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Dibujando la patria

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

“Fabio Lozano Simonelli llegó a constituirse, por su carácter independiente y objetivo, por sus lúcidos criterios y por la solvencia moral de sus ideas, en un guía espiritual de nuestra patria, en un eximio portaestandarte de los anhelos ciudadanos», dice Juan Martín Caicedo Ferrer, alcalde de Bogotá, en las palabras de presentación del libro que la Alcaldía ha tenido el acierto de publicar con una selección de escritos del destacado columnista de El Espectador.

Es, que yo sepa, el primer libro que sale después de la muerte de Lozano Simonelli, ocurrida hace varios años, para rescatar los nu­merosos artículos –sobre los más variados temas– que con pluma maestra escribió este gran colom­biano que se había convertido, por su recto criterio y su moral a toda prueba, en paradigma del buen ciudadano. Ejerció su tribuna de pensador con brillo y decoro, y su pensamiento se halla disper­so en infinidad de hojas de perió­dicos y de revistas, en conferen­cias académicas y en discursos políticos, todo lo cual representa la parte positiva de una mente inquieta e ilustrada que bien le sirvió a la patria.

Prefirió el diáfano ejercicio de la palabra a las lisonjas del poder, aunque fue político de noble estirpe y diplomático de lujo. Cuando incursionó en las altas dignidades del Estado y de su partido, siempre lo hizo con porte gallardo, con claridad mental y garra de combatiente, como ejemplo para quienes nada apor­tan a los cargos y pasan por la vida nacional como personas errátiles e insubstanciales. La política colombiana está llena de seres intrascendentes, algunos verda­deros monstruos de la voracidad burocrática y la concupiscencia mercantilista.

Fabio Lozano Simonelli, en cam­bio, se dedicó a pensar, y esto no es cualquier cosa en este país que ha perdido la capacidad de análi­sis. Por eso hay que aplaudir a la Alcaldía de Bogotá cuando nos brinda esta muestra de pequeños y grandes ensayos, seleccionados por Jorge Eduardo Pardo Durán –como para abrir el apetito de otros volúmenes que abarquen la obra completa del escritor–, libro que cuenta con excelente pró­logo de Alpher Rojas.

El mayor rótulo de Lozano Si­monelli, y rótulo de honor, es el de periodista de ideas. Se trata de uno de los paladines de la prensa colombiana. Leyéndolo hoy de continuo en este libro en buena hora editado, lo asimilo a otro Luis Tejada por la prosa florida y re­cursiva, por la docta postura ante el acontecer cotidiano, por el chis­pazo y la elegancia de las ideas. Y por una virtud sobresaliente: la del fino humor. Lozano es humorista genial, privilegio que ejerció como un florete para sa­carle chispas a la vida.

Bella y acertada evocación la que sobre el personaje hace Alpher Rojas –quien lo conoció de cerca, en la intimidad y en la política– al decir que «Fabio Loza­no Simonelli naufragó lentamente para el mundo de los vivos, presa de una tristeza alimentada por la conciencia de la inutilidad de su lucha política y de sus ideales de cambio, que eran como cisnes navegando en un pantano, y tal vez con el remordimiento de no haber dedicado la totalidad de sus energías y talento a la literatura, un campo de combate más noble, en el que seguramente hubiera ganado más de una batalla».

El Espectador, Bogotá, 13-II-1992

 

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Germán Pardo García

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

(Ponencia leída en Ibagué, dentro del VII Congreso de

Colombianistas Norteamericanos, agosto de 1991)

Concepto de la angustia

Biografía de una angustia es el título del libro, todavía sin publicar, que terminé este año sobre Germán Pardo García. Para decidirme a semejante empresa, desmesurada para mis modestas capacidades., había leído parte de su obra, mantenía con el poeta una extensa –y sobre todo intensa– correspondencia y me había entrevistado con él en Ciudad de Méjico. Cuando avanzaba en mi propósito, me preguntó Rodrigo Arenas Betancourt cómo conseguiría captar la vida del poeta, si es tan cerrada y misteriosa. Yo le respondí que más que describir su vida buscaba retratar su alma. Mi intención no era sólo revelar hechos e intimidades que configuran el tránsito humano de un  anacoreta,  sino dibujar su desolación.

Por eso, mi libro es el reflejo de una angustia. No es la biografía de un hombre, en el estricto sentido de ponerlo a caminar sobre el planeta con anotación de fechas y con acomodo de datos (a veces esto es la historia), sino que es la ampliación de un concepto: el dolor. En el dolor del poeta se compendia el dolor de toda la humanidad. Esa misma angustia la expresa Arenas Betancourt en sus cristos agonizantes.

Dice el filósofo danés Sören Kierkeqaard que «si el hombre fuese un animal o un ángel, no sería nunca presa de la angustia». Esta es connatural al ser humano y arranca desde Adán con el concepto del pecado. El mismo autor señala que «quien ha aprendido a angustiarse en debida forma, ha aprendido lo más alto que  cabe aprender”.

Estos conceptos permiten deducir que el hombre no logrará librarse nunca de la angustia, aunque es posible administrarla para que no le arruine la existencia. Si no se sabe manejar la angustia, y para esto no existen fórmulas infalibles, la infelicidad es desastrosa. Sufren más los espíritus sensibles, los soñadores y los genios, ya que la ansiedad crece en proporción al grado de hiperestesia del individuo. Cuanto más espíritu, tanta más angustia. Y en sentido inverso, la falta de espíritu produce felicidad.

Un espíritu perturbado

Germán Pardo García es un ser angustiado desde la cuna. Su desgracia, lejos de curarse o mitigarse, siempre fue en ascenso. Dominado por la perturbación del espíritu, un día se abrió las venas. Lo salvó la casualidad, y otra vez continuó sufriendo, ahora con más inquietud. Desde entonces muere todos los días de amargura pavorosa, que es peor que estar muerto. Vive más en la tumba que en el mundo.

Acaba ele cumplir 89 años, edad longeva para cualquier mortal, incluso para Germán Arciniegas que ya pasó de los 90 y sigue siendo joven. La diferencia entre ambos consiste en que el uno aprendió a manejar la angustia y el otro no. Los dos comenzaron al tiempo sus carreras literarias en la misma Bogotá gris y meditativa.  Ambos son grandes talentos de América. Pero el uno es feliz y el otro, desdichado.

Los sicólogos y los siquiatras han fracasado con Germán Pardo García, el poeta que no logró dominar sus neuronas. Habría que censurar en este caso no al paciente sino a la ciencia, que no ha sido capaz de cantar victoria sobre una mente trastornada en lindes con la locura.

Para nosotros los admiradores de Pardo García, egoístas con el portento de su obra y tal vez ajenos al suplicio que ha padecido para realizarla, se revela hoy esta verdad: el maestro no habría creado, sin su tragedia, su obra maravillosa. Es la suya una de las más bellas manifestaciones del espíritu que se hayan escrito en el mundo. Si como Rimbaud no hubiera descendido al infierno, la humanidad se habría perdido de este destello genial que, para honra de Colombia, ilumina hoy el concierto de las naciones.

Dimensión de una tragedia

Cuando Germán Pardo García intentó suicidarse, lo delató un hilo de sangre que algún vecino, despavorido, hizo detener para que la poesía lanzara uno de los gritos más hondos y estremecedores que hayan salido jamás de las cavernas de la muerte. Esos cantos, recogidos al año siguiente en el libro Tempestad, representan el drama del hombre desvertebrado que cae en las sombras del sepulcro y luego, para infortunio suyo, resucita. La intensidad de esta tragedia no gira hacia el hecho pasado sino a que el acto pueda repetirse, como varias veces ha tratado de suceder. El poeta estaba loco. Y gracias a su angustia demencial le brotaron los versos más sobrecogedores sobre el trance fatal.

