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La difícil felicidad

sábado, 15 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Cristina Onassis, cuya fortuna es incalculable, no sabe qué hacer con sus millones. Vive prevenida de quienes la rodean y sospecha que todos se le acercan por interés. En lo cual no está equivocada, si el dinero es elemento disolvente y traicionero. Onassis, que creyó haber comprado la fidelidad de Jackeline deslumbrándola con yates y palacios fabulosos, era  astuto para saber en sus intimidades que no existía tal idilio sino una transacción bien remunerada mediante la cual la pareja se había com­prometido a disfrazar el amor para que el mundo la admirara.

Hacer el amor a la fuerza, como debió de ocurrir con Jackeline, si es que alguna vez se sometió a los caprichos seniles de su decrépito y dadivoso consorte, es como obligar al niño a que se tome el jarabe ­que le sabe a feo. La viuda de Kennedy, apetecida en todo el mundo, era la deidad creada por los dioses para tentar a los hombres. No parecía destinada a ­los antojos del insípido vejestorio, millonario desproporcionado, de esos que ya perdieron la cuenta de sus innumerables bienes, pero hombre disminuido e impotente, de esos a quienes ya no dan más sus hormonas amatorias y deben conformarse con las ficciones de su decadencia.

La compró con sus millones y la elevó a las cumbres de la lisonja mundana, que daba para todo, lo mismo para ser amada que para ser despreciada. Los norteamericanos habían perdido a su diosa y desde entonces solo vieron en ella a la mujer común y corriente a quien le fascinaban las comodidades y no lograba satisfacer su ambición sin límites.

Muerto Onassis, su socia de contrato siguió a la deriva por los mentideros de la fama. Muchos de sus adoradores obsesivos ya no soñaban con la posesión que antes los obsesionaba, porque sabían que el dinero había cambiado el rumbo de la apetecida deidad de otros tiempos. Y ella, que estaba confundida entre cifras increíbles, era recelosa de quienes se mostraban interesados en cortejarla, al no lograr precisar si el cortejo era a su condición femenina o a sus abultados billetes.

En el propio clan del armador griego le surgió una ene­miga, primero tímida y más tarde furiosa, su hijastra Cristina, que desconfiaba de la viuda al suponerla insaciable en sus propósitos de apoderarse de la fortuna. Era mejor separar a tiempo los bienes de la sucesión, como en efecto lo hicieron. Eran dos rivales que no serían fáciles para la armonía, si el dinero las había distanciado para siempre.

Cristina Onassis, que ya registraba un matrimonio fracasado, se casó con un tal Sergei Kausov, oscuro ciudadano ruso. La unión duró dos años, tiempo exagerado. También dos años había resistido el matrimonio del play boy Philippe Junot con la princesa Carolina de Mónaco, otra unión escandalosa que no convencía a nadie, pero que poseía los ingredientes para despertar entusiasmo en los círculos del sensacionalismo.

Se rumora que Philippe y Cristina, divorcia­dos desafiantes de estas extravagantes historias, proyectan casarse en los próximos días. Para que la noticia alcance el eco apropiado, se habla de un idilio oculto de hace varios años, que reve­larán en el momento preciso. Cristina habría resultado en brazos del trabajador ruso por simple des­pecho al fugársele el escurridizo Junot.

Ahora libres, manejarán a su gusto las riendas del destino. Eso es lo que suponen. Pero no se han puesto a pensar que son dos seres errátiles que buscan la felicidad, pero antes la han estropeado. En este caso hay cierta afinidad por tratarse de dos negociantes y aventureros del amor. Más tarde la menor diferencia les hará romper el idilio, si es que antes el play boy no ha conseguido otra aventura en los casinos parisienses, o Cristina no se ha enredado de nuevo en sus veleidades de triste millonaria insatisfecha.

Kausov, el marido repudiado, manifiesta que, en efecto, Cristina se casó con él por despecho. Confie­sa que fue ella quien lo acosó con el matrimonio y, al sentirse deslumbrado, entró a la farándula. «También a nosotros los rusos nos gustan las mujeres gordas y Cristina es gorda», dice en delicioso desquite.

Aquí tenemos a estos personajes de la infelicidad que no consiguen, ni con millones y títulos nobiliarios, encontrar la fórmula ideal para disfrutar a sus anchas de la vida, como lo haría una pareja elemental.

La Patria, Manizales, 28-XII-1980.

