Archivo

Entradas Etiquetadas ‘Prosas Selectas’

Tornasoles de la realeza

martes, 4 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Vuelven las campanas de la aristocracia a sonar en el ya estrecho marco de las bodas principescas. La sangre azul, un fluido misterioso, más fantástico que explicable, parece que se vuelve acuosa y un tanto desteñida en este agitado mundo de 1978 que cuenta con otras insignias. La sangre azul, que es más del pasado que del presente, se inyectaba en las arterias de los herederos sobrenaturales creando paraísos mágicos en predios donde se suponía, y aún se supone, que hadas invisibles trocaban lo ordinario de la vida por estados fascinantes, con fondo azul, el color de la ilusión y la placidez.

Pero la sangre no podrá ser sino roja, color de la emoción, del deseo, del arrebato. Por eso, en las tarjetas postales, en las que todavía se embelesan las quinceañeras, aunque hayan dejado de ser tan quinceañeras, al corazón se le pinta entre glóbulos rojos.

Son, en fin, maneras diferentes de ver el mundo por el cristal de los colores. No importa que la sangre azul siga siendo símbolo de nobleza si de todas maneras la pasión es bermeja. Estos componentes extraños, pero jamás antagónicos, se mezclan en la boda de la princesa Carolina de Mónaco y el banquero parisiense Philippe Junot, ella como extraída de un cuento de hadas, vaporosa y romántica, y él un play-boy vigoroso y audaz, a quien todavía se le dice plebeyo en plena decadencia de la monarquía universal.

Vuelve la nobleza

Vuelve, de todas maneras, a repicar la nobleza. En el fastuoso palacio medieval de Mónaco –el pequeño principado de Europa que mantiene intacto su emblema real–, una pareja de elevadas condiciones, y dispareja para muchos, une sus destinos y demuestra que, si bien la realeza no está del todo borrada, continúa extinguiéndose.

Fue una boda sigilosa que no logró, con todo, escapar al aparato publicitario y novelero de los grandes acontecimientos. Hasta una avioneta, contra la expresa prohibición de los soberanos que deseaban mantener a raya la curiosidad, descendió a los recintos privados en intento de rastrear lo escondido a la especulación. La novedad es incentivo para que la prensa rosa, que no puede resignarse a que el mundo se prive de las historias hechizadas, dispare al corazón de las adolescentes sus crónicas sentimentales.

Se  refunden en un solo impacto la nobleza y lo mundano, la sangre azul y la sangre plebeya. En el principado de Mónaco mantienen su trono dos figuras respetables y admiradas que se mueven sin complicaciones dentro de límites aristocráticos que sus súbditos les reconocen con generosidad y sin afectación.

La dignidad de un Estado

Los soberanos de este bello territorio, el príncipe Rainiero y la princesa Grace Kelly, ella años atrás la esbelta estrella del cine amada por todos los públicos, ostentan su dignidad en un Estado pequeño en sus fronteras pero inmenso en lujos y placeres, acaso el más apetecible del orbe. Desde luego debe ser muy agradable gobernar un Estado de apenas kilómetro y medio de superficie que conserva el sello romántico de la realeza, sin las guerras y los conflictos que soportan las naciones grandes, y que está enmarcado por una costa paradisíaca.

Sin demasiadas preocupaciones por las finanzas, viven rodeados del  pueblo feliz que los ama y respeta. Diríase que alrededor del mayor centro de juego de la tierra, el célebre Casino de Montecarlo, no es posible que exista la felicidad. Lo cual es cierto en parte, pero solo para los turistas internacionales que liquidan sus fortunas y sus honras bajo el mandato implacable del croupier, pues de otro modo el pueblo que se nutre de turismo y pequeñas industrias, y que ni siquiera se impresiona por el fasto circundante, no conoce el daño del juego y sabe que de él depende su prosperidad.

El novio

Tentado, sin duda, por el brillo del casino, Philippe se acercó a la familia real, y no queda difícil calcular que este play-boy experto en los salones parisienses y hábil para las finanzas, encontrara en la hermosa princesa de 21 años un objetivo paro a sus andanzas mundanas. Frágil y adorable, como la describen los cronistas de la prensa rosa, y formada además en rigurosas disciplinas, era asediada por nobles caballeros de la aristocracia europea, a quienes rechazó para atender las pretensiones del audaz y apuesto banquero que desafió los pergaminos de la sangre azul.

Y no fue por el dinero que Philippe maneja con habilidad, sino por atractivo y no sabemos si por auténtico amor, como Carolina fue dejándose conquistar por el obstinado pretendiente. Dotada la princesa de buena fortuna y orgullosa de su rango real, hubiera podido huir del asedio para atender los galanteos del príncipe Carlos de Inglaterra, por ejemplo, a quien se señala como enamorado suyo.

Los dictados del corazón

Pero los dictados del corazón no escuchan razones diferentes a las propias de la emoción. Sus padres, que desde el principio del romance se mostraron contrariados por la presencia do un personaje a quien se atribuye un pasado oscuro, no consiguieron desviar las preferencias de la princesa y de pronto terminaron impulsando la boda. No sería motivo para la oposición la diferencia de edad, por más que él, con 38 años bien vividos, casi la dobla en edad, sino el temor ante un futuro dudoso. No concebían, a buen seguro, que la sangre azul se licuara en arrebatos plebeyos, y quizá en sus cavilaciones surgió el ejemplo de la princesa Margarita de Inglaterra y su plebeyo consorte, hoy divorciados y maltrechos entre abismos insuperables.