Otra faceta generadora de graves conflictos en la vida del poeta es su confusión religiosa. De místico sereno salta a arrebatado poeta de la ciencia. Dios, en su más extenso sentido, inspiró su primera poesía. Vienen después tiempos de escepticismo e incredulidad religiosa. Por épocas deja ir a Dios y más tarde, como un desesperado, lo busca y lo encuentra. Y otra vez se le escapa.

Todo individuo tiene un fondo religioso que no puede negar porque hace parte de su especie y de su inmortalidad. Si se abjura de la fe ancestral, la personalidad se desorienta y el espíritu se trastorna. Germán Pardo García, a pesar de sus desconciertos, siempre se ha reconciliado con Dios, incluso, y por ello mismo, en sus más terribles momentos frente a la soledad y la muerte.

Nace el dolor

Hay seres predestinados para el sacrificio, y Germán Pardo García es uno de ellos. Parece como si todo se hubiera confabulado contra él. Veamos, con la brevedad que exige este momento, algunos rasgos sobresalientes de su angustia palpitante. Nace en Ibagué el 19 de julio de 1902. Colombia es en aquellos días un país con fuerte vocación agrícola, con muchos pueblos pequeños y con pocas ciudades destacadas. Ibagué, que con el paso de  los años llegará a ser vigoroso centro comercial, es apenas, comenzando el  siglo, un  caserío que no supera las ocho mil almas.

A los pocos días de nacido, Germán presenta dificultades de salud. Le aparece fuerte dolencia en la columna vertebral, a consecuencia de la cual queda paralizado. Los médicos conocen esta enfermedad con el nombre de mielopatía.  Sus padres se alarman. Consultan médicos y curanderos. La medicina de la época es rudimentaria y no consigue mayores adelantos. Se aplican puntos de fuego en la columna vertebral, sistema de tortura que el pequeño debe soportar ante el desespero de sus progenitores. Como su muerte parece próxima, su padre, el abogado Pardo –con el tiempo presidente de la Corte Suprema de Justicia– le manda fabricar una caja mortuoria.

De repente el niño hace un movimiento. A los pocos días su cuerpo tiene mayor acción. Y se salva. Apenas cuenta un año de vida. Pero la enfermedad ya le ha causado graves daños para toda la vida, tanto en el cuerpo como en el alma. Rodando el tiempo, visita en 1928 su pueblo natal, por primera y última vez, y se encuentra con algo terrífico que le muestran sus familiares: el pequeño féretro que han conservado durante 25 años, y que ahora lo descubren, como visión fantasmal, ante el poeta horrorizado.

Hijo de la noche

El 5 de julio de 1905 muere su madre, y al año siguiente es trasladado a una propiedad rural que posee el juez en el páramo conocido con el nombre de El Verjón, en inmediaciones de Choachí. La niebla que invade el paisaje y nunca cesa, y el silencio que se impone con densidades de miedo, y el miedo que cruje y se agiganta en cada amanecer y en cada anochecer, todo atenta contra el ser viviente. El páramo es la negación de la vida. Y a un niño de cuatro años lo horripila, lo estremece y lo destruye.

Germán Pardo García es hijo de la noche. Su vida, de principio a fin, es una horrible noche. Cuando abre los ojos al mundo, se encuentra frente al páramo. Y éste ruge como dragón que amenaza devorarlo. Para siempre lo perseguirá la imagen siniestra. Hoy todavía se espanta con el recuerdo de ese horizonte de niebla y pavor. El páramo le ha invadido el espíritu. «El huracán del páramo –dice–no ha cesado un instante de soplar sobre mí”.

Queda confiado, en una casona solitaria y tenebrosa, a la nodriza que le ha conseguido su padre para tratar de sustituir a la madre. La empleada, neurótica y sin la menor ternura maternal, le narra terribles cuentos de almas en pena, de vientos furiosos, de tempestades y toda suerte de horrores. En 1910 su padre contrae nuevas nupcias, y el niño es trasladado a la madrastra, otro ser desapacible y torturante que contribuye a acrecentar los fantasmas.

Sobre aquellas vivencias iniciales, veamos la siguiente confesión que hace el poeta ya en el final de su vida:

Física y espiritualmente estoy temblando desnudo, como las ramitas de los desolados páramos de Colombia. A veces pienso que mi infancia, transcurrida en esas zonas deshabitadas y congeladas, es la causa remota de mi dolor, junto con mi hermandad esquiva y mi desamparo desde los tres años…»

A esto se agrega la muerte de su padre cuando el joven tiene 19 años de edad. En esa ocasión se reúnen por última vez los hermanos, que nunca se han entendido, y la familia queda desintegrada para siempre.

La ciudad gris

Vamos a imaginar lo que era Bogotá en 1918. Ciudad diferente, en todo sentido, a lo que es hoy, 73 anos después. La quietud era su característica dominante. Hoy lo es el alboroto. La capital colombiana es, por aquellos días, un redoblar de campanas. Ciudad monacal, donde se sienten judíos errantes y lloronas inconsolables. El diablo recorre los cementerios y los sitios lúgubres. Se solaza proclamando su imperio de cadenas. Los fieles cuentan en los confesionarios faltas que no han cometido, y es que el medio ambiente está dominado por la exageración religiosa. Todo en Bogotá es gris: el paisaje, la lluvia, el cura, el templo, el alma.

Es la Bogotá de Silva, el poeta muerto en 1896. El disparo con que se suicidó ha quedado repercutiendo por el territorio somnoliento. Los poemas de Silva, imbuidos de terrible soledad, son el manto que envuelve esta tierra fría que busca, entre chocolates vespertinos y calurosos paliques, inyectarse calorías. Bogotá es Silva. Y Silva es Bogotá. Ambos se encuentran para amarse y luego destruirse.  La ciudad –con su frío y sus congojas– le propinó un tiro certero a su poeta trágico en mitad del corazón. No fue Silva el que se suicidó: lo mató el ambiente.  Pero el poeta también le disparó a Bogotá y la hizo más lúgubre. Silva ha quedado flotando en la atmósfera, fijo como una noche eterna, y su voz se escucha en los campanarios y retumba en las conciencias.

Su cuerpo yace en el cementerio de los suicidas, porque la Iglesia le negó la sepultura católica. Es reo del absurdo clerical. Víctima del fanatismo religioso. Él, que predicó el amor, no consiguió que su religión lo tratara con amor en la hora de los crepúsculos y las tribulaciones.

El  espíritu de Silva

Por el cementerio de suicidas se desliza, en una tarde gris como todas las tardes bogotanas, una sombra. Alguien camina en pos de la tumba epónima. El visitante se llama Germán Pardo García. Ha venido a encontrarse con la sombra, y él mismo es una sombra más en el ancho proscenio del universo. El joven tiene apenas 16 anos de edad. No importa: ya es poeta.

La biblioteca de su padre le había descubierto a Silva. El jurisconsulto, que poseía la edición actualizada con los poemas del vate romántico y simbolista, abrió a su hijo el camino para llegar a Silva. Y aquí está Germán Pardo García, absorto ante los arcanos del destino. El poeta muertole ha comunicado la amargura de su vida. Germán siente su influencia. Camina ahora atraído por las sombras. Siempre las sombras. Medita en el misterio de la muerte y se compenetra con la tragedia.