 

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El vendedor de dulces

sábado, 15 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Lo veo llegar todos los días muy temprano a su tende­rte instalado en una de las esquinas céntricas de la ciudad. Camina animoso, respirando vida. Saca del bolsillo el manojo de llaves y abre con cierta ceremonia las puertas de su establecimiento.

No tiene que hacer demasiado esfuerzo, pues su venta de dulces no demanda pesadas puertas metálicas ni complicados sistemas de seguridad. Pero, por más desprovisto que sea su depósito, le paga unos honorarios al celador nocturno que deambula por la manzana para que le proteja el pequeño capital escondido entre aquellas cuatro tablas que para él son la pesada estructura del negocio que le permite subsistir sin afanes.

Tiene 77 años pero revela menos de 60. Cuenta con salud envidiable e increíble. Otro sería tal vez un anciano decrépito. Atribuye su buen estado físico a sus costumbres ordenadas. No fuma ni toma bebidas alcohólicas. En cambio, madruga con pulmones rejuvenecidos y mente despejada para afrontar las contingencias del quehacer cotidiano. Recorre a pie una buena distancia para mantener lubricada la sangre y a buen ritmo el corazón. Su corazón que anda sin apremios. Es, además, un órgano amplio para querer a la  humanidad.

Lo veo solícito y cordial cuando deposita en cualquier mano el dulce mentolado que despista el tufo aguardentoso, o cuando cuenta los tres cigarrillos que el transeúnte menudo, gran personaje de las calles urbanas, solicita en secreto por no poderlos adquirir a cajetillas llenas.

Así, alrededor del puesto callejero de este comercio casi ignorado, se mueve el pequeño empresario que no necesita de empleados ni de sistemas complejos pa­ra ganarse la dura subsistencia. Vive feliz en su mundo limitado, sin temor a intempestivas alzas salariales ni a desahucios por no cumplir el arrendamiento. Tampo­co sabe de los impuestos agobiantes sobre la renta y el patrimonio, ni requiere de abogados que lo defiendan de los atropellos de la vida. Su capital se redu­ce a bien poco, y no necesita más para vivir con tranquilidad.

Cuando era comerciante de fierros y cacharros y dis­ponía de mostradores y local cubierto, la lucha era su­perior y las ganancias inferiores. Un día, cercado por compromisos que ya no daban más espera, no pudo evitar la quiebra. Quiebra honrada, pero afrentosa para quien trabajaba con honestidad. Antes que practicar métodos torcidos y de sostener a mentiras un negocio que ya se había derrumbado, lo clausuró con dignidad.

Recuperado más tarde del descalabro, se dedicó a vender dulces en una esquina de la ciudad. Escogió un sitio concurrido y allí, asegurado al poste de la electrici­dad, montó su tienda. Cuenta hoy con un público más abundante y más fiel. No hace ventas voluminosas, pe­ro sí compra lotes grandes y variados de dulces para irlos vendiendo al detal a un público que, aunque no se crea, es exigente con sus gustos. Hay personas que no consu­men sino determinada goma de mascar, o no refrescan el paladar sino con cierto sabor del anís o de la fram­buesa.

Pocos saben hallar la felicidad en espacio tan reducido. Faustino Castañeda Alzate dejó de pagar im­puestos, de torear sobregiros en los bancos y de vivir en­redado entre angustias mercantiles. Hoy su mundo es más simple, pero más tranquilo. Su mercancía, una mer­cancía elemental y aromatizada, en cambio de los fierros mugrientos de otra época que lo llevaron a la quiebra, le da buen tono para vivir sin asfixias. Aprendió el arte de respirar tranquilo y de alargar los años sin acosamientos de casas comerciales ni de competencias perturbadoras.

La Patria, Manizales, 2-XII-1980.

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La muerte de una golondrina

sábado, 15 de octubre de 2011 Comments off

Por Gustavo Páez Escobar

A mi despacho bancario acuden con frecuencia las golondrinas. Hay algo que las atrae. Les gusta revolotear alrededor de los ventanales y posarse so­bre los voladizos. Algunas veces penetran a la ofici­na y, al sentirse prisioneras entre cuatro paredes, buscan con torpeza la salida y terminan golpeándose contra los vidrios. En más de una ocasión he recogi­do del piso al frágil animal, que me mira angustiado, y lo he lanzado al aire para que continúe disfrutando de la libertad que no puedo ofrecerle en mi recinto.

