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Archivo para septiembre, 2011

El Quindío también pide

viernes, 30 de septiembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Siendo el departamento más reducido en kilómetros, es de las regiones que más divisas le producen al país. En el Quindío se vive en función de café, producto que gravita en tal forma en la mentalidad de su gente, que no obstante los reveses de los precios internacionales y las zozobras de las cosechas, la actividad representa el 90 por ciento de la economía regional.

 El Quindío posee una definida vocación cafetera, que no se muestra dispuesto a modi­ficarla a corto plazo. El con­cepto de la diversificación no encuentra fácil arraigo en el quindiano, cuando sabe que el café ha sido su tradicional me­dio de subsistencia. Tierras pródigas por excelencia para este cultivo, producen el mejor café suave, con renombre en los mercados internacionales. Puede decirse que no existe aquí un solo tramo de tierra ociosa. La gente defiende esta tradición recibida de sus an­tepasados que a golpe de hacha descuajaron montañas para descubrir riquezas.

 Hoy por hoy el Quindío aporta una alta cuota de prosperidad cafetera. A cambio de su contribución, poco es lo que le pide al Gobierno. En estos días las fuerzas vivas del depar­tamento iniciaron una ­ campa­ña para solicitar la sede principal del Banco Cafetero, dentro de los programas de descentralización trazados por el Gobierno. No existe, por cierto, otra región con mayores méritos para aspirar al trasla­do de este instituto crediticio. Se piensa, con fundado optimis­mo, que si el Quindío es, proporcionalmente, la zona más productora del grano, con el mayor índice de densidad de la tierra, y que si el café es la base fundamental de su desarrollo, es apenas justo que sea atendida la petición.

 Los quindianos buscan, con razón, una mayor injerencia en las politicas cafeteras, si tal es su especialidad. Y lo que es un anhelo, se convierte al propio tiempo en un compromiso y en un reto, si de lo que se trata es de explotar nuevos recursos para el engrandecimiento de la patria.

 Armenia, una ciudad que progresa a un ritmo desconcer­tante, está capacitada para albergar la sede del Banco Cafetero. Habría, desde luego, iniciales dificultades, pero ellas desaparecerían en la medida en que se ajustara la idea.

 Este departamento, ayer víctima de la violencia y hoy en vía de superación, necesita un especial miramiento. Región, como ya se dijo, de eminente tendencia   cafetera, debe buscar, adicionalmente, un derrotero industrial. Cuando logre entreverar, con el grano, los resortes de la industria, no hay duda de que será una de las zonas más poderosas del país, dadas sus especiales con­diciones geográficas y poten­ciales. Gira su economía alre­dedor de las cosechas, presentándose como consecuencia un alto índice de desocupación en los intervalos vegetativos.

 Es una economía cíclica que crea el gravísimo problema social de la población trashumante que llega de los departamentos vecinos para reforzar la capacidad obrera en las épocas de cosecha. Es un fenómeno de inestabilidad y de traumatismo para esta familia rodante. En los campos hay insalubridad.  Pululan los vicios, al abrigo de un medio ambiente influido aún por la violencia, pero sobre todo por la falta de oficio.

 El Quindío, en resumen, da, pero ahora pide. Espera que la llegada del Banco Cafetero signifique una inyección de progreso. Y antes que el trasla­do en sí, reclama poder decisorio, que es lo fundamen­tal. Ese mayor influjo de la periferia en los destinos del país será el verdadero sentido de la promesa presidencial. La sola corrida de las entidades, si no va acompañada de beneficios tangibles, antes que procurar soluciones, entra­baría la marcha de las entida­des y traería perjuicios a los sectores, con dificultades de vi­vienda, de espacio, de locomoción, fuera de los propiamente humanos para el personal trasladado.

 Ojalá el actual entusiasmo con que los políticos y las personas representativas de los diversos estamentos se han unido para solicitar al señor Presidente de la República la sede del Banco Cafetero, perse­vere para otras inquietudes de beneficio común, como, por ejemplo, la de resucitar el aeropuerto El Edén, terminado e inaugurado el año pasado y que luego quedó inactivo después de unos vuelos irregulares, por falta de apoyo de las empresas de aviación. Es una pista bien construida, en sitio muy apto y con superiores condiciones de seguridad que las de no pocos aeropuertos del país. Pero se ha convertido en el momento en un bien vacante, con un costo muy elevado.