Los versos de Silva los ha leído muchas veces. El murmullo de esos poemas le embriaga el alma. Su destino de poeta está ya decidido: poeta de las nieblas del  páramo, de las penas del alma. Pardo García vibra con el hallazgo de otro espíritu afligido como el suyo. En Silva ha encontrado su álter ego. Se compara con él y descubre asombrosas coincidencias. La poesía vuelve sensibles a quienes la siguen, y con esa característica el nuevo poeta queda marcado para el resto de la existencia. En la angustia de Silva identifica su propia angustia. Son ambos espíritus atormentados, soñadores y trágicos.

Hay dos claves fundamentales para entender a Germán Pardo García: el páramo y Silva. Podrán existir otras circunstancias que explican su personalidad, pero ninguna de ellas ha influido con tanto poder, como las dos mencionadas, en la vida y en la producción de este cisne atormentado que escucha a tan corta edad, en la ciudad gris y melancólica, el llamado de los dioses. El joven de 16 años lee, fuera de Silva, a grandes líricos alemanes que lo apasionan. «Los leí hasta agotar su cósmico sentido», precisa. En ellos descubre los compañeros de su soledad.

Poeta del cosmos

Situémonos en la década de los 60. Pardo García, que se ha recreado en los caminos del misticismo y le ha cantado a la naturaleza, al amor y al tormento, llegará más a la tragedia humana. Salta al espacio infinito para captar mejor la pequeñez de la vida y la inmensidad del dolor. Por eso, la propia angustia del poeta será, de aquí en adelante, más angustiosa. Enfrentado al cosmos, sufre el castigo de los astros soberbios que, mientras más fulguran, más eternidades queman.

Hacia 1964 la poesía pardogarciana se dirige a nuevos temas y descubrimientos.  La matemática, la física, la astrofísica traen nuevos ingredientes a su producción.  En adelante será el gran poeta de la ciencia. Sus últimos libros contienen el lirismo más impresionante sobre el hombre-átomo. Su poesía final parece un estallido nuclear. Ha cambiado los moldes del soneto clásico, que ahora apenas toca por momentos, para disparar versos libres movidos por electrones y conflagraciones. Hoy el maestro es víctima de la contaminación atmosférica. Se fue con Einstein y descubrió el caos. Es el cantor por excelencia del nuevo mundo científico. Estas divagaciones aumentan su sensible percepción del hombre contemporáneo castigado por la ciencia y sus progresos mutiladores.

La infelicidad del genio

Pardo García ha vivido siempre entre sombras y fantasmas. Desde los lejanos días de su juventud siente atracción por la muerte. El suicidio de Silva es para él una imagen fascinante que después traslada a sus versos con extraño placer. El poeta muerto lo seduce. En él ve un derrotero. Una vez le dijo Edmundo Rico: «Cuida tus pasos porque te meces en el trapecio de la angustia y llevas dentro de ti a tu propio homicida».

Germán Pardo García padece la infelicidad del genio. El maestro fue al infierno y regresó, con su tragedia a cuestas. Hastiado de vivir y de soñar se quemó las entrañas para buscar su exterminio. Se abrió las venas para acabar con Eurídice.  Pero su sombra y todo cuanto ella simboliza no lograron destruirse. La desgracia es ahora superior. Es la desgracia de estar vivo.

La vida de Germán Pardo García es una tragedia griega. Su poesía, una epopeya. Su obra maestra queda enclavada para siempre en las letras universales. Críticos eminentes la califican como patrimonio de la humanidad. Del aislamiento sacó su fuerza. La angustia es su emblema. Es difícil concebir un poeta más desolado que Germán Pardo García. Y una personalidad más enigmática que la suya.

Arquitecto del  dolor y  la esperanza

Es de los bardos más densos y profundos que han pasado por la humanidad. Es, por excelencia, el arquitecto del dolor y la esperanza. Su poesía trasciende a las principales universidades del mundo. En el futuro se entenderá y se estudiará mejor su mensaje. Es de los poetas que llegan y se quedan en el universo, y que no siempre se absorben en su tiempo.

La fama de Pardo García crecerá con los años. Su legado está aún fresco y sólo las generaciones futuras, y hablemos de las que se posesionarán del mundo a partir del siglo XXI, interpretarán a cabalidad esta obra obra que comienza a barrenar la  historia contemporánea.

El poeta está en su mejor momento de reencuentro con la divinidad. Tal vez le suceda lo mismo que a Eliot, otro espíritu afligido y confuso, que con su conversión al catolicismo halló la luz que se le había extraviado. Y al igual que él, Pardo García le deja al mundo, gracias a su desazón espiritual y a su angustia sin límites, una obra magistral que elevará el significado del hombre.

Su honda sensibilidad le permitió interpretar los eternos problemas del ser humano. Su locura genial les cantó a la vida y a la muerte, al amor y al olvido, a la paz y a la guerra. Entra a la  inmortalidad  como el poeta del cosmos.  Es el  vocero de la ilusión y la amargura. Biografía de una angustia, el libro de mi autoría a que atrás me referí, pretende interpretar la dimensión de la angustia tomando como prototipo la vida atormentada del genio colombiano que escribió con su propia sangre la inmortalidad del  poema desgarrado.

Ahora un sueño lo aguarda. Su parábola está cumplida. Su alma, ansiosa,  levanta el vuelo hacia el infinito. Como el poeta estuvo ausente de lo rastrero, las alas del espíritu se hallan listas para el ascenso. El  maestro anhela su hora final con  estas  palabras vehementes:

Yo sé que un sueño me aguarda.

¡Ven, oh sueño, y que te sueñe

aunque seas mi  último sueño,

y que al fin pueda tenerte

sujeto como un relámpago

en mis neuronas ardientes!

Dominical, El Colombiano, Medellín, 1-IX-1991
La República, Bogotá, 1-IX-1991
La Patria, Manizales, 20-X-1991
Revista Panorama Universitario, Universidad del Tolima,  N° 14, Ibagué, octubre/1991-enero/1992

 

Laura Victoria o la libertad

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

(Conferencia en la Feria Internacional del Libro,

Bogotá, mayo de 1991)

Nace una estrella

En los albores del presente siglo llega al mundo, en el municipio boyacense de Soatá, la mujer escogida por los dioses para escribir una de las poesías más bellas de la emoción femenina. En el horizonte poético de Colombia se enciende, con el nacimiento de Laura Victoria, un lucero. Miembro de respetable tronco familiar compuesto por jurisconsultos, políticos y eclesiásticos, cualquiera pensaría que la hermosa niña iba a ser la dama fulgurante de los saIones sociales.

La familia Peñuela tenía señalada figuración no sólo en la comarca sino en el país. Sotero Peñuela, político aguerrido, era senador permanente por el departamento de Boy acá y mas tarde sería ministro de Estado. El canónigo Peñuela sobresalía como vigoroso polemista y esclarecido historiador que dejaría huella en su generación. Simón Peñuela, padre de Laura Victoria, se destacaba como abogado.

Y ella, la favorita de los dioses, estaba predestinada para fines más perdurables que los de resplandecer en la sociedad con los únicos pergaminos de la aristocracia. Sería mucho más que dama de bri­llo social: sería poetisa. Cuando el canónigo se entera de que su sobri­na hace versos amorosos, y sobre todo versos eróticos, se escandaliza. Esa conducta, para aquella época de falsos pudores y costumbres mojigatas, constituía grave desatino.

El clérigo, que desde el púlpito no cesaba de amenazar con el fuego eterno a las mujeres impuras, no sólo se indigna sino además se apena con la desviación de su sobrina. Y como Laura Victoria, a pesar de la reprimenda eclesiástica y de la oposición de los suyos, insiste en su destino, el canónigo, tratando de explicar esta mancha que ha caído sobre su apellido, dice que en la familia Peñuela ha nacido una loca.

