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Dos valores boyacenses

viernes, 11 de noviembre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Infatigables luchadores de las letras, registran ponderada labor intelectual. Fernando Soto Aparicio sobresale en el gé­nero de la novela, y Vicente Landínez Castro se ha consagrado como ensayista y estilista. Los dos fueren directores del Ins­tituto de Cultura y Bellas Artes de Boyacá. Y ambos dejan  huella en las letras boyacenses.

EL HOMBRE EN LA CREACIÓN DE

FERNANDO SOTO APARICIO 

No tiene antecedentes en su desconcertante capacidad para elaborar cuartillas, corregir, lanzar libros. Es el novelis­ta más prolífico de Colombia. Le recomienda al escritor la disciplina de escribir todos los días, y todos los días pulir, sin descanso, como la única fórmula para avanzar de trecho en trecho hasta la elaboración de una obra. Y es el único autor que, despreciando conceptos malintencionados, se ha conver­tido en técnico de libretos para la televisión, arte que domina con erudita facilidad y que le permite abarcar el poder completo de la palabra. Además es cuentista, ensayista y delicado cul­tivador de la poesía, y sobre todo del soneto, el que maneja dentro de los moldes clásicos de este género, el más difícil, que ha aprendido a pulsar con musicalidad y elocuente emisión de ideas y metáforas.

Una máquina de libros

Al entrar en circulación un libro suyo, ya la imprenta adelanta el siguiente. Desde la edad de diez años, cuando sus compañeros se entretenían en las sanas diversiones de la épo­ca, Fernando Soto Aparicio escribía dos novelas a la vez, caso de excepcional precocidad literaria que mostraba la vocación de quien no iba a darse tregua en el afán de explotar las profundidades del hombre. Puede decirse que no conoció la niñez e irrumpió en la juventud, casi sin darse cuenta, con la mente moldeada por los escritores franceses, sobre todo, de quienes aprendió el don de criticar a la sociedad entreteniéndola.

El hombre, una brújula social

Es el único escritor que desde su primera obra tomó al hombre como meta de su creación. De ahí no se ha desviado. Soto Aparicio es un buceador permanente de la inteligencia y no se ha conformado con señalar al ser humano como el principio ético más importante del planeta, sino que ha con­vertido su literatura en arma clamorosa contra los desequili­brios y los atropellos sociales.

Agudo observador del medio ambiente que le ha corres­pondido vivir, copia de la realidad cotidiana las angustias, las frustraciones, los anhelos de un mundo en constante con­flicto que clama por la justicia y que pide pan, techo, salud, educación, libertad… un Mundo roto —el título certero de una de sus obras— que es preciso recomponer si se quiere evi­tar la catástrofe social. Soto Aparicio no ha tenido que inven­tar nada. Todo lo ha captado con su fina penetración en el mundo circundante. Ha sentido las desgracias ajenas y las ha recibido como propias, metiéndose en el pellejo de sus per­sonajes, criaturas de barro y con alma noble que transitan por las páginas de sus obras como testimonio y denuncia.

En la temprana edad de quince años, apenas un mozal­bete inexperto, conoce en Santa Rosa de Viterbo a una bella mujer de la cual se enamoraron todos los muchachos del pueblo. De aquel fugaz encuentro sólo le quedó la imagen de la niña boyacense de trenzas ligeras y facciones candorosas, que bien pronto desapareció como una ilusión, dejándole la mente herida. Al correr de los años encontró el novelista un rostro similar, ajeno y desdibujado, en una cárcel de Bogotá, y de allí nació la asimilación de dos semblantes de mujer, dos almas que, girando en sentido contrario, daban aliento a una novela de crítica social. Antes de plasmar su propósito visitó no pocas cárceles en investigación de sistemas que, pretendiendo ser reformadores, mutilan al individuo y lo desadaptan como ser social.

La lente de retratista de los tiempos que hay en Fernando Soto Aparicio ha escudriñado los recovecos del alma para mostrar, en su desnudez, la tragedia del hombre, con sus vicios y virtudes, sus clamores y deseos de redención. Su intención, que va más lejos de los linderos de la patria, descubre al hombre latinoamericano, un segmento de idénticas dimensio­nes, también pisoteado y también desconocido. Dondequiera que esté el hombre, y bajo cualesquiera circunstancias, allí se siente la voz de este escritor que entiende la literatura como combate, más que como simple juego retórico.

