autorización para publicar este artículo en próximas ediciones: Mirador del Suroeste (Medellín) y El Velero, de Coempopular (Cooperativa de Empleados del Banco Popular y sus filiales). Además, la nota ha tenido amplia difusión en las redes sociales, y numerosas personas me han hecho llegar sus expresiones de rechazo al plagio y admiración por el profesor Ordóñez.

Elíxir de vida

sábado, 16 de febrero de 2019 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

La silueta del viejo desapareció por la esquina. Fre­cuentemente recorría esa vía donde se ofrecían libros baratos, expuestos en burdos estantes o en el físico suelo, que miraba y manoseaba. Y luego de no adquirir ninguno, avanzaba con dificultad y se escurría con cierto aire que lo mismo podía ser de insatisfacción que de conformismo.

           Diríase que el viejo era un intelectual arruinado, o un profesor jubilado, o un militar en retiro, o el saldo de alguna persona importante llegada a menos. Cualquiera de esas condiciones, y otras del mismo estilo, se imagi­naban los siete u ocho vendedores callejeros, habituados a observar el recorrido del anciano entre tenderete y tenderete, por donde se detenía sobre cada libro en exhibición.

            Podía ser también un cazador de joyas, de esas que agotadas en las librerías y desterradas del mercado regular solo sería posible pescarlas en el revol­tijo de cualquier esquina almacenadora de cancioneros de arrabal, de textos escolares mutilados por sucesivas generaciones, de revistas pornográficas, de manuales de ciencias ocultas o de esa, en fin, inclasificable gama que va del folleto ordinario hasta el best seller de actua­lidad.

            Las sospechas de los vendedores parecían bien enfo­cadas. Y mantenían una coincidencia: se trataba de un personaje misterioso. Era, con todo, pésimo cliente, si nadie había logrado venderle mercancía alguna en los varios meses de sus constantes correrías, no obstante el esmero y la paciencia con que le complacían sus deseos y curiosidad.

            No se conformaba, como el común de la gente, con detenerse en los títulos, sino que repasaba las páginas, leía una frase o tomaba un apunte, y hasta rebuscaba, entre existencias encajonadas, algo que pa­recía habérsele perdido. Demostraba, en esta tarea de investigador, cierta impaciencia, cierto afán por desen­trañar el tesoro. ¿Cuál tesoro? Solo él lo sabía.

            Rutina indescifrable la del vejete, encorvado y famé­lico, soñador y taciturno, que repetía la misma escena día tras día. ¿Buscaba un incunable? Era posible, pero ninguno de los comerciantes se atrevía a averiguarlo, pues su porte abstraído no se prestaba para intimidades. ¡Incunable! ¡Vaya absurdo más grande para estos me­nudos vendedores que apenas conocían textos corrientes, carcomidos y desbaratados!

            Se había formado en la cuadra de los libros callejeros un raro ambiente de protección, con buena mezcla de afecto y algo de piedad hacia la soledad del viejo. Su escuálida figura, retocada con inocultables vestigios de gente distinguida, dejaba la sensación de uno de esos personajes nacidos en los libros de caballerías, de aven­turas y misterio. Estos comerciantes, ignaros de literaturas encumbradas y vacíos de cono­cimientos elementales, resultan propagandistas expertos para colocar su mercancía. Repiten doctrinas extrañas con la misma familiaridad con que tratan a Julio Flórez, a Vargas Vila o a Jorge Isaacs, solo por mostrar conocimientos.

            Algún día tendría que enfrentársele uno de los ven­dedores al enigmático visitante. Se escogió a Edilberto, muchacho de veinticinco años, ágil de mente, refinado en sus modales, de fácil expresión y el más “erudito” para acometer la empresa. Con cuatro años de un bachi­llerato llevado a empujones, pero medio bachiller al fin y al cabo, y no medio analfabeto como sus colegas que apenas habían tenido escasos estudios primarios, Edil­berto sobresalía con luz propia y era el líder de aquel pequeño mundo del comercio “intelec­tual” ubicado en calles y andenes y expuesto a sufridas intemperies, pero con humos de grandeza, por ser di­fusores de cultura.

            Sería Edilberto, sin duda, hábil para dialogar con el anciano. Como la charla habría de conducirse a nivel intelectual para que suscitara interés y pudieran despe­jarse las incógnitas, se había metido en la mollera datos y minucias sobre los temas, los autores y el in­tríngulis de la mercancía, “su” mercancía, que era la que presentaba atractivo para las incursiones del viejo.