 El Espectador, Bogotá, 10-V-1975.

 

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La Iglesia del símbolo

miércoles, 28 de septiembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Es difícil comprender en nuestros días la fe de los primeros cristianos que, con una sonrisa, se en­caraban al peligro sin importarles sacrificar la vida en defensa de sus ideales. Con esa llama interna avasallaron al mundo. Quedan hoy, como vestigio de una raza valerosa que hizo tambalear poderosos imperios, las ruinas del Coliseo Romano donde fue­ron sacrificados miles de creyentes que pagaban el tributo que le rendían a su Dios. Penetraban al imponente y temible escenario en huestes ordenadas, con el pecho listo para el sacrificio y un cántico en los labios.

Proliferaban en el mundo las llamadas religio­nes paganas, que no adoraban al Dios de la Biblia, sino que cada una tenía su propia divinidad, cuando apareció la religión católica. Resulta sorprendente el surgimiento de esta iglesia que nacía de la nada y que no llegó a significar siquiera un temor para los otros cultos, numerosos y fuertes, que se dispu­taban la supremacía de aquellos tiempos, si bien entre ellos mismos no se observaban grandes dife­rencias de principios, tolerándose inclusive la co­existencia de templos y de dioses que se erigían en Atenas o en Roma sin ninguna restricción.

Con el correr de los días se impondrían las doc­trinas de los seguidores de Jesús de Nazaret. Las gentes que creían en ellas eran cada vez más nutri­das, y eran toleradas, hasta que tiranos como Calígula, temibles por su furia, se sorprendieron con la presencia de estos sencillos hombres, y arremetie­ron contra ellos.

La nueva religión se apartaba de la esencia materialista que era el signo de la época, para proclamar la parte espiritual del ser y la creen­cia de un solo Dios verdadero. Los demás no pasa­ban de ser ídolos de barro. Aventurado empeño el de estos hombres que se resistían a reconocer deidades tan afianzadas como la de Zeus, el padre de los dioses, según la mitología griega, o la de Apolo, en cuyos altares se depositaban ofrendas para pro­tegerse contra las desgracias y salvar el alma.

Los cristianos hablaban en voz baja de un ju­dío que hacía milagros. Se levantaba, en la sombra de las cuevas, una iglesia silenciosa que conseguía más adeptos con la palabra convin­cente y el ademán humilde. Las otras religiones, caracterizadas por la violencia, por la bizarría de las espadas y por el ímpetu de las guerras, no cre­yeron que la secta que entonaba cán­ticos en las catacumbas y dibujaba frágiles fi­guras como la de una paloma o un pavo, símbolos de la paz y de la eternidad, pudiera competir con la bravura de los armamentos y la fastuosidad de otros dioses. Las enseñanzas del judío de Nazaret se tomaban más como supersticiones, con un fondo de locura, que como un credo que pudiera merecer cuidado.

Pero poco a poco la nueva agrupación se convir­tió en un reto. Era una amenaza que conspiraba contra el poder público. Con asombro se veía que valientes soldados dejaban sus armas para seguir a un menudo hombre que enardecía multitudes sin más herramienta que la palabra inspirada, y la fe por un imperio que se pregonaba superior al de los ídolos paganos. Llegaron las persecucio­nes, con todos los horrores de una época desencade­nada.

La Iglesia, a través de los siglos, ha pasado por grandes crisis, tras de los actos heroicos que dieron comienzo al cristianismo. A más de no comprensi­ble por completo el valor de los primeros cristianos, se mira hoy su temple como algo insólito en medio del mundo desenfrenado en que tuvieron que luchar.

Un día aparecieron dos Iglesias cristianas, que si­guen subsistiendo: la occidental, con sede en Roma, y la oriental, en Constantinopla. Esta última, conocida como la ortodoxa griega, mantiene un gran ámbito de poder civil y no reconoce la autoridad del Papa como jefe de la cristiandad, no obstante que una y otra difieren muy poco en sus creencias.

Más tarde se suscitaría una aguda división en­tre pontífices y emperadores romanos, en disputa del poder civil, hasta protocolizarse la separación entre el este y el oeste, con divergencias posteriores que desembocarían en el «Gran Cisma» que partió la armonía. Los Papas de Roma se han sucedido con pocas disensiones, si bien no han faltado en el seno de la Iglesia momentos difíciles que han hecho zozobrar los fundamentos de los pri­mitivos cristianos.