Sea lo que fuere, nadie pudo impedir que las campanas reales anunciaran una boda que se realizó con cierto pesimismo. Se quiso evitar el aparato circense, de gran colorido mundial, que revistió el enlace en 1956 de una de las parejas más llamativas de los últimos tiempos, la del príncipe Rainiero y la luminaria del cine Grace Kelly. No podrían compararse las dos bodas en el concepto de romper tradiciones, ya que Grace era reina en el corazón del mundo desde antes de ingresar a la nobleza de Mónaco, y en cambio Philippe Junot representa apenas un afortunado tenorio de la época.

Aquella tenue y esplendorosa diosa del cine de la que todos nos enamoramos alguna vez, por lo menos en la pantalla, ostenta hoy con dignidad y señorío una corona que tiene luz propia. Su hija Carolina, tan hermosa como ella, admirada y apetecida, sale caprichosamente, para unirse a un plebeyo, de la misma casa que un día otorgó título de nobleza a una estrella del cine, su rutilante progenitora.

¿Sí tendrá sentido la calificación de plebeyo en este mundo de iconoclastas? La monarquía huele hoy a cosa anticuada, cuando la humanidad tiene afán y estilos diferentes. Ya hasta los reyes de España, de tan legítimo ancestro, se quitan sus coronas para dar paso a la evolución social.

La gran boda

La noticia dice que Carolina estaba radiante y Junot pálido. El blanco y negro de las fotos de ultramar no permiten notar la palidez del novio, y sí la frescura de la princesa. Junot se mostraba contrariado en medio de la curiosidad que seguía sus huellas por las calles de Mónaco, y razones no le faltarían.

Quiso él una ceremonia sencilla y privada, secundado en sus propósitos por sus suegros, que no deseaban exhibir demasiado el acontecimiento, pero no fue fácil esconderse al afán publicitario y menos a los cánones de la realeza. Bien puede ser explicable su disgusto hacia los ilustres padres que se opusieron a considerarlo un yerno principesco, sin fijarse en sus prósperos negocios.

Todo estuvo representado en la gran boda. Desde lo real hasta lo plebeyo, desde lo romántico hasta lo frívolo, desde lo espectacular hasta lo circense. La comedia humana, con todos sus fulgores y oropeles, tiene sus propios escenarios en los círculos palaciegos. En el dominio del crespón y la muselina, del tafetán y la seda diáfana, con fondos dorados y perfumes etéreos, los diablejos de la veleidad se sienten a su acomodo.

Asistentes varios

No faltaron representantes de la monarquía, como el conde y la condesa de Barcelona, el duque y la duquesa de Cádiz, la Begum Aga Khan, el duque y la duquesa de Orleans y la princesa María-Gabriela de Saboya. Los viejos astros (¿o los astros viejos?) que compartieron las glorias del celuloide: Ava Gardner, Frank Sinatra y Gregory Peck, engalanaron la ceremonia. Stavros Niarchos, colega de Onassis, tuvo que detenerse por 20 minutos en la fila de invitados, mientras los guardas revisaban las tarjetas en busca de ladrones y falsificadores.

La sangre azul

No son posibles las limitaciones en estos episodios de la realeza. Por eso, Junot, que prefiere los aires de sus salas parisienses, debió mandar al diablo tanto protocolo mientras se esforzaba por parecer auténtico al lado de una de las princesas más bellas de la época. La sangre azul, que solo existe hoy en la falsificación de tiempos que renunciaron a ser solemnes para tornarse desenvueltos, no deja, con todo, de seducir la imaginación un tanto enamoradiza y un mucho romántica de quienes todavía soñamos (¿usted también?) con princesas encantadas.

Este antídoto que impone nuestro mundo frenético es un recurso contra la desazón y un pretexto para suponernos héroes de ficciones. Pero a fuer de realista tengo que protestar por estos enlaces funambulescos, cuando a la sangre, elemento teñido de glóbulos rojos para que inyecte pasión, se pretende volverla anémica.

Los envidiados novios, tan dueños de sus decisiones al seguir sus propios deseos, pulsan el mundo contemporáneo y se proponen ser felices. Aquí se acabaría el cuento, pero es mejor dejarlo en suspenso a la espera de que Carolina y Philippe nos demuestren que una receta ideal para ser felices está en saber mezclar la sangre azul, color de la ilusión, con la sangre roja, propulsora de los genes amatorios.

El Espectador, Bogotá, 12-VII-1978.

 

Categories: Prosas Selectas Tags:

Los maridos de Liz

domingo, 2 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El mundo comenzó a crear una de las mayores idolatrías del cine después de ver La gata sobre el rajado caliente y llegó a pensar que el dramaturgo norteamericano Tennessee Williams había montado esa pieza especialmente para la Taylor. No parecía fortuito que dos de las personas que más influencia han tenido en la vida de la artista, Mike Todd y Eddie Fischer, figuraran a su lado. Los dos personajes, que quedarían incrustados en la galería de esposos de la que desde entonces pasaría a ser la gata más ardiente, por lo menos en la imaginación de la gente, contribuían a ponerle más espectacularidad al lanzamiento de la deslumbrante actriz. Y no sabían que, en el turno de las sucesiones amorosas, la historia les tenía reservados los puestos cuarto y quinto de la que hoy, quince o veinte años después, se apresta a llegar a su séptimo matrimonio.