            ¿Sería doctor? No cabía duda. Los an­teojos enmarcados en abultada montura de carey, el abrigo bien acolchado, la corbata sobria, la mirada profunda, la frente amplia, como signo de capacidad, el bigotillo esmerado, el andar metódico… todo, absolu­tamente todo, le ponía talante doctoral a la figura enjuta. Sería escritor, o filósofo, o periodista, o magistrado… Todo eso, y mucho más, cabían en persona tan respetable, tan culta, tan escondida en su sabiduría.

            Mientras así divagaba Edilberto devanándose los sesos, el viejo se aproximaba a la caseta. Se apoderó del primer libro, pareció devorarlo con los ojos, lo contempló en absoluto mutismo, y pasó al siguiente. Buscaba, según parecía, novedades, y Edilberto las había preparado para retenerlo y evitar que pronto se deslizara al puesto ve­cino.

            —¡La vorágine! —comentó Edilberto—. La última edi­ción que ha salido. Y vea usted, doctor: la pasta es de lujo, el papel es satinado y tiene preciosas ilustraciones para hacer más amena la lectura. Por más conocida que sea, siempre será obra imprescindible en las bibliotecas cultas. ¡Qué fantástica imaginación la de“nuestro” José Eustasio Rivera! Veo la selva con su crueldad, con su violencia, con sus pena­lidades y sus atractivos…

            —¡Ah, La vorágine! ¡La vorágine! —suspiró el viejo.
—Para usted le tengo un precio especial.
—¡La vorágine! —seguía suspirando, mientras toma­ba otro libro.
—¡Love story! —anunció Edilberto—. El gran best seller. Ha batido todos los cálculos y se sigue vendiendo a millones en el mundo entero. Está traducido a ocho idiomas. ¡Tierna historia de amor! Un amor elemental, casi absurdo para el siglo veinte.
—¡El amor, el amor!… —puntualizó el viejo.
—¿Le gusta el amor, doctor?            La pregunta quedó en el aire y la mano nerviosa del anciano se había dirigido hacia la Celestina. Edilberto se sintió acomplejado. Había sido imprudente. Estuvo por unos instantes indeciso, pero reaccionó cuando notó que el anciano no mostraba ninguna contrariedad. Preguntarle a alguien que ha llegado a la edad tembleque si le gusta el amor, puede ser un desatino.

          —¡Oh, Celestina! Fiel retrato de una época de vicios escondidos en los bajos fondos del siglo XV… Celestina, la alcahueta Celestina, me hace recordar a tanta coma­dre de nuestros días. ¿Verdad, doctor? El libro se ve viejo, como la edad a que pertenece, pero es una curio­sidad de biblioteca. Ojalá usted, que conoce tantos li­bros, quiera ilustrarme sobre aquellos episodios oscuros.
—¡Celestina, la alcahueta Celestina!… —fue todo su comentario.

            No por eso Edilberto se corrió. Miró al anciano y lo halló animado, en medio de su postración. Si de algo no había duda era de su decrepitud. Se notaba frágil. Sus dedos, rugosos y comprimidos, pasaban ahora con lenti­tud las páginas de Luz, la revista especializada en consejos sexuales, la de las píldoras mágicas contra la impotencia, contra la frigidez, contra el desamor, la biblia de cabecera sobre las técnicas de alcoba y sus efi­caces mecanismos. Edilberto miró de reojo al viejo, que estaba absorto en una de sus páginas, y prefirió callar.

         —Sin duda gusta usted, doctor querido, de las novelas de aventuras. Mire apenas algunas de mi abundante re­serva: Los tres mosqueteros, El conde de Montecristo, Doña Bárbara, Papillon, El padrino…
—¡Basta, basta! —interrumpió el viejo, y se alejó.

     Su silueta se volvía más diminuta conforme se aproximaba a la esquina por donde siempre se esfumaba ante la mirada de los libreros. “Maldita sea”, se rascó la cabeza Edilberto. Y pensó que hubiera sido preferible señalarle libros de ciencia, o de poesía, o de historia, o de ficción, y acaso de humor, material todo que tenía listo para pregonarlo como el cantante de específicos o como el enredador de baratijas.

