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Universidad del Quindío

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Fue fundada como una terapia contra la violencia. Esto ocurría hace 25 años, en el gobierno del doctor Alberto Lleras Camargo. Sin ser el Quindío todavía departamento, se estableció sin em­bargo el centro docente atendiendo el clamor de la ciudadanía que reclamaba un mejor futuro para las nuevas generaciones.

Nada mejor, para propiciarlo, que crear una mentalidad distinta. Era preciso aislar el morbo de la pasión fratricida que azotaba la región. Las juventudes sucesivas no tenían por qué ser víctimas de ese virus maldito y para eso nada tan indicado como despejar el horizonte. Había que lavar el cerebro de los quindianos. Había que derrotar la negra noche.

Armenia era apenas la aldea mi­núscula que no dejaba sospechar las dimensiones de la urbe actual, y la noticia de la universidad se recibió con desconcierto. Tal vez se creía que ésta le quedaba grande a la mori­bunda. Pero otras cabezas pensaban con criterio de futuro y con propósito de rectificación.

Un respetable grupo de damas y caballeros tocaba sin cesar en muchas puertas y todas permanecían cerradas. La violencia, entre tanto, continuaba arrasando las parcelas y exterminando las familias. Seres inocentes y por añadidura trabajadores y honrados, como son los quindianos, pagaban con su sangre y la sangre de sus hijos la equivocación del sectarismo.

Fundar una universidad en medio de este panorama desolado, por más utópico que sonara el plan para la villa ya casi borrada del mapa, era la respuesta contundente a los intentos de aniquilación. Y las puertas seguían cerradas…

Pero aquel grupo de ciudadanos que se esforzaba entre sombras contra las trabas capitalinas, a veces tan indes­cifrables como pugnaces y omnipoten­tes, no desfallecían en su fiero combate. Fue el doctor Otto Morales Benítez, ministro entonces de Agricultura, quien se convirtió ante el Gobierno en vocero de esta provincia muy ligada a sus sentimientos y a su raza. Entendía él todo el drama de aquella inquietud y no podía desoír la angustia de sus amigos, que era la angustia de la Colom­bia flagelada por los agentes del odio y la destrucción.

Morales Benítez no descansó hasta conseguir la aprobación oficial y los primeros recursos económicos. Así la idea tuvo feliz culminación. Los líderes de la sociedad habían logrado al fin para su comarca la perspectiva de mejores días. Y el Quindío, que todavía no era departamento pero sí tierra de visión y empuje, daba un salto grande hacia el porvenir.

El rector actual, Horacio Salazar Montoya, viejo luchador de su universidad, celebra la efemérides con una serie de actos culturales y sobre todo con la constancia de que el plantel ha estado vinculado durante estos 25 años, de manera estrecha, al desarrollo espiritual de los quindianos.

Como toda universidad oficial, ha tenido que sortear innúmeras dificul­tades, pero éstas siempre se han ven­cido con espíritu de superación. Sus finanzas, que se enderezan por tiempos y en otros se consumen por culpa de malos administradores, significan el permanente dolor de cabeza de esta entidad que ya entró al gigantismo. No ha estado exenta, además, de la intro­misión política (el desastroso clientelismo que arruina al país), y ojalá haya firmeza para mantener a raya tales pretensiones.

Salazar Montoya es líder probado y victorioso. Le duele su universidad. Y el Quindío, como queda visto, disfruta hoy los beneficios conquistados de puerta en puerta por varias voluntades decididas.

El Espectador, Bogotá, 2-VII-1985.

* * *

Misiva:

En nombre de la institución y en el mío propio permítame expresarle nuestros agradecimientos por su artículo publicado en El Espectador. Cuando nuestro departamento aparece desdibujado en su paz pública por informaciones de prensa, su voz crea otra imagen altamente positiva para esta comarca. Horacio Salazar Montoya, rector.

 

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Las bethlemitas en Colombia

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Hace 100 años, el 26 de abril de 1885, llega a la ciudad de Pasto el primer centro educativo que se establece para la mujer en el sur del país. Con el nombre de Colegio del Sagrado Cora­zón de Jesús sienta sus reales en Colombia, procedente de Guatemala, la Comunidad de las Hermanas Bethlemitas. A través del tiempo ésta se multiplicaría por todo el territorio nacional y luego se extendería por la región latinoamericana y por diversos países del mundo.