Liz Taylor se ha casado cinco veces y es de las pocas lu­minarias que se dan el lujo –si esto puede considerarse un lujo– de repetir matrimonio con el mismo esposo. Podría asegurarse, a la inversa, que para Richard Burton representa un acto exótico el desposarse por segunda vez con la rutilante y al propio tiempo frívola diosa del sexo.

La pareja, tras diez años de matrimonio y después de haber sembrado en el mundo la sensación de dos seres felices –a lo Carlo Ponti y Sofía Loren, aunque más lógicos que estos por la afinidad de edades y gustos–, alborota un día los mentideros mundanos con la noticia de que algo comienza a resquebrajarse. Se habla en voz baja de insuperables dificultades que no logran desvanecerse ni siquiera con el ingrediente del atractivo aparato publicitario que hace crecer la bolsa ta­quillera de una de las parejas más fulgurantes del cine.

Los faroles del infierno

De un momento a otro se corre el telón que oculta los ver­daderos problemas conyugales que la pasión de la gente no ha dejado aflorar, en todo su dramatismo, a lo largo de les diez años del aparente romance donde todo no ha sido color de ro­sa. Conforme van pasando los días, se sabe que el exuberante símbolo sexual que tantos desvelos ha provocado a la humanidad ansiosa de voluptuosidades, no es la misma gata caliente que incita a la conquista de morbosas aventuras.

Los ojos de la Taylor, que alguien definió como los fa­roles del infierno, han penetrado, con invasiones irreprimi­bles, lo mismo en la desbocada imaginación de viejos caducos que ya no tienen más remedio que lucubrar pensamientos tra­viesos, que en la apetencia de jovenzuelos exaltados que se forjan insólitos deslices a la sombra, precisamente, de un tejado caliente.

La Taylor una noche se trepa por las tejas que el gran dramaturgo fabricó para espantar los pudores de una sociedad todavía mojigata y, desde la cumbre alborotada de su sexo, le enseña al mundo el estremecimiento de pasiones desvergonzadas, cuando las salas del cine comenzaban apenas a cambiar el beso fugaz de las películas por la escena sentimen­tal más riesgosa, aunque solo presentida, pues la moralidad de los tiempos no permitía exaltaciones eróticas.

Es indudable que Liz fue una de las precursoras del cine atrevido. Llegada a la cúspide de la más excitante po­pularidad, sus admiradores se reproducen a lo largo y ancho de la tierra y todos pretenden, secretamente, convertirse en sus amantes. Está ella en la época más fastuosa de su imperio femenino y se yergue ante los ojos ávidos del mundo como la diva inaccesible que solo puede tener pocos favoritos.

Sus dos primeros esposos, Nick Hilton y Michael Wilding, po­co a poco quedan olvidados, casi en el anonimato, ante el fu­ror con que se entrega y que las gentes miran con cierta com­placencia, y muchos con codicia, a sus esposos números tres y cuatro, los señores Todd y Fischer.

La muerte trágica de Todd corta un idilio en plena efervescencia, pero la historia de la actriz, que no se detiene, consagra al poco tiempo una nueva figura para su ansia sentimental: el cantante Eddie Fischer. La pareja así conformada, en cuya suerte influye sin duda una jugada del destino que saca bruscamente de esce­na a Todd, da origen a persistentes murmuraciones. Liz-Fischer, la nueva fórmula que recorre los montajes cinematográficos y hace noticia en los periódicos del mundo, se mantie­ne en el favor público gracias a los ingredientes de escán­dalo de que ha sido inyectada, pues se dice que Liz no tu­vo reatos en robarle el marido a su amiga íntima, y esto re­sulta buen combustible para el fanatismo.

La devoradora de hombres

Por aquellos tiempos Liz Taylor está llegando al pinácu­lo de la gloria. Sus películas se cotizan cada vez con mayo­res éxitos y provocan la excitación libidinosa de multitudes frenéticas que siguen con impaciencia el curso de los escán­dalos amorosos, con la oculta tentación de que a cada cual pudiera corresponderle algo en el turno de la sucesión ro­mántica.

Sueñan con imposibles complacencias dentro del triturante reparto de sexo que proporcionan las películas de la artista, que quisieran gozar en la vida real, y terminan in­mortalizando, si es que acaso la pasión efímera puede alcan­zar esos ribetes, a la diva ambulante que recorre todos los escenarios y suscita alocados sentimientos.

Ella exhibe en estos años de sus opulencias primaverales lo mejor de sus formas, atravesadas por el hálito de la voluptuosa diosa de la carne que se forja su nicho de indiscutible exponente femenino.

Es la auténtica devoradora de hombres –a lo María Félix en Doña Bárbara– que no deja quieta la paz otoñal de las conciencias y que desencadena vientos tempestuosos en una de las épocas más vehementes del celuloide, donde alterna la magia del hechizo femenino con la provocación morbosa que desconcierta a los moralizadores del ambiente público.

El cine, monstruo incontenible que va transformando en pecados las más refinadas virtudes, se apodera de las multitu­des. Desde otros estrados campean, con iguales desbordes, lu­minarias como Sofía Loren, Gina Lollobrígida, Marilyn Monroe. El mundo, que no conocía tales arrebatos, rompe sus moldes tradicionales y se lanza en conquista del embrutecedor espec­táculo donde la imaginación colectiva enaltece monumentales estatuas de carne. Es una lujuria desenfrenada que sacude los recovecos de la conciencia y que da al traste con las virtudes públicas.