No han estado ausentes, como en todo poder material (y recuérdese que la Iglesia llegó a ser muy rica), las ambiciones de prelados con afán de comodidades. Clérigos sueltos se preocupaban más por las cosas materiales que por las cru­zadas de la fe. Se olvidaban los votos de pobreza, castidad y obediencia, y se daba rienda libre a inde­bidos apetitos.

Y ha llegado la Iglesia, entre grandezas y con las debilidades del hombre, a este siglo veinte. Ha estado sometida a la prueba de los tiempos, a los conflictos de las generaciones, a la metamorfosis de las costumbres. Pero no obstante los grandes temporales, sigue flotando esta barca que empujaron aquellos sencillos y valientes hom­bres que, con una sonrisa en los labios, se enfrentaban a las fieras. La fe, con todo, no es la misma, y se ha debilitado en grado sumo. No se concebirían, en nuestros tiempos, ni las catacumbas ni el circo romano.

La Iglesia afronta tiempos duros. Se debaten controvertidos temas sociales y complejas cuestio­nes religiosas que golpean en la conciencia de los pueblos. Hay deserciones eclesiásticas, unas por ve­leidad, otras por convicción, otras por incertidumbre. El Papa amonesta a los jesuitas. Esta comu­nidad, que contaba con un enorme ejército de segui­dores, ve disminuidas las vocaciones.

Problemas como el de los anticonceptivos y el aborto son verda­deros enigmas para la conciencia. La gente se mue­ve entre la duda y la angustia y no siempre recibe la orientación que busca y necesita.

La crisis no solo es para la Iglesia Católica. Es la distor­sión de los valores morales. Y la Iglesia, en medio de esta marejada, procura no irse a pique. Hay sacerdotes de avanzada que entienden el cambio e interpretan los documentos conciliares, y otros an­dan desactualizados. Es la hora del choque, de la sorpresa espiritual. Hoy un sermón empalagoso no se resiste. Los fieles siguen a los sacerdotes moder­nos y buscan flexibilidad y comprensión.

Se ve renacer, sin duda con esfuerzo, para po­der contemporizar con esta época de evolución, una Iglesia moderna. Parece que el reto que se les presentó a los primitivos cristianos no difiere mucho con el que ofrecen nuestros días. El mundo —y esto es incuestionable—, por más que nade entre la fri­volidad, no podrá sostenerse sin la fe de aquellos hombres. Es preciso mirar más que a la Iglesia del ajuste, a la Iglesia del símbolo, a la que preserva la fe y la esperanza entre las vicisitudes de este mundo caótico que necesita de Dios.

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La Patria, Manizales, 6-V-1975.
El Espectador, Bogotá, 14-VII, 1986.
Aristos Internacional, n.° 39, Alicante, España, enero/2021.

Comentarios
(enero de 2021) 

Tema muy bien manejado. Hay tantas religiones hoy en día, cuando se comercia con la fe de la gente, que se han convertido en vil negocio y los adeptos parecen borregos en busca de que alguien ajeno a ellos mismos les garantice la paz espiritual. Inés Blanco, Bogotá.

La historia nos muestra esa búsqueda permanente del hombre por la espiritualidad en esa iglesia que es la que cada uno tiene como centro, y que muchas veces defrauda, no la institución como tal, sino quienes la dirigen y tienen fallas como humanos que son. Como católica defiendo mi Iglesia, ese templo que nos congrega a orar. Encuentro en ella paz, y me hace mucha falta en esta pandemia el poder frecuentarla. He tenido que centrarme en mi corazón, donde se encuentra esa paz que buscamos, “la Iglesia símbolo”. Liliana Páez Silva, Bogotá.

Para mí la causa, como lo anotas, es la pérdida de valores. Y sería más radical: priman los antivalores, imperan la soberbia, la riqueza, el poder a toda costa, la degradación moral. No existe la ética como rectora de la moral, no hay honradez, honestidad, rectitud. La palabra sagrada de otros tiempos ya no existe: hoy imperan el oportunismo, el protagonismo, la violencia, las guerras. Desapareció el amor. El mensaje de Jesús de Galilea –»Amaos los unos a los otros»– parece que se entiende como “Armaos los unos contra los otros”, como muy bien lo sostenía Cantinflas en su película Señor Embajador. Y lo más triste de reconocer es que algunos de esos valores se han extinguido en el seno de la Iglesia. Humberto Escobar Molano, Villa de Leiva.  