Colegios, escuelas, hogares para huérfanos y pobres, guarderías, obras misioneras y parroquiales, centros de alfabetización para adultos, he ahí el extraordinario cubrimiento de unas monjas beneméritas que, silenciosa­mente, como debe hacerse el bien, han contribuido al engrandecimiento de nuestra patria. «Las religiosas estamos comprometidas en la construcción de un mundo más justo y más humano», manifiesta la madre Berenice Moreno, la actual superiora general, de naciona­lidad colombiana, y resume en frase tan nítida todo un ideario de solidaridad con la causa del hombre en esta época hostil y conflictiva.

Fue el iniciador de la orden el beato Pedro de Betancur, español resi­denciado en Centroamérica, hombre de inmensa sensibilidad hacia los enfer­mos, indígenas y niños desamparados y fundador en América del primer hos­pital para convalecientes. Se le conoce además como el primer alfabetizador de América Latina por sus escuelas para niños y adultos.

Coincide el centenario de la llegada de las bethlemitas a Colombia con el año de la alfabetización impulsado por otro Betancur, nuestro inquieto Presidente, programa que busca superar la ignorancia, supina en muchos casos, del hombre común co­lombiano. Tal parece que el drama de la sociedad desorientada no hubiera variado sustancialmente en estos 100 años, si alrededor del 30% del pueblo colombiano es analfabeto abso­luto.

La rama femenina estaba dirigida por la madre Encarnación Rosal, quien acompañada de otras religiosas inició en Pasto, hace un siglo, la evolución  educativa en este país atrasado culturalmente. En dicha ciudad se rea­lizará un congreso internacional de exalumnas, entre los días 24 y 27 de abril, como acto central del centenario. «Pasto —dice la madre superiora— significa para toda bethlemita la casa solariega de los antepasados, en donde la historia guarda tantos aconte­cimientos felices en nuestro caso: una mano bienhechora que se tiende y una tierra fraternal que nos acoge».

Es una comunidad que se ha identi­ficado con la suerte de nuestro país y ha educado varias generaciones de ciuda­danas ejemplares. Monjas alegres, modernas, disciplinadas, abiertas a la evolución de los tiempos, magníficas instructoras y grandes guías morales, saben que la enseñanza no sólo consiste en transmitir conocimientos pedagó­gicos sino en formar mujeres útiles para el hogar y la sociedad.

*

Me consta, por ser mis dos hijas egresadas de sus aulas, la educación básica y los sólidos principios que saben imprimir en sus alumnas. A la madre Berenice la he oído disertar, con propiedad y firmeza, sobre temas tan candentes y de tanta actualidad como el del sexo y el de las drogas alucinantes, ante vastos audi­torios de alumnas y padres de familia. Sicóloga inmejorable y como tal intérprete aguda de este mundo con­temporáneo de vicios y deformaciones de la conducta, su presencia al frente de la comunidad es la mejor traducción de un apostolado edificante.

Muy justa la condecoración Orden Civil al Mérito —la más alta distinción que concede el Distrito de Bogotá— con que el alcalde Hisnardo Ardila Díaz se ha asociado al centenario. Colombia está en deuda con las bethlemitas y debe testimoniárselo.

El Espectador, Bogotá, 11-IV-1985.

 

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El sofisma universitario

domingo, 16 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

La universidad se aleja cada vez más de la realidad colombiana. Si por tal se entiende el campo que for­ma al estudiante en las disciplinas de una ciencia o un oficio, habrá que reconocer que el país no dispone ni de cupos ni de ambiente más idóneo para capacitar a los dirigentes del ma­ñana. El mayor rompecabezas de los estudiantes de bachillerato, y desde luego de sus padres, es saber qué irá a ocurrir después de obtenido el decaído título escolar que antes, por lo menos, cuando había menos doc­tores, se convertía en una defensa. Hoy cualquiera es bachiller, pero también cualquiera es doctor, mientras no se demuestre lo contra­rio, como afirmaba Alzate Avendaño.