La fusión Liz-Burton

En esta ruleta de las pasiones le corresponde el turno al flamante Richard Burton, el apuesto inspirador de papeles estelares que tantos apetitos viene provocando entre las mujeres. Su fama se acrecienta cada vez que personifica una nueva escena. Es de los galanes favoritos, y acaso el más descollante de la época, que se da el lujo de hacerse per­seguir del bello sexo. Con su figura imponente establece un nuevo mito que irrumpe con magnéticos impulsos en la indus­tria cinematográfica.

A poco de su recorrido por las gale­rías de la fama, iba a quedar flechado por los ojos felinos que se disparan sobre él con desconciertos imposibles de rechazar. La fusión Liz-Burton se recibe con fruiciones gene­rosas, pues todos, hombres y mujeres de este trepidante tren de las fantasías, suponen estar representados en la nueva composición. Es, sin duda, una feliz pareja. Desafían al mundo con el mensaje de dos seres escogidos por los dioses para protagonizar, en la vida práctica, el papel de amantes perfectos que se han encontrado en el torbellino mundanal para erigirse como símbolos de sus sexos.

Las consejas de quienes pretenden tumbar el nuevo mo­numento tienen que detenerse ante la idea de que se ha con­solidado, al fin, la fórmula ideal. El matrimonio resiste du­rante años la arremetida de los dardos que le disparan de todos los sitios y es lo suficientemente sólido para con­servarse invulnerable dentro del vaivén de las fragilidades cinematográficas.

El mundo comienza a observar que también es posible la felicidad en las toldas del cine. Sofía Loren ha encontrado su remanso al lado de Cario Ponti, y Grace Kelly lleva una vida envidiable junto a su príncipe azul.

La difícil felicidad

Hay algo que llama poderosamente la atención de los exper­tos en interpretar perfiles humanos que se escapan al juicio de los profanos. Y es que nunca pareja alguna había realiza­do un cine tan puro, en el término artístico del vocablo. Marido y mujer, en la vida real, vuelcan a los pasajes de la ficción representaciones de tanta magnificencia, que los crí­ticos tienen que convencerse de la más completa armonía con­yugal.

Pero los nubarrones un día comienzan a perturbar esa paz octaviana. Son primero leves rumores sobre pequeñas desavenencias que están poniendo en aprietos la subsistencia de aquel pacto que ya muchos se habían acostumbrado a creer in­disoluble, pero que otros, menos ingenuos, sabían que tarde o temprano tenía que romperse. Richard Burton muestra los primeros síntomas de cansancio y comenta, en privado y más tarde sin reticencias, que sus perseverantes bohemias son producto de estentóreas insatisfacciones del lecho con­yugal.

La devoradora de hombres parece estar cumpliendo su destino implacable.  Encumbrada en su pedestal de diosa, pre­fiere los aires de la adulación al consumo virtual de sus genes amatorios. Algo hace sospechar que sus secreciones en­docrinas no son tan apasionadas como para alimentar pasiones excesivas.

La unión de diez años termina haciendo crisis y todo un andamiaje publicitario se entromete en la reyerta matrimonial, creando rentables expectativas. El mundo se entera, tras insistentes especulaciones, de la ruptura que era ya inevitable, y la pareja, consciente de su decadencia sico­lógica –y aún no puede hablarse de la física–, se resigna a la solución del divorcio.

Llegan los vientos estivales, con sus ráfagas heladas, para los que no estaba prepara­da. Pero, aun así, los cerebros productores de divisas se em­peñan en explotar hasta el cansancio la suposición de una far­sa sentimental, tan propicia para acrecentar dividendos.

A los pocos días la pareja celebra su reencuentro y se queman bombillas publicitarias pregonando el insólito suceso. Hay juramentos de amor, de parte y parte, y propósitos de la en­mienda, pero en la conciencia pública subsiste la duda sobre la estabilidad de la pareja que ya ha dado muestras de pro­fundas incompatibilidades. Es esta la palabra más trajinada en el diccionario amoroso cuando se quiere señalar que no funciona la comunión sexual.

El sexto matrimonio de Liz con su bohemio Richard –el único repitente en esta trapacería de glorias efímeras, y no propiamente por antojado– se desmoro­na en corto tiempo, como tenía que suceder, y rubrica el final de una de las historias más apasionantes del universo cinema­tográfico, que no resistió los encontronazos de la fama.

Uno más en la galería

Ahora se anuncian las nuevas nupcias de la incansable caza­dora de hombres, con John Warner, ex secretario de la Marina de los Estados Unidos. Para ella sería la séptima boda, todo un récord que pocas personas alcanzan, y para él la segun­da. El prometido tiene 49 años. La edad de ella dejémosla indefinida y así le haremos un obsequio a su ficción femenina.

En alguna noticia suelta se hablaba, dos o tres años atrás, de la extirpación de un ovario y de algunas correcciones plás­ticas que no quisieron revelarse. La imaginación en estos ca­sos, que suele ser tan incisiva, no puede quedarse corta para señalar redondeces que resultan inocultables, aun se trate de contornos anatómicos tan premiados por la naturaleza.

Es lo cierto que la jamona señora que hizo desbordar en otros tiem­pos emociones calientes y poner a los maridos en busca de ga­tas trepadoras, a lo Tennessee Williams, ya no puede ocul­tar su inexorable decadencia. ¿Después del séptimo matrimonio llegará el octavo? No hay quinto malo, dicen los toreros. Tam­poco séptimo marido malo, diría la vedette.