La golondrina es ave tímida y escurridiza pa­ra la que no se hicieron los espacios cerrados. Por eso, le gusta el cielo abierto. Va por los mares pican­do las olas, y se eleva cuando siente sus plumas humedecidas. Pocos espectáculos tan fascinantes como el de una bandada de golondrinas de mar, que semejan flechas nutridas sobre el agua.

Una vez tomé en mi mano a la veloz golondrina, que había quedado rígida sobre la alfombra de mi despacho. Pero respiraba. Así, doblada, quise indagar en su mínima anatomía el misterio de su existencia huidiza. Era apenas un remedo de esa sutil raya alada que todos los días veía circuir mis predios de las ci­fras y los millones ajenos.

Abajo, en la calle, el mundo febril se movía afanoso y apático. Era el to­rrente de la vida turbulenta que ignora la indefen­sión de una pobre golondrina retenida en un cuarto con olor a negocios. Y pensé que todos los millones que me rodeaban no serían ca­paces de restituir la vida que se escapaba entre mis manos deseosas de milagro.

Tomé con dedos inciertos el cuello abatido y pre­tendí aplicar conocimientos ignorados. La golondrina pa­reció entender mi afán y entreabrió un ojo confuso. Se encontró, de seguro, con la misma negación de la vida, ya que para este armonioso suspiro del viento la presencia del hombre resulta perturbadora.

El desvanecido visitante se movió con languidez. Le insuflé calor y observé que se reactivaba. Pasó en un instante de la muerte a la vida. Lo vi levantarse aturdido, y siempre miedoso, buscó la manera de huir de su salvador.

Lo saqué al espacio exterior, y permanecí extasiado frente a la visión de dos alas raudas y el leve plumaje que ascendían por los aires persiguiendo la vida. Los billetes de banco, mientras tanto, seguían en sus bóvedas prisioneros de la avaricia. Si ellos pudieran sentir, envidiarían el vuelo de las golondrinas.

Otro día la golondrina penetró al laberinto a donde no ha debido llegar. Quiero pensar que la mensajera de los vientos se acostumbró al sitio don­de había hallado una mano amiga. Es posible que desde lejos vigilara al circunspecto manejador de ci­fras, y hasta le coqueteara desde sus dominios eté­reos.

Quizás le descubrió el alma que no se le encuentra al gerente de banco. El diminuto personaje, que se acercó con curioso instin­to, estuvo dando vueltas ante mi ventana y representando, con sus armónicos movimien­tos, un gesto agradecido.

De pronto se lanzó por el pequeño orificio abier­to en el alero de la edificación. Era una tenta­ción, y por allí se introdujo. Estaba como fabricado para su cuerpo. Ignoraba que era el respi­radero del cemento y que en sus senderos no encontraría sino sombras y frialdades.

Muchas veces, tratando de orientarse, se golpeó contra aquellas ca­vernas, antes de volver a encontrar un rayo de luz. Cuando de nuevo la vi aparecer, ya estaba muerta. Apenas se notaba la cabeza que emergía del cautive­rio.

Sus compañeras estuvieron el resto de la mañana buscando la manera de rescatar el cadáver. Las alas le habían que­dado enredadas en las rugosidades del cemento, y ella, mi frágil golondrina, terminó fracturándose todo el or­ganismo.

Poco a poco las otras golondrinas jalaban a picotazos el cuerpo que se resistía a salir del todo. Fue una mañana de implacable solidaridad de estos seres minúsculos que no podían hacer nada contra la dureza del cemento, pero que se negaban a abandonar la labor del rescate.

Qué distinta, pensé, la sociedad humana. Por aquella misma calle que tenía frente a mis ojos rodaba un mundo hostil, ajeno, insolidario. En la esquina un limosnero exponía sus llagas y todos las ignoraban. En los rostros había prevención, y en el alma, mezquindad. Mientras tanto, prensado en la ranura traicionera se encontraba el cuerpo destrozado de la errátil golondrina que les enseñaba a los hombres, como un mensaje lanzado al viento, esta lección de amor.

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La Patria, Manizales, 9-XII-1980.
El Espectador, Bogotá, 10-XII-1980.
Revista Líderes, Cámara Junior del Quindío, junio de 1981.
Revista Nivel, Ciudad de Méjico, junio de 1989.
Revista ADDA Defiende los Animales, Barcelona (España), volumen III 1991.
Revista Aristos Internacional, n.° 30, Alicante (España), abril de 2020.