La emancipación femenina

En los tiempos actuales se habla mucho de la liberación femenina No se condena el machismo como manifestación opresora. Tal vez la propia mujer se haya equivocado al creer que el hombre es por naturaleza un dominador implacable, cuando apenas es consecuencia de una época o de un estado social. Si nos situamos a comienzos del siglo XX, cuando la mujer era en realidad un ser ignorado —más por las costumbre ambientales que por intención masculina—, es preciso reconocer el acto valeroso de quien, quebrando los moldes tradicionales y sin importarle la censura eclesiástica, redimía con sus verso atrevidos la función libre de las mujeres.

A la mujer le estaba prohibido en aquellas calendas tener voz propia, y Laura Victoria se la restituyó. Le conquistó el derecho de pensar. La cultura patriarcal de entonces marginaba a la mujer al papel de simple hija de familia o ama de casa. Era el varón quien llevaba la voz cantante, y a su compañera de creación sólo se le permitía obedecer. Tal vez eso explique la ausencia de escritoras a comienzos del siglo, y las pocas existentes se mostraban cohibidas y vacilantes.

De pronto irrumpe en la tranquila población de Soatá, la de las tardes morenas y los dátiles sensuales, un espíritu libre. Laura Victoria, que ya había leído en la biblioteca de su padre el pensamiento de los escritores de la Revolución Francesa —entre ellos,  Zola y Voltaire—, rompe los lazos de la mansedumbre y se lanza al mundo,  chocando con las iras del canónigo y armada de su ánimo iconoclasta y su palabra enamorada.

Una vocación precoz

Su primer poema lo escribe a los 14 años. Sus compañeras de estudio del Colegio de la Presentación de Tunja rumoran, entre sorprendidas e incrédulas, que por el grupo camina un duende. Se niegan a admitir que se trata de la sobrina del canónigo Peñuela, rector del Colegio de Boyacá, que les da clases de Historia Patria. Y para que le crean, les presenta acrósticos elaborados con los nombres de ellas mismas. Desde entonces era evidente el sino poético de Laura Victoria

Cuando en 1933 aparece su primer libro, Llamas azules, su nombre es ya reconocido por notables figuras de las letras de Colombia y del exterior. El maestro Guillermo Valencia le declara su admiración con las siguientes palabras que enaltecen todavía más la fama:

Los primeros versos que leí de usted me fueron una revelación. Había vuelto a encontrar la fuente de la poesía tal como irrumpe del mismo  corazón de la vida: canora, diáfana, purísima. En su manera de escribir no hay artificio, ni rebuscamiento, ni alarde ni falsía, ni mañoso brillo, ni tortura de formas: es el libre fluir de la vena poética, con un ritmo sosegado y acento natural en que la pasión apenas tiñe  en rosa la albura de las corolas, y en que las formas humanas se retuercen, no con el moverse diabólico de las serpientes sino con las castas ondulaciones del duraznero en flor. Recibió usted el don divino de la poesía en su forma la más auténtica, la más envidiable y la más pura.

Laura Victoria había revolucionado la poesía colombiana. Tras el alboroto ocurrido a fines de la década de 1920, una crítica en realidad reflexiva se inclina más tarde ante esta tierna y vehemente voz que le cantaba al amor sensual de manera prodigiosa. Su poesía había surgido para estimular las fibras del corazón y despertar las conciencias dormidas en aquellos tiempos de puritanismos y apetencias ocultas. Era la primera escritora colombiana que hablaba al desnudo de las eternas pasiones del hombre, y que por eso mismo provocaba sorpresa y revuelo. Escritores destacados como Adel López Gómez declaran que antes de la aparición de esta delicada mujer no había verdaderas poetisas en Colombia.

Ella maravilla a todos con su sentimiento lírico, y de escritora pagana y “satiresa social”, como la califican algunos, se convierte en la gran intérprete del alma. Ha entendido que el hombre es una resonancia del amor divino, y por eso pasa a ser la cantora del amor humano. Laura Victoria posee por excelencia la armonía del canto, como alondra de los vientos. Con sus acentos entrañables, a veces trémulos y a veces apasionados, invade los corazones. Sus congojas poéticas enardecen taciturnos deseos, mientras Colombia entera vibra con su palabra generosa.

El pequeño poemario inicial, que se agota en pocos días, es la fuente de la vida donde beben los enamorados. Esos versos imbuidos de temblores, sugerencias y músicas íntimas, se quedan en el tiempo como perenne mensaje del amor. El teatro Colón, reservado para grandes acontecimientos, colma sus localidades con públicos delirantes que acuden a escuchar la palabra mágica. Laura Victoria es una revelación  como poetisa y como declamadora. Después llenará los teatros de América. Todos quieren tenerla cerca, y aclamarla y quererla, como la mujer fenómeno que ha sido capaz de hacer esta súplica:

Aspírame callado…

Iniciaré mi entrega

sobre tu carne oscura,

y me alzaré del fuego

santificada y bella

como se alza del mármol

una estatua desnuda.

Desafiando tempestades

Laura Victoria es poetisa desde los 14 años de edad, y antes de los 30 ya había conquistado la tama. Nada fácil fue su comienzo en las letras, ante la resistencia de su propia familia y el tono mordaz con que algunos críticos analizaban su mensaje. Pero no todos estaban capacitados para apreciar el nacimiento de una nueva corriente literaria y menos para admitir —en los círculos fosilizados de la sociedad— la presencia de la escritora que le cantaba al amor de carne y hueso.

Entre ellos, el sacerdote y literato José Joaquín Ortega Torres lamenta que «algunas de sus poesías estuvieran inspiradas en el más crudo sensualismo, indigno de una dama de su distinción y mérito». Ese mismo autor, sin embargo, subraya lo siguiente en su Historia de la literatura colombiana (1935): “Reconocemos en ella a una de las mejores poetisas de América y a la mejor quizá de Colombia (…) En sus composiciones lucen deslumbrantes e inesperadas metáforas, pro­pias tan sólo de quien siente fulguraciones de inspiración verda­dera”.

El poema En secreto, que con gran despliegue publica la revista Cromos, se convierte en un hecho sensacional. De allí arranca su popularidad literaria, primero en Bogotá y luego en todo el país. La capital colombiana tenía entonces 800.000 habitantes y se caracteri­zaba por sus costumbres coloniales y el refinamiento de su alta sociedad. En las esferas estrechas no cabía la poesía erótica. La élite social, sin embargo, lee «en secreto» y con medroso arrebato aquellas estrofas ardientes, capaces de desquiciar las poses mojigatas, y dignas del mejor arte sensual. En poco tiempo Laura Victoria se mueve como un viento fresco por el país, y más tarde, llamada de todas partes, inicia intensas giras internacionales y recibe de los pueblos de América los emocionados aplausos que sólo se dispensan a las grandes personalidades.

A los 16 años de edad había salido de un colegio de monjas y se casa más tarde con el ingeniero Eduardo Segura Archila, tres años mayor que ella. Nacen sus tres hijos, entre ellos, la que con el tiempo se destacaría en el cine mejicano con el nombre de Alicia Caro. Todo, en apariencia, le sonríe. Pero no puede resignarse a los menudos oficios caseros y siente, ahora con más insistencia, el llamado de su vocación lírica. Como lleva música en el alma, se dedica de lleno a cultivar su vena romántica. Con los recitales que da en Bogotá y otras ciudades, y que luego extiende a diferentes países, se acentúan los conflictos con el marido. La popularidad de que goza se convierte en poderoso obstáculo para la armonía conyugal. Y el esposo termina entendiendo que, antes que con él, en realidad Laura Victoria se encuentra casada con la poesía.