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Nilsa, mi vecina

lunes, 26 de septiembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Cuando llegué a mi casa se adivinaba un am­biente pesado. En los ojos de mi mujer había nubes de congoja. Al primer sollozo supe que Nilsa, mi vecina, había fallecido. La noticia apenas acababa de filtrarse en el barrio con sigilo pero bruscamen­te. En los portones se notaban grupos de damas sorprendidas que conversaban en voz baja. Al frente de mi casa está la de Nilsa, y la vi calmada y sin el menor signo de conmoción.

Todo había sucedido con la fugacidad de un sueño. Enfurecido como un ciclón, un bus había arrollado el frágil vehículo en que viajaba Nilsa hacia Cali, eufórica como la diafanidad que se re­gaba por el valle con destellos de vida. Día ardiente y esplendoroso. Pero día de fatalidad. En la mitad de la carretera, Nilsa debió sentirse de pronto aco­rralada y pequeñita cuando la guadaña apareció, esgrimida por manos monstruosas. Estos bárbaros del volante, Nilsa, no tienen entrañas. Tú, por for­tuna, ya perdonaste.

Tu vientre, de donde brotaron seis retoños, fue pródigo para fertilizar la vida y sumiso para entur­biar la muerte. Cumpliste a cabalidad el mandato bíblico de sembrar la simiente con el dolor de las entrañas.

Ayer, no más, se te veía pasear por el frente de tu casa cuidando las flores de tu jardín con el mis­mo celo con que acariciabas a Mónica, tu tierno amor de dos años, o a Diego Iván, que ya se siente todo un hombre porque tiene cuatro años. Y no du­des de que ambos son fuertes en medio de su pequeñez, porque te vieron partir sin fruncir el ceño. Quizá pienses, desde tu más allá, que yo exagero al pre­tender ponerles sentimientos de mayores a criatu­ras que todavía no entienden de brutales embesti­das. Puedes pensar lo que quieras. Lo cierto es que Mónica y Diego Iván, y también mi pequeño Gus­tavo Enrique, que corretea con ellos cazando mari­posas, sufren a su manera.

Ellos también saben de angustias, y se erizan con el rechinar de llantas, y se horrorizan con un hilillo de sangre, pero truecan pronto el dolor por una risa. Nosotros los adultos cambiamos a menudo la risa por el dolor. Los tres te vieron partir de tu casa y creyeron, de seguro, que tantas flores eran para acompañarte con ale­gría, nunca con pena. Mal pueden ellos comprender, y ojalá nunca lo comprendieran, que las rosas tam­bién lloran.

Tus otros hijos regaron con lágrimas la ruta por la que te condujimos en medio de un sofoco que se hacía denso como la propia solidaridad que se levantó al cielo queriendo que nos contaras qué habías sentido cuando la muerte se te vino encima, y qué sentías después cuando volabas por la atmós­fera con tus alas de eternidad. ¿Verdad que algún día nos lo contarás?

Alfonso, tu buen compañero, valiente y sensible a un tiempo, te siguió como el ángel fiel que necesita, a veces, volverse coloso para poder arrastrar las cadenas del mundo. Al levantar tú el vuelo, él se estremeció, porque lo habías heri­do. Se quedó inmóvil, en medio del temporal, como el roble que debe mantenerse erguido para prote­ger la naturaleza que lo circunda. Lloró, y tú sabes que los hombres lloran pocas veces.

Hace poco regresaste de tu viaje por Europa. Al lado de tu esposo viviste paisajes y emociones. Tus ojos llegaron henchidos de las maravilla del Viejo Mundo. Contemplaste paraísos colgantes, cumbres majestuosas, horizontes encantados. Tu muerte fue serena como un atardecer europeo. Quizá soñaste en ese momento que recorrías los mismos caminos de la fascinación. Apenas si te dabas cuenta de que algo te dolía, cuando de un tirón te quitaste la pesadilla de un bus endemoniado, para ascender al lomo del viento.