La explosión demográfica del país hace menos accesible, por lógica, el acceso a la universidad, pero además la ligereza impuesta en los estudios superiores, dominados por huelgas y afanes inexplicables, limi­ta la formación que debiera ser ga­rantizada para quienes logran llegar al campo universitario. El estudian­te bachiller no puede darse el lujo de buscar la carrera de su preferencia, sobre todo si es de las tradicionales, porque en cualquier sitio del país la demanda supera muchas veces la disponibilidad de los cupos.

Comenzará entonces el aspirante su peregrinaje por todas las univer­sidades del país, con  desgaste no sólo físico sino también emocional, para no hablar de la parte económi­ca, y en cada una de ellas quedará inscrito su nombre como remo­ta perspectiva para ingresar al círcu­lo de los privilegiados. ¿De cuáles privilegiados? Lo cierto es que tam­poco puede considerarse esa coyuntura en los que obtienen el pase de favor, ya que de ahí en adelante, por las circunstancias ya comentadas de huelgas y superficialidad, la educa­ción adolece de serios defectos.

Quienes han tenido que cambiar de rumbo al no lograr matricularse en el área de su vocación, no sólo serán unos frustrados sino ma­los profesionales. En esto no pode­mos engañarnos. Escoger un oficio debe corresponder a un acto de con­vencimiento, y seguir otro, a veces opuesto, es tanto como traicionar la conciencia. La sociedad pagará más tarde las consecuencias. El país, ba­jo tales desvíos, no puede caminar bien. No es extraño, entonces, observar la incompetencia que nos ro­dea en todas las direcciones y que a veces queremos atribuir  a la frivolidad tan característica de la época, sin recapacitar en que es el Estado el que de­muestra menos acierto para en­cauzar las nuevas generaciones.

Y no se entra, por la brevedad del comentario periodístico, en los costos de la educación. Pero será preciso anotar de pasada que tal cir­cunstancia es  frustrante para un crecido número de hogares que carecen de recursos para sostener las carreras de sus hijos. Estudiar en Colombia es una utopía. Existe deplorable desenfoque de una realidad que to­dos señalan pero que no se ve fácil corregir dentro del enorme labe­rinto de los problemas insolubles.

La República, Bogotá, 22-IV-1981.

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Invasión de doctores

sábado, 15 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

La cronista cultural de La Patria pide disculpas por haber puesto entre comillas el título de doctor que le otorgó a don Ovidio la Universidad de Caldas. Dice que además ha debido poner la palabra en mayúscula. En su acto de contrición manifiesta que en forma algu­na quiso con las comillas y la minúscula ser despectiva o irónica. Su intención era destacar la importancia del titulo.

Si no hubiera hecho la aclaración, todo habría queda­do perfecto. No sé por qué le dio a la cronista por rectifi­car una nota que está bien concebida. Y es que este “doctor», entre comillas y en minúscula, es lo que le cae de perillas a don Ovidio Rincón. El nuevo graduado no es un doctor cualquiera y por eso hay que distinguir­lo del común. Esto no sería ironía sino precisión.

En España el «don» es distintivo de difícil con­quista. Era, en otras épocas,  título nobiliario. Había que te­ner méritos para conseguirlo. Quizás hoy los tiempos sean menos exigentes, pero conservan auténtico el senti­do de lo que vale un caballero. El «don» es apelativo de dignidad reservado para la gente distinguida, para la gente culta.

En Colombia todo el mundo es doctor. Lo difícil es ser ”don”. ¿No ve usted, estimada Valentina, la invasión de doctores que salen de las universidades sin saber un comino de la profesión en que se gradúan? Muchos de estos ineptos –no todos lo son, porque también hay gente preparada– llegan a la empresa particular y a la administración pública exhibiendo su título profesional y todo lo desarticulan.

El país anda mal porque no tiene verdaderos doctores. Son pocos los que conquistan esa posición. Anteriormente eran los que ganaban, con suficiente dominio, aptitud para desempeñarse en una de las áreas del saber. La gente salía de las universidades con probada formación académica y se convertía en soporte de la sociedad.

El titulo de doctor va en decadencia porque la universidad colombiana lo dejó deteriorar. Es un fenómeno de los tiempos actuales. La capacidad del país está en las aulas, y cuando estas fallan, toda la estructura se derrumba. Ojalá las universidades graduaran todos los días a personas tan aptas como Ovidio Rincón. Peláez y Adel López Gómez, los últimos «doctores» que le hacen honor a la formación silenciosa. Dejémonos de embelecos y permitamos a los nuevos “doctores” que sigan disfrutando del “don” maravilloso ganado, como en España, con suficiente mérito.