En 1937 crece su fama al ser la ganadora de los Juegos Florales realizados en Girardot, en los que el principal competidor era Eduardo Carranza. Esta época dorada desencadena un turbión matrimonial y la decisión valiente, por parte de ella, de luchar a todo trance por sus hijos y por la poesía. Gana la poesía, pero al precio de enormes esfuerzos de la madre para no dejarse quitar la patria potestad de sus hijos y mantenerse fiel a su postulado.

Los dos varones estudiaban internos en La Salle de Bogotá y la niña, en el Colegio de la Presentación de Duitama. El padre había dado rigurosas instrucciones para que no los dejaran ver de su esposa. Pero esta, con astucia e increíble arrojo, logra derribar las murallas que se levantaban contra su instinto maternal y luego huye con sus hijos a Méjico. Esta odisea se realizó hace 50 años, el mismo tiempo que ella tiene de residir en aquel país.

Amor maternal

Como leona herida, la madre defiende su propia sangre al batallar con desespero, y sin medir peligros, por la tutela de sus hijos. A estas alturas la rivalidad con su esposo es encarnizada, y éste, conocedor de la intención que ella abriga de establecerse en Méjico con un cargo diplomático, le bloquea las salidas. Pero la astucia y el temple que a ella la acompañan pueden más que las medidas coercitivas, entre las que se halla el asedio judicial con que su marido intenta envolverla.

Como una verdadera heroína penetra en los colegios y con su propia mano se lleva a sus hijos. En La Salle un sacerdote pretende impedirle la fuga, pero luego retrocede cuando escucha esta advertencia tajante: «Retírese y déjeme pasar porque vengo armada y estoy resuelta a todo». La única arma que portaba, como se comprenderá, era su amor maternal.

A su hija Beatriz —la Alicia Caro del cine mejicano— le hace esta declaración:

…Yo gritaré a lo lejos

que te adoré como ninguna madre

haya querido su pedazo de entraña,

así como aman las tigresas

al cachorro indefenso,

con alma, con dolor, con ambiciones…

Y a su hijo Mario le revela:

¡Pobre hijo mío, que heredaste mi alma

soñadora, romántica y enferma;

tú ignoras que con lágrimas de sangre

abonan sus jardines los poetas….!

Su vena maternal es admirable. Las antologías recogen de esta cosecha dos poemas extraordinarios: A Beatriz y Elefante de viento. La titánica lucha sostenida en Méjico para proteger y educar a sus hijos, hasta convertirlos en elementos prestantes de la sociedad, es un canto a la maternidad. Por sus hijos renuncia a la patria y suspende sus giras internacionales, y por ellos ha quedado escrita esta bella parábola del amor materno.

La resonante época de éxitos que vive en la década de los años treinta, cuando en sus giras por el continente americano recibía calurosos homenajes de la prensa, de los escritores y del público en general, se suspende en 1939 debido al irreconciliable conflicto conyugal, que la obliga a ausentarse de Colombia. «La razón de mi vida —manifiesta— era y ha sido el amor a mis hijos, por quienes dejé todo para radicarme en Méjico, huyendo de la persecución de mi marido. Ya en ese país y sin medios suficientes para sostenerme, me vi obligada a trabajar en periodismo para subsistir y atender a la educación de mis hijos».

Laura Victoria interrumpe las giras y la intensa labor literaria. Se dedica en el país azteca al simple ejercicio de ganarse la vida como agregada cultural de nuestra embajada y como reportera de prensa. Años después viajará a Roma con el mismo cargo diplomático, y luego regresa en forma definitiva al país azteca, que la acoge con admiración y cariño. Pero su inspiración poética no queda clausurada. Trabaja en silencio su obra, alejada ya de los elogios y las lisonjas, y se dedica al estudio de los temas bíblicos, faceta sorpresiva y sorprendente que nadie se imaginaba, y ni siquiera su tío el canónigo, que sólo veía en ella un alma descarriada y una escritora disipada.

Las grandes líricas latinoamericanas

La poesía elaborada por mujeres latinoamericanas tuvo en la primera parte de este siglo una época estelar que conmovió a la gente con sus mensajes de profundo contenido humano. Nunca antes ni después han existido expresiones más bellas, ni más espontá­neas y trascendentales, como las que lanzaron estas seis mujeres que desde diversos países conformaron el primer boom de escritoras latinoa­mericanas, mucho tiempo antes de que lo hicieran los hombres con el conocido boom de nuestros días. La diferencia sobre los hombres reside en que las poetisas no perseguían fines publicitarios, ni editoriales ni económicos. Estaban más hermanadas por el arte que comprometidas por ninguna regla ni movimiento, que no necesita­ban. Su único vaso comunicante era la poesía.

Antes de ellas apenas hay noticia de fugaces sombras femeninas que irrumpían en las letras y luego desaparecían. Pocas dijeron su angustia. Pocas revelaron su propia emoción. La emoción no puede existir sin nervio, sin inspiración, sin entraña. La poesía es secreto de magia. Es placer estético, rito sacramental, y por eso no está sujeta a ninguna explicación. En esa zona de misterio apenas cabe el asombro.

Las seis líricas del romanticismo latinoamericano son la chilena Gabriela Mistral, la argentina Alfonsina Storni, las uruguayas Juana de Ibarbourou y Delmira Agustini, la mejicana Rosario Sansores y la colombiana Laura Victoria. Fueron ellas decididas defensoras del feminismo y estremecieron con sus versos lle­nos de ternura, de imaginación y formas clásicas, las fibras más íntimas del alma.

En esta Feria Internacional del Libro, donde estamos honran­do la figura de Laura Victoria como una de las precursoras —acaso la más valiente— de las campañas liberadoras de la mujer colombia­na, es preciso mencionar este momento histórico de sus compañeras de producción literaria, quienes al igual que la colom­biana fueron abanderadas de la causa femenina y realizaron una poesía magistral.

Ellas —con excepción de Delmira Agustini, muerta en 1914, cuando la poetisa soatense comenzaba apenas a sentir los primeros aleteos de la inspiración— tuvieron conceptos elogiosos para la obra de nuestra compatriota y varias fueron sus amigas personales. Gabriela Mistral le expresa: «Ocupa usted un puesto principal en la literatura sudamericana. Siga haciendo poemas lindos como los que me manda, que la vida le señala un camino de gloria». Alfonsina Storni anota: «La poesía colombiana ha ganado con usted en refinamiento y emoción. Sus versos son de una factura pulcra y elegante, a la vez que encierran pensamientos profundos».

Juana de Ibarbourou ensalza su poesía como “intensa, joven, vital; verdadera joya”. Rosario Sansores, que escribió el prólogo del segundo libro de Laura Victoria, Cráter sellado (1938), presenta este juicio: «Alguien, al hablar de ella, dice que es la Juana de Ibarbourou de Colombia. No hay tal. No copia imágenes ajenas; su sensibilidad no tiene nada de común con la de sus hermanas en arte a pesar de ser, como la de ellas, profundamente femenina».