El pueblo quiere a sus ídolos y no se conforma con ver­los desaparecer así no más. Desea que permanezcan en el apo­geo y se rasga las vestiduras cuando los ve declinar. Las actrices, por ser un bien común, se prestan para ser desnudadas en público y a veces comidas a tijeretazos. Es el precio de la fama. Un título de moda, de la novelista argentina Silvina Bullrich, podría resultar apropiado para Liz Taylor: Mañana digo basta.

El Espectador, Magazín Dominical, Bogotá, 7-XI-1976.

* * *

Comentario:

Nota de presentación de esta crónica que hace el Magazín Dominical:

Hay fulgurantes bellezas en el mundo del espectáculo que se constituyen en noticias permanentes, no solo por sus cualidades histriónicas como actrices de cine, de teatro, de vaudeville etc., sino porque las persigue la curiosidad de las gentes alrededor de su vida conyugal. El caso de Elizabeth Taylor es bien elocuente a este respecto. Por bella, los hombres han hecho de ella un ídolo. Y la sigue una estela de romances que al­canzan máxima popularidad. Recientemente volvió a divorciarse de Richard Burton, el marido reincidente. Antes de Burton, cuatro hombres habían sido sus esposos. Y ahora anuncia que se casará con el séptimo. Sobre los maridos de Liz Taylor escribe Gustavo Páez Escobar una excelente crónica que se publica hoy en el Magazín, con profusas ilustraciones en color y en blanco y negro.

Categories: Prosas Selectas Tags:

El fantasma de Hughes

domingo, 2 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Detrás de cada hombre existe siempre un miste­rio. La vida, lo mismo para el rico que para el pobre, para el genio que para el ser intrascendente, es enigmática, por lo mismo que es impenetrable. Tiene el genio, entre sus virtudes aparentes, la inclinación a esconderse de los demás y en ocasiones a sepultarse en la soledad, lo que no siempre es muestra de libe­ración, sino que también puede serlo de chifladura o desencanto. Los grandes filósofos han sido hombres solitarios y esclavos de la egolatría, que huyen del mundo externo para cultivar la individualidad. Y lo que parece una tendencia enfermiza de desprecio a la gente, se convierte para muchos en el único ca­mino posible para producir obras maestras, concen­trados en sus cavilaciones.

Sin esos rigores y excentricidades la humanidad no tendría talentos. No se sabe, en fin, si el genio es un loco o un cuerdo, pero se supone que posee ambos ingredientes. No resulta absurdo pensar que en este mundo de locos, los verdaderos cuerdos son los que poseen la chispa de la excentricidad, con la diferen­cia, tal vez, de que si ésta se alborota, se desquicia la mente. ¡Cuántas lumbreras se habrán apagado ante irreparables cortos circuitos!

Howard Hughes, el septuagenario hombre de negocios que acaba de morir nadando en medio de una fabulosa fortuna, es una de esas rarezas que obligan a indagar, como si esto fuera fácil, por el misterio que se llevó a la tumba detrás de una vida que en sus últimos veinte años quiso pasar en el más completo encierro. Dicen los cables que murió «muy viejo y extenuado», como si se estuviera haciendo un descubrimiento. Y agregan, para darle dramatismo a la noticia, que terminó pesando 45 kilos. La curio­sidad sobre este hombre recóndito conduce a acen­tuar pequeñeces.

El taladro millonario

Su deceso se produjo en las alturas, sin duda co­mo él lo deseó, en un vuelo de emergencia entre su asilo de Acapulco y su ciudad natal de Texas, a don­de se dirigía apremiado por quebrantos de salud. Conoció, como parece, todas las satisfacciones de la vida, y con ellas también las frustraciones. Arrancó, a muy corta edad, desde un taller de herramientas petroleras que en poco tiempo convirtió en poderosa fábrica productora de la fama y la ampulosidad del genio financiero que habría de multiplicar en dólares millonarios todo cuanto tocara. Creó un real imperio económico y no hubo empresa que se resistiera ante su habilidad creadora.

Su poder de inventiva era asombroso. A los 19 años heredó de su padre, por no decir que usurpó, el taladro que en sus manos le abriría el camino de la prosperidad. Un comentarista afortunado dice que este taladro petrolero perforaba la roca como si fuera lodo. Mejor definición no puede encerrarse en tan pocas palabras, ni hay mayor acierto para ubicar el talento de quien se lanzaba a conquistar millones con una mente superdotada. Con el ímpetu de esa voca­ción nacida para el negocio amasó una de las mayo­res fortunas del mundo. Lo mismo compraba volun­tades que casinos en Las Vegas, fabricaba helicópte­ros y se adueñaba de acciones y sociedades.

Productor de cine, piloto y playboy, en torno su­yo comenzó a tejerse la leyenda que ya nunca habría de abandonarlo. Su pasatiempo fueron las artistas de cine. Con algo de intuición podría sospecharse que no fue la mujer, por sí misma, su debilidad. Se dedicó a cazar luminarias del cine y, conforme avanzaba en sus devaneos, reforzaba la industria cinema­tográfica para sus conquistas amorosas.

Hoy resul­tan apenas vestigios de una época efímera, posibles desvaríos del hombre dueño de la fama y del dinero, que no podía prescindir del sexo relumbrante dentro de su universo todopoderoso. De sus aventuras de aquella época queda una galería de bellos rostros, y nada más, que el paso de los años ha terminado des­dibujando. La mayoría de esas beldades desapare­cieron de la escena de la vida.