Don Ovidio, por lo tanto, no tiene motivo para disgustarse cuando la cronista hace resaltar el título ganado en buena lid. Si en Colombia todos somos doctores, hasta la gente inculta, faltan los señores, los que se encarguen de reconquistar no sólo la tradición del país letrado, sino la sabiduría que se está escapando por falta de preparación.

El “don” es también sinónimo de caballero y lleva implícito el sentido de la buena crianza. La urbanidad, la cortesía, el porte amable son atributos que se están extinguiendo entre el arrebato de la vida moderna. Un doctor se consigue en cualquier parte, no así un señor.

La persona docta es cosa bien distinta. Al “don”, el caballero ideal, se lo robó la sociedad moderna.

La Patria, Manizales, 21-XII-1980.

 

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Un rector y una universidad

lunes, 10 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Una universidad necesita, ante todo, de gerente. No se concibe al académico solemne al frente de la universidad moderna. El  estudiantado y el profesorado, que parecen los tipos más característicos de la inconformidad, mantienen convulsionada la vida estudiantil.

Sobre todo la universidad oficial, foco para la huelga permanente, es un islote dentro del campo docente. Graduarse en ella ha dejado de ser título de garantía. Hay allí más tiempo para la va­gancia que para el cultivo de la mente. Se protesta por todo, unas veces con razón pero gene­ralmente por costumbre.

Dicho esto, que es común al conjunto de las universidades del país, resulta extraño que la del Quindío registre tranquilidad. Es indudable que algo especial ha sucedido. Puede afir­marse, sin equívoco, que la rectoría de Fabio Arias Vélez terminó con las huelgas. Aquí se refrenda el concepto expuesto al principio sobre la importancia de tener gerentes al frente de las universidades.

Fabio Arias Vélez entiende que los académicos son necesarios para dictar cátedra, lo mismo que los ejecutivos son indispensables para hacer flotar las universidades. Se propuso redimir al es­tablecimiento de agudo déficit, y hecho esto se lanzó a la tarea de conquistar auxilios para trazar planes de envergadura.

Ha sido intransigente gestor de dineros, tanto en la propia ciudad como sobre todo en Bogotá. No es hombre que se detenga ante dificulta­des, ni se desaliente ante negativas. Bien sa­be que el servicio público es una constante ne­gativa. Logró recursos suficientes para montar la­boratorios, importar equipos y asegurar obras a largo plazo.

El nivel académico ha subido conforme se transforma la parte funcional. Arrancó la Facul­tad de Medicina, lo que demuestra que existen pro­pósitos definidos de superación. Sólo voluntades resueltas son capaces de realizar tal cúmulo de realizaciones.

Se ha mantenido, por otra parte, ajeno a la in­triga política y no ha permitido que su cargo se tome como cuota de poder. Su actitud es valiente y excepcional. Si se recorren las uni­versidades oficiales del país, casi todas están po­litizadas. La del Quindío ha logrado mantenerse independiente, y esto la enaltece.

De ser cierta la intención de Fabio Arias Vélez de dedicarse a la política, habría que lamen­tarlo por el centro universitario. De una vez se pone de manifiesto la dificultad de hallar un buen rector. La política ganaría un elemento valioso, y ojalá que así ocurra dadas las dotes administra­tivas de quien en el futuro sería magnífico alcalde o brillante gobernador. La Alcaldía, por ejemplo, de tan difícil manejo, saldría fortalecida  con las capacidades que él ha mostrado en la Uni­versidad del Quindío. La Alcaldía es otro campo que requiere con urgencia de buen gerente.

Aquí queda esta constancia que corresponde a la opinión general por el buen éxito del excelente rector que, siendo político, ha sabido practicar una sabia fórmula de administración.

La Patria, Manizales, 18-IX-1980.

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Misiva:

Los conceptos inmerecidos que consigna su artículo sobre mi gestión en la Rectoría de la Universidad del Quindío me llenan de positivo orgullo, no solamente por provenir de una persona que como usted siempre se ha sustraído al elogio personal, sino también porque en cierta forma analiza mi labor en cuatro años de ejercicio rectoral. Fabio Arias Vélez.

 

 

 

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