La misma Sansores, refiriéndose en aquella época —y ha pasado más de medio siglo— al ansia de libertad de su colega colombiana, formula estas precisiones, que hoy adquieren especial significado para entender el sacrificio de Laura Victoria en aras de la libertad y de la poesía: «Nacer poeta y nacer en un medio estrecho, constituye una de las grandes tragedias de muchos artistas. Cuando se posee alas vigorosas, se siente el afán de tenderlas hacia el horizonte abierto (…) Laura Victoria nació con un alma sedienta de horizontes y libertad, pero el destino le negó el derecho de extender sus alas. Entonces, ella se rebeló como el ángel divino y eligió su propia senda (…)»

Asombrosas coincidencias

Y ya que nos hallamos situados en este surgir poético de América, encarnado en la más grandiosa generación de mujeres románticas que haya tenido el continente en toda su historia, quiero volver sobre una página mía para recordar las similitudes que existen entre ella y Gabriela Mistral:

El padre de Gabriela era hombre instruido y de aspecto imponen­te, al igual que el de Laura Victoria, que era prestigioso jurisconsulto. Las dos se inician como maestras.  Gabriela es laureada en los Juegos Florales celebrados en Santiago en 1914, y Laura Victoria es la ganadora del mismo certamen ocurrido en Girardot en 1937. La una, Lucila Godoy, adopta el seudónimo de Gabriela Mistral; y la otra, Gertrudis Peñuela, el de Laura Victoria, nombres poéticos que se harían famosos en las letras. Ambas ejercen el periodismo. Viajeras incansables, reciben Iguales aplausos en sus giras artísticas por los países de América. Aman a Méjico como su segunda patria americana.

El prestigioso ensayista y crítico español Federico de Onís anima a Gabriela a publicar su primer libro, Desolación; y es el mismo que pondera con estas palabras el primer libro de nuestra compatriota: «Laura Victoria es una de las personalidades más sobresalientes de Hispanoamérica. Su obra poética ha volado por todo el continente en alas de la fama».

Ambas ocupan cargos en la diplomacia de sus naciones. Tanto Laura Victoria como Gabriela, fervientes enamoradas, sufren hondas desgarraduras sentimentales por parecidos desengaños. Son lectoras permanentes de la Biblia y en su poesía quedan señales de ese influjo, que marcará en sus creaciones profundas huellas místicas; mientras Gabriela Mistral hace evidente dicha influencia en varios de sus poemas, sobre todo en los libros Tala y Lagar, Laura Victoria se dedica, desde su estadía en Méjico, al estudio de las Sagradas Escrituras y a la elaboración de su poesía mística.

Se trata de dos almas gemelas. Dos poderosas revelaciones que, hermanadas con Juana, Alfonsina, Delmira y Rosario, escriben el acento del amor delirante y el sentimiento ennoblecido. Hasta los rasgos físicos de estas dos mujeres, sobre todo en edad avanzada, encuentran semejanza. Un biógrafo de la chilena dice que sus manos eran «finas, largas, de lento movimiento, manos de sembradora espiritual, manos que parecían lirios»; son las mismas manos de la colombiana, que en sus artes de declamadora por los teatros de la fama y el aplauso se levantaban al cielo como en una plegaria encantada.

Viraje al misticismo

Una vez le pedí a Laura Victoria que me explicara su cambio de la poesía erótica a la poesía mística, y me respondió: «El viraje de la poesía romántica sensual a la poesía mística se debió a las hondas raíces religiosas que siempre he tenido y al estudio constante de las Sagradas Escrituras, estudio que me ha conducido al conocimiento profundo de Jesucristo y de su doctrina, lo que ha originado mi acercamiento a la vida mística: por eso mi poesía de los últimos años está impregnada de amor a Dios».

La distancia entre la poesía romántica y la poesía mística es muy corta. Ambas traducen un éxtasis del alma, una embriaguez de la emoción. Del amor humano se llega al amor divino cuando se sabe interpretar a Dios como fuente de todos los goces. Laura Victoria, que tanto había amado con sus versos de fuego, un día se detiene, cual otro Alberto Ángel Montoya, y se encuentra con Cristo. Y cual otra Teresa de Ávila, o Juana de la Cruz, o Francisca Josefa del Castillo, se va en busca de la vida contemplativa y se sumerge en los temas bíblicos. Esto siguió a su vida agitada y resonante entre los escenarios del encomio y los estrados judiciales.

Consultando notas diversas para elaborar estos perfiles sobre mi paisana soatense, me he hallado con las siguientes palabras del poeta Rafael Ortiz González —muerto hace poco—, escritas en la tercera edición de Llamas azules (1962):

Para nosotros la poética de esta mujer tiene también un arrobo místico, no por humano menos uncioso (…) No seríamos profetas si afirmáramos que los futuros libros de Laura Victoria estarán contagiados de esta emoción divina, ya que del místico de la pasión santificada, al místico de la oración iluminada, no hay sino un pequeño espacio, como el que existe entre una lágrima de dolor y una lágrima de felicidad. La poesía de Laura Victoria es una alta poesía de ave y por eso tiene alas. Casta y ardiente, pura y amorosa.

En Laura Victoria se distinguen cuatro facetas muy definidas: la romántica, la sensual, la mística y la bíblica. Sobre todas ellas deja huellas perdurables. Podemos hablar de una escritora versátil e inquietante, y por eso mismo admirable. El jesuita Óscar González Quevedo, doctor en teología y en Sagradas Escrituras, expresa elevado concepto sobre el libro de Laura Victoria Actualidad de las profecías bíblicas, que refrenda el empeño vigoroso que nuestra coterránea desplegó en tierra ajena hasta conquistar este galardón. Y dice:

El suyo es un libro diferente. He leído muchos libros sobre las profecías bíblicas, escritos por sabios teólogos y exégetas, libros llenos de notas eruditas, de interpretaciones muy razonadas y muy complicadas. Pero su libro es claro. Es diáfano. No parece un libro de interpretación de profecías. Parece un libro de historia (…) Y tal vez otro valor importantísimo de su libro sea el de estar escrito por usted,  periodista y poetisa. Estilo bello y escueto. Noticia encantadora».

La patria lejana

Esta es la fulgurante mujer que en los años 20 produjo sorpresa con su afán poético y su desenfado social, y que en la década de los 30 revolucionó la poesía colombiana. Esta es la mujer del romanticismo sensual en su despertar a la vida, y de la contemplación mística en su edad adulta. Aquí está la dama lanzada contra los convencionalis­mos de la sociedad apergaminada y gazmoña; la mujer religiosa —y a la vez mundana— opuesta al fanatismo clerical; la esposa sorprendida a la que se intentaba cortarle las alas de la libertad y el fluir de la inspiración; la madre desafiante que, por salvar los frutos de sus entrañas, se encaró a todas las amenazas y todos los peligros y prefirió el silencio al embriagante clamor de las multitudes.

Esta es Laura Victoria, la de los versos audaces y los aplausos tempranos; la que llevó el nombre de Colombia, como bandera airosa, por los vientos de América; la que estremeció con su palabra enamorada las reconditeces del alma. Aquí está la diosa de la poesía en aquellas calendas en que la mujer sólo balbucía en los templos plegarias calladas y murmuraba protestas rabiosas en la conciencia reprimida. Esta mujer, hoy olvidada en Colombia, es la heroína del amor maternal y la abanderada de la libertad.

Sus libros se quedaron silenciados. No volvieron a circular desde que inició su largo, su penoso destierro. La trajimos de Méjico hace dos años y la acompañamos en el lanzamiento de sus tres últimos libros, que victoriosos salieron al aire como una cosecha detenida en el tiempo. Colombia ha sido ingrata con ella. Las nuevas corrientes literarias la ignoran, y los promotores culturales no la conocen o no les interesa divulgar su obra. Parecen ignorar que su gloria es patrimonio de la literatura colombiana.