        Ya no dudaba Edilberto de que se trataba de un intelec­tual arruinado. Intelectual, por su aspecto; arruinado, por su renuencia a comprar algún libro. Aunque no descar­taba tampoco que podía ser uno de esos personajes ex­céntricos que tanto abundan en las grandes ciudades. Así pensaba, dándole vueltas al asunto, cuando el chi­rrido de llantas que han frenado con brusquedad lo dis­trajo de su dubitación. La gente se arremolinó en torno al cuerpo que había quedado inmóvil, aprisionado por el peso del carro. Un chorro de sangre dramatizaba otra tragedia común

       Edilberto se irguió de puntillas, tratando de vencer las dificultades del tumulto que cercaba a la víctima. Eran como buitres que caían sobre la presa. Allí, menos soli­tario que antes, por estar ahora rodeado de una solida­ridad novelera, pudo reconocer al viejo. Había quedado tal como era en vida: con cierto aire que lo mismo podía ser de insatisfacción que de conformismo.

        Después, poco a poco, los curiosos se fueron retirando cuando el muerto había dejado de ser noticia. Todos pa­recían saciados con la novedad, y el suceso había per­dido su lado llamativo. Quiérase o no, los muertos resultan atrayentes, a veces espectaculares, con cierto fondo fo­lletinesco. Parecía un pobre diablo atrapado en la calle que se había aventurado a atravesar sin medir el peligro de curvas borrosas.

           Solo quedaron las autoridades y los vagos. Edilberto podía contarse entre los vagos, si por presenciar los movimientos policivos que se eje­cutaban sobre el cadáver del transeúnte anónimo, por quien no pensaba hacer nada, desatendía su puesto de revistas, folletos y libros baratos.

            La policía es experta en requisar, en un minuto, los cadáveres. Poco fue el inventario: un pañuelo, un papel con anotación de libros y autores, y en bolsillo del grueso abrigo, como todo capital, un billete de a peso y una moneda de veinte centavos. Algo más, aunque de­masiado deteriorado: la licencia de conductor. Era el carné de chofer público, que debió serlo algún día el anciano.

          ¡Un chofer, un ciudadano raso!… A Edilberto se le ensancharon las pupilas. ¿Y el catedrático, y el escritor, y el filósofo, y el personaje inmenso que aparecía detrás de las gafas abultadas y el porte docto­ral? Las letras del nombre se habían desdibujado y no fue posible recomponerlas, pero el retrato dejaba adivinar una lejana época del viejo.
—¿Alguien conoce a este individuo? —preguntó el pa­trullero.

            El silencio fue unánime. La policía, con todo y ser tan hábil, no había levantado completo el inventario, y Edilberto ayudó a incluir otro objeto que permanecía oculto a un lado del cuerpo. Era el libro de pastas su­cias y hojas mutiladas, con este título desacoplado: Cómo ser joven a los cien años.

            Antes de retirarse, le cruzó las manos sobre el libro, encima del pecho. No supo Edilberto en qué instante se lo había embolsillado el viejo. Fue seguramente cuando nombraba de afán a Los tres mosqueteros, y a Doña Bárbara, y al Conde de Montecristo… Poco le impor­taba perder el libro, que al fin y al cabo era pacotilla, por más cotizado que lo fuera del grueso público. Sintió, en cambio, frustración por sus fallidos intentos de con­fesar al viejo, de desentrañar su misterio. Y desazón por la burla de este al llevarse, furtivamente y en sus pro­pias narices, un elíxir de vida, sin dejarle una simple tarjeta de identidad.

Aristos Internacional.
Revista literaria en lengua hispana y portuguesa. Directora: Eunate Goikoetxea. Febrero 2019 – n.° 16

Comentarios

Me gustó muchísimo el cuento. La descripción del personaje y su rutina son impecables: lo vi hojeando los libros, caminando pausadamente, y escuché los comentarios de los libreros. En pocas palabras, viví la situación y la atmósfera, y la historia me mantuvo en vilo hasta el final. Esperanza Jaramillo, Armenia.

Qué buena semblanza para un viejo, de tantos que discurren por ahí matando tiempo y soñando con prolongar la vida. José Jaramillo Mejía, Manizales.

Un aplauso doble, Gustavo. Primero por la calidad del cuento y esa destreza para cautivar la atención y sembrar la intriga en el lector en pocas líneas. Y segundo, por la publicación de tu cuento en la revista española. Eduardo Lozano Torres, Bogotá.

 

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Michelle Obama

jueves, 7 de febrero de 2019 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar 

Formidable el libro Mi historia, de Michelle Obama. A los pocos días de su salida, en noviembre pasado, lo habían comprado más de 2 millones de lectores en Estados Unidos, y hoy continúa ocupando el número uno en ventas en ese y otros países. Ha sido traducido a 31 idiomas.