Mónica salió esta mañana a la puerta de la casa, un día después de que te quedaste estrenando tierra fresca en los Jardines de Armenia. Eres la segunda habitante de un predio regado de brisas suaves, con olor a cafetal. La tierra es blanda y el paisaje es auténticamente quindiano.

Mónica no entiende mucho tu ausencia, por más que iba contigo en el momento de la catástro­fe. Algún día le dolerá el alma. Ella quedó intacta, como si la muerte hubiera retrocedido ante tanta lozanía. Salió de tu casa y rió. Creo que te siente en el jardín que cuidabas con esmero para tu esposo y tus hijos, porque corrió por entre las flores como si nada hubiese sucedido. Felices los que, como ella, tienen alas de mariposa y corazón de azucena.

La Patria, Manizales, 5-IV-1975.

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Onassis-Jacqueline: una paradoja

lunes, 26 de septiembre de 2011 Comments off

Por Gustavo Páez Escobar

El 15 de marzo de 1975 muere, a los 69 años de edad, Aristóteles Onassis, uno de los grandes magnates del mundo, cuya fortuna se calcula en 500 millones de dólares, algo  así como 15.000 millo­nes de pesos colombianos, cifras tan fabulosas que hacen perder el sentido de la razón en este desborde de las proporciones. El mundo apenas si se impresionó, pues la noticia había venido abriéndose campo desde semanas atrás, cuando ingresó al hospital parisiense tambaleándose en medio de sus millones. Se le vio de­macrado y famélico, taciturno y misterioso. Iba a jugar su últi­ma carta y de seguro sabía que la perdería.

Por los raros caprichos de la vida, este hombre que conquis­tó el mundo con 60 dólares en el bolsillo, los que se fueron multi­plicando en forma increíble a partir de sus 17 años, cuando se refugió en la Argentina trabajando en humildes oficios, termina­ría dominado por una insólita enfermedad conocida como la miastenia, capaz de reducir la mayor  vitalidad y que te caracteriza por el decaimiento de los músculos hasta su total parálisis.

Aunque tratara de ocultarlo, el mundo entero sabía que sus párpados no podían sostenerse y que, para lograrlo, era necesario hacerlo con un par de cintas adhesivas, artículo tan elemental como rudo y despiadado para este señor de la molicie, creador de un imperio, dueño de hidrocarburos, de tabacos, de islas y ya­tes de placer, de compañías aéreas y marítimas, de acciones y mujeres hermosas…

Onassis, que había visto todas las fastuosida­des, había conocido los personajes más brillantes, ha­bía protagonizado grandes escándalos amorosos, había sido ca­paz de conquistar la mujer más apetecida de la época –a quien se creía inconquistable y predestinada para dormir sobre los lau­reles de la gloria–, quedaba, simbólicamente, reducido a unas cin­tas adhesivas que ni siquiera podía disimular para que el mundo no las viera.

Era la única manera de poder levantar los párpados y de permi­tir que sus ojos inquietos, que todo lo habían visto, no se apagaran antes de tiempo. Un año atrás había perdido en un acciden­te aéreo a su hijo Alejandro, su supremo afecto, a quien tenía previsto como el hombre capaz de manejar su imperio económico, y que desde entonces le quitó al gusto a la vida.

Después murió Tina, su primera esposa, por abuso de las drogas. Y a  lo largo de su existencia hay un accidentado historial de pleitos, de enfrentamientos millonarios con las autoridades de varios paí­ses y con sus competidores, de alborotos en torno a sus romances con célebres mujeres mundanas –su debilidad– y toda una barahúnda de lances de diversa índole, de los que lograba salir bien li­brado gracias a la elocuencia del dinero.

La miastenia se complicó con una dolencia hepática y con otras obstrucciones inevitables, que dieron al traste con su monu­mental figura enmarcada en la clásica estampa griega y sembrada de leyendas y de secretos, «Era rico como Creso y murió como Prometeo, con el hígado devorado por un buitre», reza un cable internacional. Imposible contradecirlo.

En 1968, luego de cuatro años de silenciosos encuentros en Nueva York, el planeta se sorprendo cuando Jacqueline Kennedy decide casarse con Onassis. Jacqueline, que parecía predestinada para preservar el hito de grandeza que le deparaba su destino Kennedy, baja rápidamente de su pedestal ante la faz del mundo, que la consideraba inexpugnable en su magnificencia histórica, y sobre todo a los ojos de su pueblo, que la veía como una diosa, incapaz de oscurecer la memoria del héroe de Dallas.