En un recorrido que hice hace pocos años por la galería de personas célebres instalada en la Biblioteca Departamental Eduardo Torres Quintero, de la ciudad de Tunja, observé que faltaba el retrato de esta boyacense ilustre. Hice notar el vacío y me quedé con la sospecha de que allí, en su propia comarca, su imagen estaba condenada al olvido. Ojalá me entere con el tiempo de que alguien se ha encargado de rectificar tamaña omisión. Su nombre está vivo, por fortuna, para el recuerdo de las futuras generaciones, en la Casa de Cultura de Soatá.

Nuestra amiga, en su dura ausencia que ya no es posible suspender, vive pesarosa de su tierra colombiana. Añora el país, su gente y sus paisajes. El corazón encanecido le ha cancelado muchas ilusiones. Pero queda su poesía, legado que nunca morirá. Ella, con tono melancólico, exclamó un día:

Patria, para quererte más es necesario

beber el barro de tu ausencia,

mirarte desde lejos

en tus rectas llanuras,

en tus valles floridos,

en los ríos anchurosos

que corren vertiginosamente

sobre tu piel morena.

Lejos de ti no saben

el pan ni la alegría;

no hay aliento tan puro

como el de tus montañas,

ni abrazo más inmenso

que el de tus cordilleras…

Su obra

Siete libros conforman el legado literario de Laura Victoria: Llamas azules (Bogotá, 1933); Cráter sellado (Méjico, 1938); Cuando florece el llanto (España, 1960); Viaje a Jerusalén (Méjico, 1985); Itinerario del recuerdo (Soatá, 1988); Actualidad de las profecías bíblicas (Academia Boyacense de Historia, 1989); Crepúsculo (Universidad Central, 1989).

«En secreto»

El Instituto de Cultura y Bellas Artes de Boyacá me ha invitado a ocupar esta tribuna dentro de la Feria Internacional del Libro, que este año ha escogido a la mujer como personaje central de la programación. Y aquí estoy con mi mensaje de admiración hacia la figura memorable de Laura Victoria, cuyo significado histórico es preciso rescatar.

A mi comarca boyacense le pido que vuelva al pasado y desempolve su poesía magistral, y al país le digo que sólo la voz de los poetas hace posible la civilización del mundo y el progreso de los pueblos. Sé que Laura Victoria, desde su silencioso apartamento de la Avenida Coyoacán en Ciudad de Méjico, donde en lentas horas vive rumiando sus recuerdos, nos escucha. Como homenaje a ella recordemos el poema En secreto, que le dio la mayor popularidad en sus años jóvenes:

Ven, acércate más, bebe en mi boca

esto que llamas nieve;

verás que con tu aliento se desata,

verás que entre tus labios se enrojecen

los pétalos de ámbar…

Ven, acércate más.

Muerde mi carne

con tus manos morenas;

verás qué dulcemente se desmaya

el cactus de mi cuerpo,

y surge tenue de la nieve dura

la misteriosa suavidad del nácar.

No sentirás mi carne llamearse

con tersas rosas cárdenas,

pero sabrás que es tibia como un nido

de plumas sonrosadas…

Ven, acércate más,

bebe el aliento

que se aleja de mi como una ráfaga;

en vez de fuego sentirás el fresco

despliegue de mis alas…

Deja que entre tu pelo se deshojen

mis manos delicadas;

sabré quererte con piedad de arrullo,

sabré dormirte con calor de lágrimas.

Nadie en la vida te dará más seda

que la que yo destrenzaré en tu almohada;

tendrá el olor del musgo humedecido

y una sutil irradiación castaña.

Ven, acércate más.

Para tu cuerpo

seré una azul ondulación de llama,

y si tu ardor entre mi nieve prende,

y si mi nieve entre tu fuego cuaja,

verás mi cuerpo convertirse en cuna

para que el hijo de tus sueños nazca.

Repertorio Boyacense, Academia Boyacense de Historia, N° 327, enero-junio/1991
Hojas Universitarias, Universidad Central, Bogotá, diciembre de 1991
Revista Principia Iuris, Universidad Santo Domingo de Aquino, Tunja, diciembre/99  

 

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James Joyce, o la tenacidad

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Este 13 de enero de 1991 se cumplieron 50 años de la muerte, en la ciudad de Zurich, de quien ha sido llamado el mago de la novela contemporánea, el irlan­dés James Joyce. Toneladas de palabras se han volcado sobre su memoria, y los críticos del mundo han erigido un monumento a su obra prodigiosa, Ulises, la cual revolucionó el concepto de la novela. Hay críticos que lo consideran el novelista más importante de este siglo.

Freud y Joyce son los padres del sicoanálisis, el uno en el campo médico y el otro en la creación estéti­ca. El novelista logró con Ulises múltiples resonancias por su penetración en las zonas del inconsciente y el subconsciente, movidas con la técnica del monólogo in­terior, método audaz que hace despertar el mundo íntimo para que la persono se encuentre con su al­ma. Joyce cumple tal maestría con su obra, que el relato, de inmensa intensidad sicológica, sólo corresponde a un día en la existencia del protagonista Leopoldo Bloom.

James Joyce está analizado bajo un sinnúmero de pers­pectiva por toda clase de enfoques, desde los más traji­nados hasta los más novedosos. Ahora mismo, al conmemo­rarse el cincuentenario de su fallecimiento, los periódi­cos y revistas del orbe han abierto sus páginas a los más variados análisis sobre la personalidad del escritor y la trascendencia de su libro cumbre y del resto de su obra, entre la que se destacan Retrato del artista adolescente y Gente de Dublín.

Hay una llamativa faceta en la vida de Joyce que tal vez es la menos explorada. Se trata de su espíritu tenaz en la búsqueda de su carrera literaria. Vale la pena que le dediquemos breve espacio a factor tan determi­nante del éxito en cualquier actividad. La mayoría de la gente fracasa porque no tiene constancia. En el caso de Joyce, mientras muchos inconvenientes surgían a su paso para que él fuera todo menos escritor, su vigorosa voluntad estuvo siempre dirigida hacia la literatura, a pesar de los fracasos y las frustraciones.

Adelanta sus primeros estudios en colegios de la Or­den de Jesús, dentro de la severa tradición católica que le venía desde la cuna, y más tarde por poco sigue la carrera religiosa. Pero prefiere las letras. Ya desde los nueve años demuestra vocación de escritor con sus fugaces incursiones en la poesía y el ensayo, e incluso en el comienzo de una novela. Desde entonces se sugestiona con el mito de Ulises –su héroe de la juventud y más tarde su pasión literaria–, hasta conse­guir realizar, pasados los años, su obra monumental.

Estudia medicina y la abandona. Con el tiempo será empleado de banco, actividad que, al igual que en el caso de Eliot, estaba desenfocada para la sensibilidad del artista. En  la universidad comienza a darse a co­nocer como crítico y ensayista. Se vuelve lector apa­sionado y con esa disciplina se le abre su futuro de escritor. También es amante de la música, co­mo su padre, afición que cuadra con su temperamento. En 1902 viaja a París y allí vive de la pluma por más de un año. Vuelve a estudiar medicina y de nuevo se da cuenta de que ese no es su campo. Se emplea como gacetillero y allí devora libro tras libro con la sed voraz de quien debe conquistar al ancho mundo de las letras.

Traduce obras de teatro que los editores rechazan una y otra vez. No se desanima. Comienza otra vez, y de nuevo recibe el portazo de los maestros. Da clases de inglés, idioma que llega a dominar, y con ellas se gana la vida, a la par que con notas en los periódicos, mientras por las noches escribe como un desesperado. Tras ardua lucha para la publicación de sus poemas, al fin logra en 1907 el editor para su primer libro,  Músi­ca de cámara. En 1916 se le despeja el horizonte con Retrato de un artista adolescente. En 1922 le llega el éxito arrollador: ha nacido Ulises.