Una vida tormentosa

Alguna noticia fugaz menciona, más entre líneas que con certeza, algún romance serio. No faltará quien invente hoy, con los inevitables toques noveleros, alguna frustración sentimental para justificar su aislamiento. Toda especulación es posible, pero como Hughes se marchó con el hermetismo que na­die logró romper, habría que pensar que los biógra­fos afanosos de plata, que no faltarán, van a resultar farsantes.

Tal el bosquejo de esta rara personalidad que, luego de crear un imperio económico, de volverse monstruo y mito a la vez, se hizo ermitaño. Refugia­do en los pisos superiores de elegantes hoteles, pare­cía una fortaleza. Muy pocos lograron penetrar a sus dominios. Huía del mundo y entre sus escrúpulos se habla de su aversión a dar la mano a la gente.  Y si lo hacía, luego se desinfectaba por horror a los micro­bios.

¡Vida tormentosa la de este pobre millonario con miedo a la luz, a los espacios abiertos, a la gente! Sus médicos, si los tuvo, quizás nos descifren si era un neurótico, un higienista o un fantasma. Y que no falte el Oscar Wilde contemporáneo que sea capaz de fabricar incógnitas travesuras para este monstruo de nuestros días y ponerle los enredijos y la moraleja que merece su vida novelesca.

Dos ramos de flores

La mayor ironía se encuentra en el episodio so­bre la autopsia en el hospital de Houston donde un funcionario exclamó: «Este no es un cadáver ordina­rio. Es el cadáver de una corporación y vale 7.000 millones de dólares». Pero el representante de la justicia ordenó la operación «como cualquier otro ca­so».

En su última aparición en público, en 1972, Hu­ghes demostró gran interés por el avance científi­co a favor de la salud de la humanidad. Con genero­sa contribución financiera queda en pie un instituto médico, y en aquella oportunidad anunció que a su muerte pasaría la mayor parte de sus bienes a favo­recer obras de beneficio social. Algún sentimiento, tan misterioso como él, lo alimentaba en su muralla de silencio. Ahora se busca con impaciencia su testa­mento.

Los desengaños en estos casos serán apenas el desenlace que suele rodear a las grandes fortunas. Lo que Hughes tuvo de excéntrico y neurótico, es posible que lo haya tenido de genio para convertir­se en benefactor de la humanidad. Si nadie lo en­tendió en vida, quizá lo descifremos después de muerto. Hay signos, por lo demás, que nos llevan a pensar que a todos nos quedará algo de su herencia.

Sólo 16 personas estuvieron presentes en el rito religioso. Sobre el ataúd apenas reposaban dos ra­mos de flores. La ceremonia duró ocho minutos. El oficiante imploró al Señor una vivienda de luz y de descanso para el «gran recluso» que perforó la tierra con un taladro, hasta hacerle brotar millones de dóla­res, y que sin embargo no tuvo una residencia. Ape­nas escondites.

El Espectador, Bogotá, 13-IV-1976.  

 

Categories: Prosas Selectas Tags:

Los romances de la princesa

domingo, 2 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Anthony Armstrong-Jones, un ignorado fotógrafo de la corte de Inglaterra, bohemio y mujeriego, demostró sus condiciones artísticas en la fiesta que la casa real ofreció cuando la princesa Margarita cumplió 29 años. Nada hacía presentir que aquellas placas irían a cambiar su destino plebeyo. Cuatro años atrás Margarita había roto, por imposición de su hermana Isabel, reina de Inglaterra, su romance con el gran amor de su vida, el capitán Peter Townsend, apuesto aviador y hombre de mundo a quien en razón de su divorcio no se consideraba digno de ingresar a la familia real.

Para la ortodoxa monarquía británica resultaba inconcebible que la atractiva princesa, tan próxima por la sangre a la corona reinante, aunque por otra parte distante para un eventual ascenso al trono, se casara con un divorciado. El arzobispo de Canterbury, influyente poder en los designios reales, no podía menos de condenar aquella aventura romántica que menoscaba el prestigio de la corona y que era una afrenta para la Iglesia. Ante tales aprietos, la joven princesa de 26 años rompió, más por fuerza que por convicción, con este romance que en otras latitudes de la tierra se miraba simpatía y entusiasmo.

Y para hacer más fácil la solución, el implacable rigor de la reina conjuró toda posibilidad de encuentro de la pareja al disponer, de la noche a la mañana, el  traslado de Townsend como agregado de aeronáutica a la embajada de Bruselas. Se tendió sobre ellos un cerco impenetrable y, por más intentos, aquel amor quedó destrozado para siempre e ingresó a las páginas de la historia como uno de los capítulos más sensacionales donde lucharon con denuedo las fuerzas de una pareja solita­ria contra el poder de un imperio.

Una vida con un gran vacío

Margarita, desde entonces, se tomó irritable y frívola. Se entregó a la gran vida mundana en un vehemente afán por olvidar su frustración. Tertulia de clubes nocturnos y ambientes dís­colos, alternaba sus horas entre fugaces diversiones y amigos ocasionales, sin encontrar cómo llenar el enorme vacío de su vi­da. Si el episodio de su malogrado romance iba quedando cada día más distante y se había conseguido reprimir, para gloria de su sangre azul, el escándalo profano, caminaba con ella el ímpetu de una insubordinación que comenzó a dibujarla como la oveja descarriada de la flamante familia real.