El universo se sacude al saber que la atractiva viuda, apetecida y venerada a un tiempo, desprecia las invitaciones de príncipes promisorios para unirse a un sexagenario hombre de negocios, célebre por sus romances escandalosos y por su poderío financiero, pero oscuro por otra clase de merecimientos. Ella, de 39 años, es una deidad, que se desea intocada, y Onassis, de 62, es el estrafalario ricachón que juega en los cabarets del mundo al amor profano. “Dinero, vino y amor”, parece ser su enseña.

Acaso la novelería mundana, tan adicta a las sutilezas de es­ta época distorsionada, termina viendo en el enlace de la pare­ja lo que inequívocamente es: el mayor símbolo de la frivolidad. Más tarde se conocen las cláusulas secretas de un contrato que pinta a cabalidad este aserto, que por otro lado es un desacier­to en la mujer que parecía extraída de las mejores páginas del romanticismo.

La primera condición para su entrega al rico ar­mador es la de no obligarse a darle un hijo. Intención que, por otra parte, no es tan agresiva, si las diferencias hormonales no propiciaban el sacrificio. Se separan, inclusive, los dormitorios, y Jacqueline impone que no se le perturbe su descanso, que ella quiere libre de veleidades.

Viajera pertinaz, un día está en París, y al otro en su apartamento de Nueva York, al lado de sus hijos. Se prodiga las mayores extravagancias, desde el despilfarro alocado entre mo­distos y perfumerías, hasta sus cotidianas zambullidas en una bañera alimentada con leche de vaca, en una isla que no es abun­dante para esta clase de flujos.

Un día debe volar un avión ex­preso para traerle un frasco de perfume que no encuentra en su tocador, y Onassis queda atónito. Pero, aun así, y convencido de que se ha casado con la grandeza, más que con una mujer, cierra los ojos y le dispensa valiosas joyas por fuera de contrato. Quizás Jacqueline piense también que, al casarse con Kennedy, se casó con la inmortalidad, más que con un hom­bre. La miastenia, una enfermedad de «lujo», concluye doblegán­dole a Onassis los párpados, cansados de tanto vivir.

Contempla silencioso, en sus últimos días, el distanciamiento de Jacqueline y de Cristina, su hija, tan irreconciliable y mordaz, que dejan de hablarse, ante una herencia que debe compartirse pero no por partes iguales.

Jacqueline acaso haya pretendido fugarse de la realidad en alas de lo trivial y de lo absurdo. Se desmontó un día del caracol de sus ensueños tronchados por una bala asesina, para deambular por los caminos fantasiosos de la frivoli­dad. Pero en medio del esplendor del derroche, de la admira­ción y de la publicidad -¡ingrata publicidad!–, es posible que se sienta tan afligida, y más, como cuando la mirilla telescópica de un fusil destrozó su alma.

«La inmortalidad, pequeña Carolina –canta nuestro poeta Jorge Ortiz Robledo en carta de Navidad a Carolina Kennedy–, no necesita del visto bueno de los hombres. Es una mujer enamo­rada, y un día lo sabrás, las mujeres enamoradas nos cancelan la vida con un beso”.

No se conformó Jacqueline con la inmortalidad y quiso sentir­se, desdoblarse, sin adivinar que iba a estar más sola que antes. Habrá quienes fustigan este cuadro dantesco de la superfi­cialidad, olvidándose de que, mujer al fin y al cabo, escogió la ruta del escape, tan propia de nuestros días, pero tan falaz al propio tiempo.

La fusión Onassis-Jacqueline significa, sin duda, la mayor pa­radoja del siglo. Entra en las galerías de la historia como el signo de un universo desajustado que juega a la felicidad co­mo jugando con castillos de papel, y pierde.

Habrá que averiguar qué sacrificio es superior, si el del inmortal presidente de los Estados Unidos, templado para la epopeya, o el de esta frágil mujer, viuda por segunda vez y tan atractiva como siempre, que se abre campo con su soledad y su abatimiento.

El Espectador, Magazín Dominical, Bogotá, 30-III-1975.

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¡Buena suerte, Risaralda!

lunes, 26 de septiembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

«Al Risaralda no lo maneja ni el diab­lo», es la gráfica expresión con que el nuevo gobernador, doctor Mario Delgado Echeverri, describe el estado caótico de su departamento, y renuncia antes de posesionarse. «Por favor, déje­nme gobernar», había pedido cuarenta días atrás María Isabel Mejía Marulanda en su discurso de posesión. Dos horas después de pronunciada esta frase, sus coterráneos, lejos de entender el llamado con que una decidida mujer convocaba la sensatez de su pueblo, le propinaban el primer rechazo por parte de un grupo o subgrupo que no había recibido la esperada cuota burocrática.

Es el de doña María Isabel un efímero gobierno, casi tan caduco como un reinado de belleza. Su antecesor, José Jaramillo Botero, fue más resistente, pues duró dos meses. Y antes que él, Dora Luz Campo de Botero no alcanzó siquiera a posesionarse, castigada por lo que se conoció como el baculazo pas­toral, hecho que provocó una ola de ingrata espectacularidad.

Recuérdase la polvareda que se levantó en torno al matrimonio civil, tema que es hoy de actualidad pero que en aquella ocasión se mostró tan candente que frustró las aspiraciones de servicio de esta valerosa mujer que parecía destinada a reconciliar las ambiciones políticas, haciendo olvidar de momento los resquemores y los caciquismos. Pero, de haber aceptado, no queda difícil predecir que la hubieran tumbado a la semana siguiente.

Son cinco los gobernadores en lo que va corrido del año, incluyendo a los dos que renunciaron antes de llegar al despacho y que no tienen, por lo mismo, que dolerse hoy del sinsabor del servicio público en una parcela condenada por las pasiones partidistas al ostracismo. Y el año no ha concluido.

Resulta deplorable que siendo el Risaralda una de las regiones de mayor pujanza y que está llamada a ocupar puesto destacado en el futuro del  país, no logre superar el estado de crisis permanente en que vive desde tiempo atrás. Es un departamento que merece mejores destinos, por muchas circunstancias, como la feracidad de sus suelos, su privilegiada posición geográfica, la laboriosidad de sus gentes, su empuje industrial, para citar apenas algunos de sus rasgos genéricos. Pero en mala hora la voracidad política lo tiene frenado.

Con ocho años de independencia ad­ministrativa, lleva dieciséis gobernado­res. O sea que el término promedio pa­ra un gobernador en el Risaralda es de seis meses. Plazo tan breve, que es me­jor no posesionarse, como en su caletre lo debió calcular Mario Del­gado Echeverri, cuya renuncia, por lo instantánea, parece sintomática del de­sarreglo existente. Ha sido el mandato más corto, renunciado como respuesta fulminante que no debía hacerse esperar.

Lástima grande que personeros tan prestantes deban excluirse del servicio a su tierra, solo por ser esta pródiga para los conflictos políticos. No es lógico, por decir lo menos, que se continúe privando a Risaralda de las luces de sus buenos hijos en esta rebatiña politiquera. María Isabel Me­jía Marulanda, mujer inteligente y con formidable voluntad de acertar, se sacrifica ante la intemperancia de sus paisanos que desoyeron sus intencio­nes.

Risaralda está en crisis. Crisis de su clase diri­gente, o por «lo alto», como deben pensar los de abajo, que solo desean trabajar. No puede hablarse de deter­minado partido, porque tanto liberales como conservadores, anapistas como comunistas, parecen puestos de acuer­do para volver imposible cualquier ad­ministración. Nadie se muestra dis­puesto a ceder, así haya que sacrificar gobernadores.

Urge, antes que cualquier programa de gobierno, mayor civilización políti­ca, si se quiere en realidad que esta importante región no se anquilose en­tre los arrebatos de ambiciones perso­nalistas.

Ojalá se rectifique pronto el criterio de que «al Risaralda no lo maneja ni el diablo», y su clase dirigente demuestre lo contrario. Al desearle, desde la vecindad, una mejoría a la comarca ami­ga, estamos al mismo tiempo expresán­dole a su pueblo, con simpatía y sinceridad: ¡Buena suerte, Risaralda!

El Espectador, Bogotá, 6-XI-1975.
La Patria,
Manizales, 21-XI-1975.

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