* * *

Comentarios

Entre tantas noticias desconsoladoras que vemos a diario en la prensa, como crímenes, terremotos y muchas más, cuán grato es hallar en ella de vez en vez artículos que solazan el espíritu como La muerte de una golondrina, donde sin duda los entendidos encontrarán una breve joya literaria, en la que hay inspiración, belleza, exquisitez y ternura. Ojalá continúe el distinguido escritor deleitándonos con su esmerada prosa. Alberto Guarnizo, Ibagué, diciembre/1980.

Una hermosa oda a la fragilidad de la vida escrita por un gerente que, a pesar de ello, desnuda su inmensa dimensión humana gracias al don de la poesía. Óscar Jiménez Leal, Bogotá, abril/2020.

Que belleza de artículo. Lo leí hace un tiempo y hoy le encuentro más sentido al conocer que el encierro es falta de libertad, así sea en un palacio. La golondrina, especie libre por su naturaleza, debió sufrir mucho al quedar atrapada, pero encontró la mano amiga del hombre bueno que la refugió y seguro sintió su amor: por eso volvió con su saludo de agradecimiento. Liliana Páez Silva, Bogotá, abril/2020.

Es una página conmovedora, poética y humana, ante lo hostil del mundo y la gratitud  hacia un humano salvavidas. Ella (pensemos que era una hembra) lo entendió y regresó agradecida, para encontrar la muerte. La solidaridad de sus hermanas golondrinas, la impotencia del rescate y el abandono de la muerte arrugan el alma del lector. Inés Blanco, Bogotá, abril/2020.

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Una guerrillera de 16 años

lunes, 10 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

En enfrentamiento del M-19 con la policía quedó eliminada, en oscuro túnel de Bogotá, una pareja que no temía a las balas de la ley. Se dijo que entre los dos existía un pacto suicida. La policía informó luego que había tenido que acribillarlos por no obede­cer la orden de rendirse.

Sea lo que fuere, y para el caso es lo mismo, allí quedó cubierta por su misma sangre una muchacha de 16 años. Aparecía como una mujer anó­nima por no llevar papeles de identi­ficación, y ni siquiera se suministró su posible edad. Y era que la frágil criatura estaba ahora desfigurada, chorreante de sangre y hecha jirones por la balacera. No se asemejaba en nada a un ser humano y menos, muchísimo menos, a la dulce niña que le correspondía serlo en la dorada edad en que todavía no son posibles las pesadillas.

Pero ella cambió el camino lógico del plantel educativo y del alegre discurrir de la juventud inocente, por el frenético y endiablado de las armas y la insurrección. En alguna vuelta del camino se prendió al compañero se­ductor, el que nada bueno podía ense­ñarle si ya había vulnerado la des­prevenida doncellez de quien apenas estaba abriendo los ojos a la vida. Puso en sus manos infantiles el arma vo­luminosa y antes le inoculó veneno contra la sociedad.

Y ella, la pobre doncella violada en su destino de mujer y en la paz de su mente asalta­da, voló por las rutas de la locura… Quedó cercada en el túnel sin salida, como el que ella misma se había buscado. Prefirió el llamado de la insensatez al ruego clamoroso de la madre que se esforzaba por no perderla.

Hoy la madre atribulada, una más de las que tienen que cubrir con sus lágrimas el camino torcido de la ju­ventud errátil, choca contra un cuadro aterrador. Las lágrimas se secarán en sus ojos de tanto pensar en el drama de esta guerrillera, ¡su propia hija!, que escogió la muerte por no ser dócil. Es una guerrillera de 16 años, y más parece un juego infantil que algo cierto.

Ante los ojos del país queda chorre­ando este cuadro infamante de la pequeña colegiala que se sumó a la guerrilla sin saber en qué consistía. Sabría, cuando más, de la naciente sensación amorosa, pero le faltaron guías para orientar las pulsaciones del corazón. Desorientada y trémula, ig­norante y frustrada, se fue con el que primero se lo propuso. Después de hacerlo, también era fácil empuñar la metralleta, si su héroe sería su maestro.

Acaso pase inadvertido este caso entre tanto episodio de sangre, lá­grimas y destrucción que conmueve al país. Pero no es un hecho cualquiera. Es la sociedad la que produce estos delincuentes que después llamamos monstruos. El germen puede repro­ducirse en cualquier hogar que no sepa formar la juventud.

Entre los captu­rados figura, sin nombre propio, y tampoco es necesario que lo revelen, el hijo de un almirante de nuestra Ar­mada. Los hijos, después de acos­tumbrarse a vivir sin padres, son capaces de todo. Los lujos, las extra­vagancias y la falta de disciplina los harán rebeldes. Y frustrados, que es peor. Cuando se van de las manos, ya no será posible recuperarlos.

La Patria, Manizales, 30-IX-1980.
El Espectador, Bogotá, 8-X-1980.

*  *  *

Comentario:

Yo tengo algo que de alguna manera es también suyo. Usted escribió una columna en El Espectador el 8 de octubre de 1980. Me impactó tanto, que la tuve seis años rondándome la mente, sabiendo que no me desprendería de ella hasta que escribiera una novela sobre el episodio que cuenta. En 1987 la escribí, y desde entonces, muy contento y realizado, la escondí en mi biblioteca. El  epígrafe de la novela es su columna, que para el lector avisado ha de permitirle comprender el texto que por lo demás es ahistórico: no tiene personajes con nombre, ni lugares, ni fechas.

Solamente una persona, la escritora Sonia Truque, la leyó en aquella época, por encargo profesional de darme un concepto. Ahora que lo he reencontrado a usted en las páginas de El Espectador, he pensado que la otra persona que debe leerla es usted, de alguna manera coautor. ¡La novela más leída del mundo! ¡Va a completar su segundo lector en veintiún años! Luis Carlos Domínguez, Bogotá, 29 de septiembre de 2008.

 

Navidad, tesoro perdido

sábado, 8 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Una revista bellamente editada ofrece una Navi­dad en colores. Todo cuanto pueda apetecerse en el mundo revolucionario de la tecnología del juguete allí se encuentra. Trenes airosos se deslizan sobre caminos magnéticos, con penachos de atractivos mo­vimientos y arriesgadas maniobras. Muñecas primorosas, simulando las formas más atrevidas de la co­quetería femenina, que hablan y ríen y caminan, sal­tan aquí y allá como princesas hechizadas. Veloces motocicletas, todavía en miniatura, gracias a Dios, pero provistas de todos los señuelos del planeta fre­nético que nos está tocando vivir, provocan los de­seos reprimidos del pequeño travieso de la casa que sueña ser, como sus amigos volantones, un acróbata suicida.

Se pasan hojas y más hojas de la revista. Y se si­gue descubriendo un mundo movido por cuerdas in­visibles y soplos eléctricos. Pistolas automáticas desocupan sus depósitos de balas con la rapidez del oeste legendario, y es posible que el pequeño se sienta ya héroe perdonavidas a quien hay que correr­le. En otro ángulo aparece la escuadra de peligrosos buques guerreros, prontos para la invasión –como su­cede en la realidad con las flotas de los Estados Uni­dos que avanzan sobre Irán–, juguetería que causará emociones con sólo accionar una pila y que producirá destrozos y masacres, por fortuna imaginarios, aun­que incitadores de ocultos instintos.

Revólveres, carabinas, tanques destructores, aviones mortíferos, presentado todo con naturalidad desconcertante, cautivan la atención juvenil y ense­ñan los caminos de la violencia. Los jóvenes de hoy no quieren desentonar dentro del artificioso universo del juguete mecanizado que nos trajo la falsa civiliza­ción. Aspiran no sólo a lo más pomposo sino también a lo más perjudicial, sin interesarles de dónde ni có­mo saldrá el dinero para adquirirlo. El alma limpia del juguete de antaño está hoy carbonizada por el modernismo.

Y el angustiado padre de familia, que haciendo esfuerzos sobrehumanos logró ponerse al día en las cuotas escolares y que se siente asfixiado entre deu­das y carestías, se descorazona ante tanto brillo inútil y tanta extravagancia dañina.

Estos diciembres desteñidos e insulsos para los adultos, pero excitantes para los muchachos, dejaron de ser una fiesta hogareña para convertirse en una algarabía mercantil. Por eso las revistas y las vitri­nas lanzan sus artículos con ostentación, para succio­nar los precarios presupuestos familiares.

Los nuevos tiempos sacrificaron la inocencia de las navidades y les robaron su encanto. La sana ale­gría de los diciembres desenvueltos se deshizo entre las ficciones de esta época ligera que atropella la vida y asalta el bolsillo. Hoy ya no nace el Niño Dios por­que el mundo no quiere recibirlo: dejó acabar el musgo y no encuentra calor para albergarlo Las hu­mildes pajas del pesebre se trocaron por el oropel de la vanidad.

Sobre el alma pura de los niños no se de­rraman caricias sino paquetes deformadores de la personalidad. El juguete ya no es sencillo y didácti­co, sino complicado y turbulento. Y la mente del ni­ño, así maltratada, adquiere resonancias bélicas.

Ante este panorama deformado tiene que atri­bularse el hogar pobre –la mayoría de las familias co­lombianas– y permanecer adolorido cuando los hijos también esperan, como los ricos, un diciembre fas­tuoso. La moda, por más inaceptable que sea, es contagiosa y pocos se libran de su influjo. La capacidad económica del colombiano común, reducida to­dos los días por alzas incontenibles, no permite la vida decorosa, menos el derroche de los diciembres mercantilistas.

Y mientras en las residencias opulentas se com­placen con largueza hasta los deseos más desmedi­dos, y los padres de escasos recursos deben sacrifi­car su tranquilidad y su peculio para que los hijos re­ciban algo, una legión de seres castigados por la suerte recorren las calles y tiemblan de frío y hambre en medio del bullicio decembrino. Para ellos no al­canzará el Niño Dios.

Se dice de tres millones de niños colombianos que trabajan por necesidad. Lo hacen en oficios hu­mildes, duros, torturantes, a veces sórdidos. Para ellos tampoco llegará el Niño Dios, porque la alegría se les fue del corazón. Y muchas familias no tendrán tiempo ni motivo para acordarse de que están en di­ciembre.

¡Pero no! El Niño tiene que venir. Y que no sea un niño triste ni solitario. Lo necesitamos para que nos alegre, para que se compadezca de Colombia. Si las costumbres se distorsionan hasta el extremo de cambiar el musgo por la guerra, y ya no se baten bu­ñuelos y natillas, ni se congregan y se reconcilian las familias, ni los pequeños retozan con las alegrías simples de otros tiempos, hay que abrirle las puertas al personaje desterrado. Recorrerá los caminos desolados por terremotos y miserias, visitará hospitales y hospicios, reirá con las viudas y los huérfanos y se acostará con los desheredados.

Y se olvidará del menosprecio con que lo trata la humanidad, comprometida como se halla en guerras y ren­cillas, en boatos y vanidades, y sin tiempo, por eso, para encontrar la paz de la conciencia. Ojalá los hombres no terminen apagando la luz de Belén.

El Espectador, Magazín Dominical, Bogotá, 23-XII-1979.
Aristos Internacional, n.° 26, 26-XII-2019, Torrevieja (Alicante, España). 

Comentarios
(Navidad de 2019)

Muy buena crónica. La radiografía de la Navidad actual está muy clara. Para colmo, el Niño Jesús ha sido desplazado por Papá Noel. Como bien dices, se perdió la inventiva de los pequeños, con la llegada de fabulosos juguetes. Recuerdo los tiempos en que los chicos hacían carritos  con las  cajas de bocadillo y las ruedas se armaban con latas de cerveza. Armaban con tablas viejas, o con unas que salían del bolsillo de papá, una especie de patineta y hasta barcas con mitades de canecas metálicas, que utilizaban en el riachuelo. En mi niñez, fabricaba las muñecas de trapo con los retazos de la canasta de costura de mamá. Bueno, son remembranzas de tiempos idos. Elvira Lozano Torres, Tunja. 

La descripción de las navidades actuales es tal como está en el escrito, lastimosamente. Nuestras navidades conservan la esencia de la luz de Belén y las disfrutamos en familia sin grandes pretensiones económicas, sino centrados en el amor, que hace que sean “un estado del alma”. Liliana Páez Silva, Bogotá.

Así es. Tristemente la Navidad se ha convertido en un verdadero y cruel negocio para satisfacer los irrefrenables deseos de los niños de hoy. La sociedad ha cambiado, las costumbres también, y debiera optarse por un regalo sencillo y necesario, poniendo de presente que, en la mayoría de los casos, el dinero no alcanza ni es posible satisfacer esos pedidos estrafalarios y agobiantes. Esa actitud sería parte de la formación que los padres están obligados a dar a sus hijos: si no hay dinero y ellos no razonan, habrá que explicarles amorosamente que un pantalón y una camiseta o un suéter son un lindo y útil regalo, así los demás se llenen de cosas inútiles, costosas e innecesarias. Inés Blanco, Bogotá.

Esta columna es la resonancia perfecta de la Navidad actual y el lamento justo por lo perdido de la celebración de antaño, esa que nos correspondió disfrutar en nuestra bella y lejana época. Gustavo Valencia García, Armenia.

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