La novela como filosofía

Beatriz Espinosa Ramírez, estudiosa de la problemá­tica latinoamericana, dedicó cuatro años de investigación a los escritores más importantes del continente y encontró a Soto Aparicio como el más consagrado e identificado con la causa del hombre latinoamericano. Estudió a fondo la obra, ya monumental, de nuestro escritor, hasta conven­cerse de la esencia humanística de un patrimonio cultural que no todos advierten. Y como consecuencia de ese análisis, nos deja Beatriz Espinosa un libro excelente, Soto Aparicio o la filosofía en la novela, que habrá necesidad de consultar siempre que se quiera entender la personalidad literaria de este escritor infatigable en la búsqueda de su verdad.

Se mete él en la conciencia del pueblo latinoamericano y ennoblece el sentido de vivir. Propugna una existencia más digna, lque es negada por los gobiernos despóticos y las leyes anacrónicas que anquilosan y empequeñecen, cuando no embrutecen y destruyen. El hombre contemporáneo, engendro de la «incivilización» que primero supo deformarlo y lo mantiene entre fusilerías y miserias sin fin, se rebela a encontrar escritores no conformistas, como Fernando Soto Aparicio, que atacan la falsificación de la moral y se van contra todo lo que signifique opresión.

El imperio de la palabra

Escribe con originalidad, sencillez e independencia, y adorna sus pasajes con ágiles recursos estilísticos, unas veces en tono reposado, y lírico otras, según lo impongan las cir­cunstancias. Ha hecho de la palabra su razón de ser, su más apropiado canal para llegar a las masas. Así define él mismo su universo: «La palabra pinta, suena, abofetea, enamora, se dispara hacia el infinito o hacia el corazón, que viene a ser lo mismo; la palabra no tiene límites, como no los tiene el hombre, cuando aprende a entenderla […] Por la palabra he entendido personas, injusticias, llamadas de auxilio, convul­siones sociales y plegarias. Yo creo que vivo en función de la palabra; es mi aliada, mi instrumento, mi compañía…»

Este sencillo hombre de provincia que saltó, desde su te­rruño boyacense, a la gran ciudad, lo hizo igualmente desde las novelitas aquellas de sus diez años, que luego destruyó, a la copiosa producción de todos los días, que hoy conforma un hecho notable en la literatura. Sus libros son textos obligados de colegios y universidades. Hombre tacitur­no, recogido en su propio mundo, sabe que el aislamiento del creador, a pesar del bullicio de la gran ciudad que lleva a rastras, significa liberación. Liberándose a sí mismo, le en­seña al hombre los caminos de la emancipación, de la autén­tica dignidad que no todos los escritores saben explorar para luego pregonar.

VICENTE LANDÍNEZ CASTRO,

UN PEDESTAL DE CULTURA

Nació en Villa de Leyva en el año de 1922. Sobre su ciu­dad natal escribió hace muchos años una hermosa página, donde se lee: «Aquí, en esta antañona ciudad, tenemos el pretérito detenido, hierático, fosilizado delante de nuestros ojos: nos es dado oírlo, verlo, sentirlo, olerlo y palparlo por doquier. Por eso encontrarse uno en Villa de Leiva equivale a estar sumergido en lo más profundo de la historia de la patria».

La cultura como blasón

Parece como si Villa de Leiva le hubiera marcado el alma a este boyacense integral que también se encuentra detenido en la historia de Boyacá. Cuando se llega a Tunja y se posee sensibilidad de escrutador, como yo lo he hecho por breve tem­porada en este declinar de 1987, es forzoso preguntar por los forjadores de la cultura regional. Tunja es una ciudad que respira cultura por todos los poros. Surgieron muchos nombres ilustres y siempre se mencionó el de Vicente Landínez Castro como un termómetro espiritual.

También en su caso podría decirse que su rastro se siente, se palpa, se olfatea en cada esquina, en cada recinto de la cultura. Su dedicación a la causa del espíritu ha sido absoluta durante toda su vida de medi­tación, de estudio y creación. Yo lo conocí en los años cincuenta como quijote batallador en medio de una ciudad fría y al mismo tiempo creativa. Pasados los años, muchos años, me postuló como miembro de la Academia Boyacense de Historia y, sin serme posible evadir el honor, le perdoné su generosidad.