De manera auténtica y desprovista de toda ostentación, la autora cuenta sus primeros años de pobreza hasta llegar a ser la primera dama de los Estados Unidos. No se trataba de una ciudadana común y corriente, sino de algo mucho más restrictivo: de una mujer de raza negra que al lado de su novio y luego esposo, Barack Obama, del mismo color, se abría campo en medio de enormes aprietos, tanto para entrar a universidades en las que la gran mayoría de estudiantes eran blancos, como para hacerse valer en los círculos del trabajo, de la sociedad y la política.

Su mundo se circunscribía a un barrio de clase pobre en las afueras de Chicago. Desde entonces, sus padres le inculcaron la regla de que tenía que ser mujer fuerte, de carácter y principios. Robbie, su tía abuela, le mostró caminos de superación, le dio clases de piano y a su muerte dejó de herencia a sus padres la casa donde vivía. Fueron propietarios por primera vez de un inmueble.

Estudió en las universidades de Princeton y Harvard. Y se vinculó a prestante firma de abogados en Chicago. Allí conoció a Barack Obama, con quien se casó en 1992. La empatía con el futuro mandatario, tanto en el campo afectivo como en el de los ideales, era evidente. Sin embargo, Michelle no se sentía atraída por la política, si bien se propuso –y logró– ser la mano derecha de su esposo en la vida pública.

La llegada de los cónyuges con sus dos hijas a la Casa Blanca marca un hito en la historia norteamericana. El libro describe a la perfección la atmósfera de luces y sombras que se respira en el dorado recinto de los presidentes, lleno esplendor y al mismo tiempo de limitaciones, sofocos y cosas extrañas. Ellos supieron acomodar este ámbito a su propio estilo como la primera pareja de raza negra que accedía al poder de la nación.

La Casa Blanca es un palacio desconcertante, con 132 habitaciones, 35 baños y 28 chimeneas. Comparada con la humilde vivienda donde Michelle y su familia residieron en convivencia con sus tíos y primos, representaba un salto no tanto deslumbrador, como traumático. Pero se acostumbraron al cambio. De entrada, la nueva ama de casa informó al personal doméstico que sus hijas se harían la cama todas las mañanas, y a ellas les advirtió que debían mantener la educación y la amabilidad que habían aprendido en el hogar y abstenerse de solicitar lo que no necesitaran o que pudieran conseguir por sus propios medios.

Mientras Obama acometía grandes programas nacionales y mundiales, la primera dama se las ingeniaba para desarrollar ideas de menor entidad, pero benéficas y trascendentes en los campos de la salud infantil, la educación, la actividad física y la alimentación saludable. Concientizó a la opinión pública sobre los peligros que entraña la obesidad infantil, tan marcada en el país. Y dejó su huella personal en el huerto orgánico de la Casa Blanca.

Este es su mensaje final: “Hay cosas que nos hacen poderosos: darnos a conocer, hacernos oír, ser dueños de nuestro relato personal y único, expresarnos con nuestra auténtica voz. Y hay algo que nos confiere dignidad: estar dispuestos a conocer y escuchar a los demás. Para mí, así es como forjamos nuestra historia”.

El Espectador, Bogotá, 2-II-2019.
Eje 21, Manizales, 2-II-2019.
La Crónica del Quindío, Armenia, 3-II-2019.

Comentarios 

Michelle Obama y toda su familia son personas que no se dejan influenciar por la fama y el poder. De sencillez admirable, que los hace ser muy especiales en cualquier parte, sobre todo en Estados Unidos, país donde todo gira alrededor de lo material y el consumo. Este escrito induce  a leer su historia y conocer al detalle cómo surgió en medio de la pobreza y cómo llegó a ser la primera dama del país más poderoso del mundo. Liliana Páez Silva, Bogotá.

Estoy precisamente comenzando a leerla (15 páginas llevo) y estoy sorprendido del estilo, la sencillez y la sinceridad como se expresa en algunas partes. Hay Michelle para rato. Jaime Lopera Gutiérrez, Armenia.

Todo un testimonio y ejemplo de vida para muchas generaciones. Jaime Vásquez Restrepo, Medellín.

Se trata de una pareja bonita, por decirlo de alguna manera, que se hizo querer a nivel mundial y que da a conocer sus historias con la sencillez, calidad y cualidad de personajes ni más ni menos que presidente y primera dama  de los Estados Unidos. Su carisma, inteligencia y origen son sellos de garantía. Inés Blanco, Bogotá.