Su hermana Isabel, due­ña de la corona y de mayor circunspección, miraba con disi­mulo pero con impaciencia las correrías de la princesa por si­tios cada vez más abiertos al modernismo y dominados por largas noches de devaneos y  músicas desafiantes. Los Beatles, revo­lucionarlos de la época, atronaban los escenarios nocturnos con las estridencias de una generación que comenzaba a surgir den­tro de las rígidas y recatadas costumbres inglesas. Nubes de fotógrafos invadían los establecimientos detrás de la desenvuelta princesa que no escondía y, por el contrario, proclamaba su libertad ante los ojos del mundo.

En este medio liviano compartía con sus amigos los arrebatos de su despecho sentimental, y si era figura descollante de los círculos sociales, se le veía con frecuencia ausente y nostálgi­ca. «La princesa está triste… ¿qué tendrá la princesa?». Un día se apareció ante la reina con el fotógrafo y le anunció su intención de casarse con él. Otra polvareda, acaso más fuerte que la provocada años atrás, se desató en los medios reales. No solo se trataba de un plebeyo, sino de un plebeyo desconocido.

Los cortesanos se preguntaban atónitos quién podía ser aquel Anthony Armstrong-Jones que había logrado impresionar el corazón de Margarita. Y el mundo, por segunda vez, se entusiasmó con esta clase de sucesos que herían la sensibilidad de la nobleza británica. Los devaneos de una princesa de tanta alcurnia con un plebeyo insignificante no podían menos de despertar interés y convertir­se en comidilla para los cables internacionales.

La reina Isabel, recelosa al comienzo, terminó venciéndose ante la realidad. La voluntad de su hermana se mostraba inque­brantable y esta vez, por más esfuerzos que ejerció para persuadirla, no logró convencerla de que pospusiera sus inten­ciones. El aspirante a la mano real, el plebeyo-fotógrafo que repentinamente llenó las páginas de los periódicos del mundo, comenzaba a danzar en este juego de hadas, ignorante de que la felicidad es algo más serio que atrapar a una princesa melancólica. Armstrong-Jones llevaba una rutina licenciosa entre amoríos con actrices y modelos y en completa expansión para disfrutar la vida a su manera, sin reglas ni títulos nobiliarios.

Se le recuerda como el alegre y desprevenido tenorio con acceso a los salones de la corte, sin más exigencias que dispa­rar bien sus placas fotográficas y sin más complicaciones que vestir prendas presentables para no desentonar en los pasillos palaciegos. Su vida, desprovista de obstáculos, se reducía a una máquina de retratar que administraba con pericia, y a un relajado ambiente bohemio que también sabía manejar a su gusto, con sabor a aventuras románticas que estaban muy le­jos de despertar ignotas curiosidades.

La reina Isabel, que por mandato de la constitución real debía dar el consentimiento para la boda, lo hizo de mala gana. El matrimonio se celebró en la solemne abadía de Westiminster, en el año de 1960, ante la mirada discreta de los cortesanos euro­peos, tan observadores de los reflujos de que no ha estado exen­ta la rancia casa británica, y ante el solaz de los lunáticos soñadores de uno y otro sexo que en todos los confines del uni­verso veían en aquel enlace la ocasión para alimentar tontas fantasías.

El plebeyo se mareó

Han transcurrido 16 años. Camino demasiado largo para que el matrimonio, que nació disparejo, haya resisti­do las desavenencias que pronto comenzaron a dañar este cuento de hadas. El muchacho que en otras épocas recorría las avenidas en motocicleta y con una linda chica al lado, debía atemperarse al día siguiente del regreso de la luna de miel. Cambió, en efecto, por un golpe de suerte, la vida para el afor­tunado –¿o infortunado?– plebeyo, quien de pronto se vio rodea­do de lacayos y comodidades que él no había soñado y tampoco lo llenaban. El mundo fastuoso al que ingresaba de la mano de una princesa, lejos de deslumbrarlo, lo incomodaba. Quiso mantener su autenticidad, pero no pudo. Amante de su pro­fesión y acostumbrado a ganarse la vida con sus placas, se vin­culó a un diario, sin duda con buenos estipendios, pero a dis­gusto de su próspera consorte.

Rápido la sangre plebeya quedó desvanecida con el título de conde de Snowdon que le otorgó la reina. Él cambió los pantalones ajados y su tradicional chaqueta de gamuza por serios vestuarios. Adquirió ademanes burgueses, se acicaló, aprendió a jugar golf y administrar su propio yate, y más tarde colgó su máquina de fotografiar princesas.

Pero tanto embeleco terminó mareándolo. Aparecieron las primeras fricciones matrimoniales. El tenorio no había podido ser dominado por los lujos de la corte y pron­to comenzó a salir con dudosas compañías femeninas. Vinieron las reprimendas, los choques y las pasajeras reconciliaciones.

Y así volaron 16 años. El conde Snowdon es hoy un maduro hombre de 46 años, y la princesa Margarita una rolliza dama de 45. De nuevo, dentro de esta azarosa vida principesca donde no todos son sueños encantados, hay revuelo en el mundo con el anuncio de la separación, que esta vez se dice definitiva. El matrimonio venía roto desde mucho tiempo atrás, pero la discreción lo mantenía unido.

Parece que el escándalo estalló por iniciativa del señor conde, cuyas aventuras amorosas bien podían disculparse, no así las de la princesa, que tiene también sus caprichos. Se habla de un aristócrata muchacho de 28 años con quien pasa continuos fines de semana en una isla del Caribe. La diferencia de  edades no ha sido barrera para que Margarita, que ya no es la mujer interesante de otras épocas, sino la señorona pasada de carnes y con una silueta deslucida, busque frágiles escapes a su soledad.