El gran ausente

Vicente está hoy ausente de Boyacá. En Tunja dejó es­crito su nombre, nombre que siempre se leerá en letras grandes dentro de los inventarios de la cultura regional, y luego se trasladó, ya en el ocaso de su fecunda existencia, a un departamento vecino. Cuando la vida ha sido productiva, sobre todo en los afanes de la mente, el hombre se encuentra realizado.

El amigo ya no vive en Tunja pero se halla, con el vacío de su ausencia, más cerca de la tierra de sus luchas y sus sueños. Es, por consiguiente, ese pretérito inmóvil, al igual que su cuna natal, que no logrará ya remover el paso del tiempo. Villa de Leyva, que es historia y permanencia, le transmitió genes de perpetuidad. Eso les sucede a los hombres grandes que han vencido los límites de lo caduco para remon­tarse por las regiones de lo imperecedero.

Landínez Castro es hoy habitante contemplativo del bello municipio de Barichara, donde se residenció en plan de si­lencio, de soledad y olvido. Así me lo confiesa en una de sus cartas, mediante esta  sentencia de Enrique Ibsen: «El hombre, cuanto  más solo, más fuerte». Allí pasa sus horas en saludables cavilaciones y hondos reposos. Allí se siente compenetrado con su mundo interior y se regodea morosamente en sus soledades.

Remanso espiritual

En otra célebre página suya, del mismo corte de la dedi­cada a su patria chica, confiesa que Barichara fue el pueblo con el que siempre soñó. Lo llevaba en la mente y en el corazón como se guarda el rostro de la mujer amada. Se refugió en el callado paraje de vuelta de los halagos literarios, pero para rematar su carrera de abundantes frutos intelectuales. Y vive rodeado de paz.

Boyacá ha perdido a uno de sus hijos más meritorios. El escritor se enclaustró en el solar santandereano y ya poco se le ve por Tunja. Al poco tiempo de andar por las calles em­pedradas que le recuerdan las anchurosas de su Villa de Leiva, se rebelaron en sus intimidades las mismas ansias de explo­ración que le abrieron los veneros de la Tunja colonial y fundó, según me cuentan, un movimiento de cultura. Vi­cente morirá con su eterna sed de investigación y creatividad. Entre artesanías y letras pasa sus horas del solaz vesperal. El hombre culto nunca puede detenerse.

Como catedrático de la universidad tunjana y de impor­tantes colegios de Bogotá, Ibagué y Tunja, deja huellas de su vasta erudición. Es miembro de la Academia Colombiana de la Lengua y de la Academia Colombiana de Historia. Como miembro de la Academia Boyacense de Historia asesoró la edición de obras fundamentales para la investigación de nues­tro pasado glorioso. Fue, durante largos años, director del Fondo de Publicaciones de la Universidad Pedagógica y Tec­nológica de Colombia y allí cumplió extensa labor de di­vulgación de los escritores boyacenses. Su última posición fue la de director de Cultura y Bellas Artes de Boyacá, instituto gigante que promueve, a través de variadas y actividades, el desarrollo espiritual de la comarca.

Orfebre de la palabra

Su obra literaria es valiosa: Testigos del tiempo, Almas de dos mundos, Primera antología de la poesía boyacense, 105 sonetos de la literatura universal, Novelando la historia, El lector boyacense, Estampas.

Vicente Landínez Castro ha entrado ya con suficiente bagaje en la galería de pensadores y escritores boyacenses. Su trayectoria como hombre de cátedra, de academia, de realiza­ción literaria y liderazgo cultural lo sitúa entre los más destacados exponentes de la cultura boyacense. Algún día se levantará un pedestal a su inteligencia. Su prosa es castiza y de cincelado estilo. Ha sido orfebre de la palabra, meti­culoso creador de cuartillas. Se ha ido de Tunja y eso nos duele, pero su nombre vaga por la villa como una luz protec­tora. Está hecho de piedra, de piedra estática y fosilizada. La misma piedra de Villa de Leiva, de Tunja y Barichara le con­torneó el alma, le dio solidez al espíritu. Permanecerá en el tiempo como una estatua del saber y la virtud.

Revista Cultura, N° 135, Tunja, segundo semestre de 1991

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