Joyce estuvo siempre convencido del esfuerzo personal como ingrediente del triunfo. No se acobardó ante ningún obstáculo. Consideraba que el talento estaba primero que la fama. Y lo cultivó hasta conquistar la gloria.

El Espectador, Bogotá, 14-III-1991

 

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La magia de la palabra

jueves, 10 de noviembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

(En acto académico en la Universidad Central)

Si por magia se entiende la ciencia o el arte que enseña a hacer cosas extraordinarias, hemos de admi­tir que el escritor, que fabrica artifi­cios con la palabra, es un mago. Es el verbo don portentoso que Dios le otorgó al hombre para comuni­carse con sus congéneres, pero sobre todo para enno­blecer el alma y hermosear la vida.

El hombre, comunicador social por excelen­cia, aprendió desde los remotos orígenes de la huma­nidad a emitir sonidos articulados para expresar sus afanes y emociones, y más tarde implantó los primeros abecedarios que darían comienzo a la multiplicidad de lenguas que hoy permiten el entendimiento humano en todos los confines del planeta. Enhebrar palabras para crear belleza e ideas, y con las ideas armar revoluciones o pacificar los espíritus, es un milagro de la creación divina.

No creo que exista arma más poderosa que la palabra. En ella está concentrada la mayor dosis de invención de que es capaz el hombre. Su ejercicio cabal produ­ce estremecimiento. Unas veces embelesa y otras des­concierta. Su efecto tiene cierto parecido con el ra­yo, que deslumbra o fulmina. Vemos hoy, en nuestra pobre patria torturada, que las balas y la dinamita se combaten con los dardos de la palabra, y más tarde sabremos que la barbarie quedó derrotada con la razón, que es la que domina al universo.

No quiero hablar de la palabra destructora, sino de la palabra creadora. Es esta última la mano derecha del escritor y sin ella no seria posible el arte. Di­ce Fernando Soto Aparicio: «La palabra pinta, suena, abofetea, enamora, se dispara hacia el infinito o hacia el corazón, que viene a ser lo mismo; la pala­bra no tiene límites como no los tiene el nombre cuando aprende a entenderla (…) Por la palabra he en­tendido personas, injusticias, llamadas de auxilio, convulsiones sociales o plegarias».

El libro, que representa el mayor mensaje del es­píritu, no es más que un laberinto de palabras. Y és­tas, utilizadas con estrategia, harán del laberinto un edificio de ingenio y sorpresas. La fuerza del escritor reside en eso: en saber buscar y enlazar los vocablos para causar encantamiento. Muy en boga se halla hoy en la literatura latinoamericana el término de realismo mágico, que consiste en un delicioso juego de la mente para construir imágenes que transmitan fascinación.

El libro es un artículo hechizado. Su misterio está en ese raro encanto que determina el estilo. Todo hasta aquí parece una concatenación de fórmulas mágicas, desde aprender a leer y escribir hasta emborronar cuartillas y embarcarse en la aventura de los libros, una maravillosa andanza por los en­tresijos de la inteligencia.

Para ser escritor es indispensable ser buen lec­tor, y habrá que sospechar de quien, sin vastas lec­turas y sólida vocación, comete el atrevimiento de convertirse, por un arte de magia que aquí no es po­sible, en autor de libros. Máximo Gorki ya tenía pasión por la lectura a la edad de catorce años. Cercado por la pobreza ingresó como peón en una casa de burgueses, donde sólo se respiraba ambiente de ostentación y frivolidad. Mientras otros trabajadores mataban con licor sus ratos de ocio, el futuro escri­tor, que había descubierto en su barraca una biblio­teca abandonada, devoraba libro tras libro.

Ese contacto permanente con la palabra escrita, pero sobre todo el anhelo de adquirir conocimientos, le estructuraban la mente y le ensanchaban el corazón. El primer requisito para que el escritor pueda adap­tar el espíritu a la creación de las ideas es el de ser susceptible al mensaje que otros, consagrados ya en el exigente campo de las letras, han dejado como faros de navegación intelectual.

De tanto leer, con el tiempo terminó Gorki fami­liarizado con los grandes autores de la época. Y más tarde llegó a ser el genio de la literatura rusa, cuya obra recoge el ambiente de miseria del pueblo oprimido. El verdadero escritor ha de escribir siempre sobre la tragedia del hombre, porque esa es la fuente de todos los conflictos sociales. «Los libros –dice Gorki– son el evangelio del espíritu humano y reflejan la angus­tia y el tormento de la creciente alma del hombre».

Si escribir es un acto de humildad y de soledad, también es un deleite. Deleite esquivo, no compren­sible por las mentes prosaicas, que sólo se conquis­ta con perseverancia, con disciplina, con dolor y sangre. Del sacrificio, no lo dudemos, se obtiene lo mejor del arte.

Vengo a hacer hoy, en este augusto recinto de la Universidad Central, semillero que es de ideas, un acto de fe en el escritor colombiano. En este mundo moderno, caracterizado por la mediocridad y la indo­lencia, el escritor es un ser condenado al desdén y la incomprensión. Rindiéndole tributo, como lo hago con emoción y firmeza, sé que enaltezco lo que otros pisotean: el imperio de la palabra, privilegio de las minorías selectas.

Y lo hago con vanidad, porque también soy uno de los escogidos del arte, y al propio tiempo destaco el empeño solidario con que el líder del plantel, doctor Jorge Enrique Molina Mariño, fomenta la cultu­ra nacional. En esta universidad se rescata al escri­tor de las aguas procelosas de la ingratitud social. Y esto, doctor Molina, es hacer patria. No sé cuántos libros ha publicado hasta hoy el centró docente, y creo que la cuenta se le perdió al propio rector. Lo que importa es ver los estantes colmados de títulos colombianos. Manifiesta un pensador inglés que «la ver­dadera universidad hoy día son los libros». Con esta norma, nuestro rector ilustre ha hecho de su casa uni­versitaria una sementera del pensamiento.

Aquí ve la luz la novela Ventisca, mi sexto libro, que bien o mal escrita es ya una realidad palpable. Me cabe el honor gratísimo de colocar al lado de tanta obra erudita esta pequeña contribución al acervo de cultura que crece todos los días en estos predios del humanismo. Y como he venido a exaltar al escritor en su duro y regocijante oficio de sembrador de la palabra, es preciso el momento para repetir con Carlyle: «La ver­dad es que el arte es la cosa más maravillosa que el hombre ha imaginado».

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Revista Manizales, julio de 1990.
Aristos Internacional, n.° 46, Alicante (España), octubre/2021.

 

Comentarios
(noviembre de 2021)

Con la “La magia de la palabra” se comprueba, una vez más, tu destreza con la palabra escrita. Qué maravilla de estilo. Mauricio Borja Ávila, Bogotá.

A mi juicio, las palabras son como un alumbramiento en la vida del ser humano; las amamos, las degustamos como un buen vino; también nos alegran la vida, y algunas veces son dolorosas. Pero ellas, fuertes y vigorosas, nos enriquecen y animan. Inés Blanco, Bogotá.

Como buen mago, expresaste en unas pocas palabras los efectos que con ellas se pueden obtener y el placer que, bien empleadas, pueden generar en los seres humanos. Estoy de acuerdo en que la palabra es el arma más poderosa que existe. Es lamentable que, como toda arma, pueda ser utilizada también para provocar mal en muchas ocasiones. Eduardo Lozano Torres, Bogotá.

 

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