Entre tanto, el vizconde Linley y lady Sarah, de 14 y 11 años, los hijos del matrimonio, se vuelven personajes a la fuer­za de un drama que hubiera podido evitarse con mayor enfoque de sus protagonistas.

Podría agregarse, como moraleja, si queda algo por agregar, que el fracaso de una princesa desencantada y el azoramiento de un fotógrafo plebeyo, movidos por caprichos palaciegos, crearon un mundo vacío, contradictorio, incompatible, que terminó ahogándolos. Esta vez los crespones de la realeza fueron incapaces de impedir el naufragio.

El Espectador, Bogotá, 28-III-1976.

Categories: Prosas Selectas Tags:

Nilsa, mi vecina

lunes, 26 de septiembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Cuando llegué a mi casa se adivinaba un am­biente pesado. En los ojos de mi mujer había nubes de congoja. Al primer sollozo supe que Nilsa, mi vecina, había fallecido. La noticia apenas acababa de filtrarse en el barrio con sigilo pero bruscamen­te. En los portones se notaban grupos de damas sorprendidas que conversaban en voz baja. Al frente de mi casa está la de Nilsa, y la vi calmada y sin el menor signo de conmoción.

Todo había sucedido con la fugacidad de un sueño. Enfurecido como un ciclón, un bus había arrollado el frágil vehículo en que viajaba Nilsa hacia Cali, eufórica como la diafanidad que se re­gaba por el valle con destellos de vida. Día ardiente y esplendoroso. Pero día de fatalidad. En la mitad de la carretera, Nilsa debió sentirse de pronto aco­rralada y pequeñita cuando la guadaña apareció, esgrimida por manos monstruosas. Estos bárbaros del volante, Nilsa, no tienen entrañas. Tú, por for­tuna, ya perdonaste.

Tu vientre, de donde brotaron seis retoños, fue pródigo para fertilizar la vida y sumiso para entur­biar la muerte. Cumpliste a cabalidad el mandato bíblico de sembrar la simiente con el dolor de las entrañas.

Ayer, no más, se te veía pasear por el frente de tu casa cuidando las flores de tu jardín con el mis­mo celo con que acariciabas a Mónica, tu tierno amor de dos años, o a Diego Iván, que ya se siente todo un hombre porque tiene cuatro años. Y no du­des de que ambos son fuertes en medio de su pequeñez, porque te vieron partir sin fruncir el ceño. Quizá pienses, desde tu más allá, que yo exagero al pre­tender ponerles sentimientos de mayores a criatu­ras que todavía no entienden de brutales embesti­das. Puedes pensar lo que quieras. Lo cierto es que Mónica y Diego Iván, y también mi pequeño Gus­tavo Enrique, que corretea con ellos cazando mari­posas, sufren a su manera.

Ellos también saben de angustias, y se erizan con el rechinar de llantas, y se horrorizan con un hilillo de sangre, pero truecan pronto el dolor por una risa. Nosotros los adultos cambiamos a menudo la risa por el dolor. Los tres te vieron partir de tu casa y creyeron, de seguro, que tantas flores eran para acompañarte con ale­gría, nunca con pena. Mal pueden ellos comprender, y ojalá nunca lo comprendieran, que las rosas tam­bién lloran.

Tus otros hijos regaron con lágrimas la ruta por la que te condujimos en medio de un sofoco que se hacía denso como la propia solidaridad que se levantó al cielo queriendo que nos contaras qué habías sentido cuando la muerte se te vino encima, y qué sentías después cuando volabas por la atmós­fera con tus alas de eternidad. ¿Verdad que algún día nos lo contarás?

Alfonso, tu buen compañero, valiente y sensible a un tiempo, te siguió como el ángel fiel que necesita, a veces, volverse coloso para poder arrastrar las cadenas del mundo. Al levantar tú el vuelo, él se estremeció, porque lo habías heri­do. Se quedó inmóvil, en medio del temporal, como el roble que debe mantenerse erguido para prote­ger la naturaleza que lo circunda. Lloró, y tú sabes que los hombres lloran pocas veces.

Hace poco regresaste de tu viaje por Europa. Al lado de tu esposo viviste paisajes y emociones. Tus ojos llegaron henchidos de las maravilla del Viejo Mundo. Contemplaste paraísos colgantes, cumbres majestuosas, horizontes encantados. Tu muerte fue serena como un atardecer europeo. Quizá soñaste en ese momento que recorrías los mismos caminos de la fascinación. Apenas si te dabas cuenta de que algo te dolía, cuando de un tirón te quitaste la pesadilla de un bus endemoniado, para ascender al lomo del viento.

Mónica salió esta mañana a la puerta de la casa, un día después de que te quedaste estrenando tierra fresca en los Jardines de Armenia. Eres la segunda habitante de un predio regado de brisas suaves, con olor a cafetal. La tierra es blanda y el paisaje es auténticamente quindiano.

Mónica no entiende mucho tu ausencia, por más que iba contigo en el momento de la catástro­fe. Algún día le dolerá el alma. Ella quedó intacta, como si la muerte hubiera retrocedido ante tanta lozanía. Salió de tu casa y rió. Creo que te siente en el jardín que cuidabas con esmero para tu esposo y tus hijos, porque corrió por entre las flores como si nada hubiese sucedido. Felices los que, como ella, tienen alas de mariposa y corazón de azucena.

La Patria, Manizales, 5-IV-1975.

Categories: Prosas Selectas Tags: