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La Ley Caicedo

jueves, 10 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Breve fue el paso Juan Martín Caicedo Ferrer por el Ministerio del Trabajo. En sólo siete meses, de junio a diciembre de 1986, logró estructurar medidas de largo alcance. Orientada su administración por el sentido productivo y dinámico de la empresa privada, de donde él provenía como presidente de la Federación de Comerciantes, trajo a su dependencia un saludable aire de renovación. Se halló con un ministerio anquilosado; con una institución en crisis desde cincuenta años atrás, que no ha evolucionado con la misma velocidad con que la sociedad contemporánea ha creado nuevos entes sociales.

Colombia ha permanecido estática en sus respuestas a las angustias de la comunidad y apenas ha colocado paños de agua tibia sobre las grandes dolencias nacionales. Carecemos de legisladores audaces que sepan interpretar y solucionar los males que afligen a la población. Con un código laboral expedido hace más de treinta años y con leyes tímidas y contradictorias, en las que naufragan las mejores esperanzas, es imposible encontrar los cami­nos de la rehabilitación.

Con un Ministerio de Trabajo que en la atención de los conflictos laborales copa el 80% de su capacidad y carece de tiempo y de mecanismos para procurar el empleo de los colombianos, es ilusorio todo intento de reivindicación de las clases más necesi­tadas.

Una de sus principales preocupaciones fue la moderni­zación de las instituciones laborales para acoplarlas al requerimiento de la época actual. Dejó en camino la ley 01 de este año que concede facultades extraordinarias para imprimirle al ministerio una eficiente organización. Su mayor conquista está plasmada en la ley 71 de 1988, mediante la cual se ordenan incrementos justos para las pensiones de jubilación y se dictan otras importantes medidas. De esta manera las pensiones dejan de devaluarse año por año como venía ocurriendo.

Se asegura así un avance significativo en el apoyo de la tercera edad, uno de los sectores más ignorados y sufridos del país. La ley 4ª de 1976, promulgada en el gobierno del doctor López Michelsen, trajo un alivio notable para los jubilados, pero no suficiente. Se da ahora, con la lla­mada Ley Caicedo, un paso fundamental para la justicia social.

También se consagra en dicha norma la pensión de ju­bilación para quienes acumulen 20 años de aportes en cualquier tiempo a las cajas de previsión o al Institu­to de los Seguros Sociales y lleguen a los 60 años de edad en el caso de los varones y a los 55 en el de las mujeres. Esto permite, por primera vez, la concurren­cia del tiempo servido en la empresa oficial y en la privada, para proteger la época de la vejez con un au­xilio económico que proporcione mayor tranquilidad en el final de la vida.

Es mucho lo que se progresa con la Ley Caicedo. Se ha dado un salto valeroso para buscar en el futuro nuevos mecanismos de defensa para quienes han hecho del trabajo asegurado su mejor justificación humana. Nunca serán demasiados los incentivos que se establezcan para la edad adulta, porque ella, como ocurre en países avanza­dos del mundo, es el soporte de la familia y la genera­dora de equilibrio, experiencia y sabiduría para que el mundo camine mejor.

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Entusiasma que el doctor Juan Martín Caicedo Ferrer aspire ahora a la Alcaldía de Bogotá. Sus realizaciones tanto en la empresa particular como en el alto Gobierno de la Nación, que son elocuentes, se convierten en su mejor carta para comprometerse en esta gerencia gigante que es el mando de la capital de Colombia, territorio caótico y maltratado que reclama mejor suerte.

El Espectador, Bogotá, 4-XI-1989.  

 

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Reflexiones laborales

martes, 1 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Mucho es lo que ha avanzado el país en seguridad laboral. Cincuenta años atrás, en el primer gobierno del doctor Al­fonso López Pumarejo, apenas se daba el primer impulso serio a las prestaciones sociales. El traba­jador colombiano era, a comien­zos del siglo, un gran desprote­gido. No se conocían entonces los institutos de medicina laboral, ni el auxilio de cesantía, ni el régimen de jubilación, ni la diver­sidad de amparos que hoy hacen más amable la permanencia en las empresas.

Con el paso del tiempo se fue­ron incrementando, sobre todo por la presión de los sindicatos, las ventajas en el trabajo. El capital, que no siempre cumple su función social y que suele ser indolente y explotador, aprendió a humanizarse. La época de la esclavitud se distanciaba cada vez más conforme los patronos en­tendían que, para progresar, necesitaban de la fuerza del hombre. Pero de una fuerza consciente y digna, que es la que permite la prosperidad industrial. Las entidades, sin la colaboración del hombre, serán apenas moles de cemento vacías de trascen­dencia humana, por más gua­rismos que produzcan.

Con todo y la proyección labo­ral que el presidente López Pumarejo concibió en sus dos gobiernos, varias de sus estra­tegias se debilitaron con el tiempo. Las pensiones de jubi­lación, por ejemplo, al quedar congeladas perdían poder económico a medida que se deterio­raba la moneda, hasta el extremo de convertirse, por el inevitable desgaste de los años, en sumas insignificantes. Fue preciso que corriera mucho tiempo para que el sistema fuera modificado, esta vez en el mandato del doctor Al­fonso López Michelsen, quien promulgó el actual Estatuto del Pensionado, herramienta de verdadero avance que estableció el mecanismo automático de reajustar, año por año, dicha renta.

No obstante, los aumentos a las pensiones se sitúan muy por de­bajo de los índices de inflación y en tales circunstancias la pres­tación sufre en pocos años no­table desmejora.

Para lograr la debida equidad y buscar mayor justicia para la tercera edad (programa que en naciones avanzadas como Suecia ocupa lugar prioritario dentro del régimen social), lo indicado sería que el factor de incremento de las pensiones fuera similar al de­cretado para reajustar los sala­rios.

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Otro punto débil en la legisla­ción actual, que representa evidente injusticia para los em­pleados que se retiran con el tiempo de servicio cumplido pero sin la edad legal, es el que tiene que ver con la forma como se li­quida para ellos la pensión. En estos casos se toma como base el salario que se dejó atrás, como si la moneda no hubiera tenido ninguna desvalorización durante el tiempo transcurrido. Si el receso ha sido considerable, mayor será el impacto.

Esta falla debe corregirse. Lo lógico y lo justo es que aquella base salarial sea actualizada progresivamente con los índices de inflación, de tal manera que la persona se pen­sione con la realidad económica que tenga el último cargo que había desempeñado.

Diferentes medios de comuni­cación han denunciado las injusticias que se cometen con los jubilados del país. Las cámaras de televisión mostraron la dureza a que son sometidos quienes se acercan, casi mendicantes, a re­cibir su mesada en el Seguro Social y deben formar en la noche una cola infamante que a nadie parece conmover.

El país se ha olvidado de los ancianos, y las empresas de quienes les sirvieron con lealtad en otras épocas. La sensibilidad social ha desapare­cido. Es preciso reflexionar sobre la importancia del hombre como creador del trabajo, y sobre la obligación de la empresa de protegerlo en el ocaso de su existencia.

El Espectador, Bogotá, 1-X-1987.

 

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Pensión a los 60

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Las mujeres, que quieren tanto sus años, han sido las primeras en protestar contra el proyecto del Gobierno de elevar a 60 años la edad para el disfrute de la pensión de jubilación. Piensan ellas que una década en estas alturas de la vida, cuando la cuesta del calendario se torna más empinada y azarosa, es demasiada ofrenda para ayudar a re­solver el desequilibrio financiero del país.

Es un esfuerzo exagerado que no están dispuestas a realizar. Los autores del proyecto no tuvieron el cuidado de reflexionar, a la luz de elementales miramientos femeninos, en qué terreno espinoso se iban a meter. Lo que más afecta a la mujer es la edad y de ahí los supremos esfuerzos que ella realiza para engañar el paso inevitable del tiempo a base de cosméticos, gim­nasias, drogas rejuvenecedoras y men­tiras.

Aumentarles en diez años la entrada al ocio remunerado, y todo porque las finanzas públicas se han manejado a la diabla, es lo mismo que condenarlas a terrible senectud. Hoy la mujer colombiana se siente más vieja que en los gobiernos anteriores y por eso se pone en pie de combate para defender sus conquistas laborales.

A los nombres se les pide un sacrificio menor, en apariencia. El límite de edad subiría para ellos en cinco años, al correrse también a 60 lo que ahora está en 55. Pero como para los varones el tiempo cuenta el doble, por cierta similitud con la guerra, desde ya, con el solo anuncio de la pretendida reforma laboral, se sienten destrozados. Calcu­lan ellos que si el límite de superviven­cia masculina difícilmente supera en Colombia los 60 años, el Gobierno les está decretando la jubilación para el cementerio.

Al nivelarlos en esta prestación con las mujeres, suprimiendo de paso un raro privilegio femenino (mucho se habla hoy del machismo), no se les está concediendo una gracia sino im­poniéndoles una carga. Por eso, se rebelan también contra esta extraña manera de arbitrar recursos, o mejor, de enderezar entuertos, con la inmolación de los años otoñales.

Sometido el hombre en nuestro país a toda clase de desgastes por razón de los impuestos, las carestías y el exceso de tensiones, a los 60 años se llega jorobado y mal­trecho, tanto física como emocionalmente, si es que en realidad se ha contado con suerte.

Puede que la mujer sea todavía joven a la misma edad, pero en cambio el varón parece a veces un desecho humano, agobiado por infinitas calamidades. Este, como contrasentido, es el año dedicado por el Gobierno a la tercera edad.

En otros países, sobre todo de Eu­ropa, la persona corona en buenas condiciones físicas y síquicas la cumbre de los 60. Y es que allí los sistemas de vida son más sanos, y la supervivencia hasta edades avanzadas es un hecho normal. En Colombia, la ancianidad se ha tornado prematura.

El desequilibrio presupuestal de la Caja Nacional de Previsión Social, que trata de corregirse con esta reducción de derechos, no se solucionará im­pidiendo la entrada de nuevos pensio­nados. El mayor deudor de la Caja es el propio Estado al no atender las cuotas pensionales a cargo de los municipios, los departamentos y la nación. ¿Será justo, entonces, que el déficit lo paguen los ancianos?

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La otra cara de la medalla está en ciertos organismos donde se jubilan viejitos de 45 años. Este extremo re­presenta, como es obvio, un lastre económico que debe enmendarse para no incurrir en los estados de quiebra que acarrea la sobredosis prestacional.

Los 55 años son el justo equilibrio, dentro del medio colombiano, para ingresar a la paz dorada de la tercera edad. El hecho de que a esa edad el hombre sea todavía productivo no le disminuye el derecho a gozar del descanso después de muchos años de actividad.

En otras partes del planeta se podrá ser joven a los 80 años, pero aquí a duras penas pasamos la barrera de los 60. Legislar no es otra cosa que interpretar las características ambien­tales. No sigamos esquemas distintos a los nuestros y así las leyes nos saldrán mejor elaboradas.

El Espectador, Bogotá, 27-IX-1984.

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La conferencia de Marín Bernal

martes, 11 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El Club Rotario de la ciudad, a cuya cabeza se en­centra Jairo Nieto Arias, y que está secundado por Josué López Jaramillo en la vicepresidencia y Ariel Tobón Montoya en la secretaría, es una institución dinámica y pensante que se viene anotando rotundos éxitos al traer a su escenario a personajes calificados del acontecer nacional. Cuenta el Club con otro puesto importante, el de canciller, ocupado por Jorge Arango Velásquez. Es él pregonero de sucesos e inventor de ocurrencias, que lleva distracción a las asambleas y les imprime, con gracia y buena chispa, un tinte especial que disminuye la rigidez tan propia de estos organismos.

Dentro de este ambiente tuvimos oportunidad de escuchar en días pasados los  planteamientos del doctor Rodrigo Marín Bernal, hasta hace poco ministro de Trabajo y ahora precandidato conservador a la Presidencia de la República, sobre el debatido Plan de Integración Nacional.

Las palabras del conferenciante, tanto por su autoridad como por ser uno de los autores de esta estrategia, merecen ser oídas con atención.

Saliéndose del marco puramente económico, Marín Bernal trató temas del mayor interés en el campo social, que domina como estudioso preocupado del actual proceso colombiano. Su reciente experiencia en el Ministerio de Trabajo, el que dicho manejó con equilibrio y eficiencia, le permite hablar con propiedad y buenos alcances sobre tópicos sobresalientes del engranaje social.

En el campo de la seguridad social se refiere al agudo déficit que pesa sobre las entidades dispensadoras de los servicios y que representa hoy la alarmante cifra de $50 mil millones. El Seguro Social, desnivelado desde hace muchos años en sus reservas, acrecienta su desequilibrio financiero por ser el Gobierno Nacional el principal deudor del sistema.

Cuando fallan los presupuestos para la protección de la salud y, en el caso del Seguro Social, para cubrir riesgos prioritarios como los de invalidez, vejez y muerte, cuyos fondos registran un déficit de $26 mil millones, se resiente la estructura social del Estado.

En opinión del doctor Marín Bernal, habrá que crear otro impuesto para que el país logre cumplir sus progra­mas para con la comunidad. Medida impopular, desde luego, que no se abriría campo cuando es el Gobierno el contribuyente más incumplido.

El tema de los empleados marginales (servicio doméstico, vendedores de loterías, comerciantes callejeros, choferes particulares, lustrabotas, voceadores de periódicos, entre otros) es preocupante. Esta  población representa el 46% de la fuerza laboral activa del país y se halla desprotegida de las garantías de que gozan los trabajadores organizados.

El régimen de prestaciones sociales, que se sale ya de las casillas del Código Laboral para pasar a la nego­ciación particular con las empresas, representa una dispersión del salario real. El país busca fórmulas para llegar al salario integral, el que incrementaría los ingresos mensuales mediante la supresión de una parte de las primas semestrales, de antigüedad, nacimientos y vacaciones, y una serie de partidas adi­cionales que distraen el verdadero salario. Para esto se necesitaría un gran acuerdo nacional.

La cesantía no cumple su finalidad de proteger a la persona cesante. Se abusa de las liquidaciones parcia­les, concebidas para adquirir vi­vienda o mejorarla, y que se destinan en muchos casos a gastos de consumo. El desempleo y el subempleo son frenos para la acción social de los Gobier­nos.

Colombia no rinde en lo económico, porque está acostumbrada a la ociosidad. No hay espíritu de produc­ción. Es el país con más fiestas. El acuerdo buscado para suprimir unas fiestas y trasladar otras a los sábados, con incremento inclusive de los días de vacaciones, ha fracasa­do porque las centrales obreras piden el traslado a los días lunes. Aquí sobra cualquier comentario.

Las inquietudes del doctor Marín Bernal despiertan interés. Defiende la filosofía del Plan de Integra­ción Nacional y lo considera necesaria para el desarrollo del país. Otros, sin embargo, no opinan lo mis­mo. Uno de los asistentes preguntó si el Plan no correría la suerte de los anteriores y recordó que cada Gobierno dejaba montada una estrategia que se desvanecía en el Gobierno siguiente. El debate de las ideas es, de todas maneras, provechoso.

La Patria, Manizales, 29-X-1980.

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Guerra de tachuelas

martes, 4 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Todavía hay gente que considera que con tachuelas se va a apoderar de Colombia. Los revoltosos que pretendieron alterar la normalidad del país con el mal llamado paro cívico, acudieron al rudimentario procedimiento de regar las calles con toda clase de elementos punzantes para frenar el ritmo del país. Se olvidaron de que por encima de los propósitos descabellados subsiste y subsistirá la sensatez del pueblo que no se equivoca en preferir la paz.

Es absurdo comprometer a los colombianos a que secunden la violencia con el pretexto de la carestía de la vida y de disfrazadas voces de rehabilitación social, cuando lo que se busca en el fondo es implantar la anarquía. Sin desconocer que existen factores de intranquilidad ciudadana derivados de la compleja situación económica que afecta el equilibrio de los hogares, no son los caminos más adecuados para lograr ese objetivo los de la revuelta y el saqueo.

Las centrales obreras convocaron a un paro cívico y se fueron a él sin escuchar la inconformidad ni de sus bases ni de la opinión sana del país que desde el principio se negaron a apoyar extremismos que ninguna solución habrían de aportar para las dolencias del pueblo. Mal puede abusarse del rótulo de cívico a un movimiento donde no está representada la voluntad soberana de los colombianos y donde sus únicos prosélitos son unas masas de inconformes por oficio que no logran basarse en ninguna ideología para hacerse valer.

Sus intenciones, siempre subversivas y jamás aportantes de verdaderas soluciones, buscan a como dé lugar revolver los cimientos de la sociedad y acuden para ello al grito, la trifulca, el pillaje, el incendio o la mortandad pública para impresionar al pueblo que todavía distingue a los agitadores siniestros.

Esta vez, cuando el país rechazó la invitación y le dijo no a los intentos suicidas, protagonistas del desorden que siempre estarán infiltrados en las filas de cualquier bandera laboral o social trataron de empujar a los colombianos a la revolución, pero se olvidaron de que el pueblo es capaz de moverse por encima de las tachuelas.

El ritmo del país no se frena sembrando las calles de obstáculos y desinflando las llantas de los vehículos. Ya se vio, una vez más, que la mayoría de los trabajadores, aun con dificultades, llegó a sus sitios de trabajo. Es admirable cómo este pueblo que se levantó como un solo hombre para tumbar la  dictadura, cuando realmente se requería el vigoroso empuje cívico, también se detiene y reflexiona cuando líderes irrespon­sables y personalistas lo invitan a revoluciones sin sentido.

Y es que por encima de las bravuconadas de ciertos líderes, y por más piedra y tachuelas y muertos con que inunden las calles, estará vigilante el instinto de conservación. Ese instinto, que es tan característico del colombiano, es el fiel de la balanza que se mueve en la conciencia del país para frenar los propósitos incendiarios.

La garantía que los ciudadanos tenemos en las Fuerzas Militares cuando estas salen a las calles a reprimir los desbordes de la sinrazón, parece no ser tomada en cuenta por los protagonistas de las subversiones, que se creen dueños del país.

Si como epílogo doloroso, que todos lamentamos, quedan algunos inocentes que pagaron con su vida una aventura que fracasa otra vez, y daños materiales causados por quienes se denominan autores de la rehabilitación social, es conveniente meditar frente a estos siniestros en la urgencia de buscar una sociedad más digna, más igualitaria y menos angustiada, pero no por senderos violentos.

Las tachuelas, por frágiles que sean, deben ponemos a pensar que son esguinces que martillan la conciencia y tienen poder de penetración.

El Espectador, Bogotá, 21-IX-1977.

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