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El castigo de los inocentes (1)

lunes, 28 de octubre de 2013 Comments off

Gustavo Páez Escobar

Este es el cuarto artículo que en menos de dos años escribo sobre la ola de fraudes bancarios que estremece al país, y que lejos de reducirse ha crecido con hechos cada vez más perturbadores, según se establece por las noticias de prensa y por los correos llegados a esta columna.

Hasta donde puede captarse la dimensión de semejante desastre público, puede decirse que este flagelo se convirtió en dolor de cabeza para las entidades financieras y en lastre para la tranquilidad de los hogares. La gente se siente insegura para realizar sus transacciones bancarias, y la banca carece de herramientas eficaces para contrarrestar las técnicas sofisticadas que utilizan los delincuentes para apoderarse de los dineros de la clientela.

Según manifiesta la Asociación Bancaria de Colombia (Asobancaria), los organismos financieros gastaron en los últimos dos años más de doscientos millones de dólares para evitar el delito. Es decir, para blindarse contra el avance de la delincuencia, la que siempre responde con superiores métodos de fraude dentro de este mundo inextricable de la cibernética. Algo se ha logrado, por supuesto. Pero el mayor perdedor es siempre el cliente, que no tiene cómo defenderse contra el asalto –impune, en altísima proporción– de que son objeto los dineros depositados en los bancos.

Se dice que varias de las entidades financieras han contratado seguros suficientes para responder a la clientela por los fraudes. Es posible que así ocurra en algunos casos. Pero la inmensa mayoría de los colombianos estafados pierden sus reclamaciones ante las entidades, ya que estas suelen decir lo mismo, sin posibilidad de que el cliente pueda demostrar lo contrario: que la clave salió de la misma tarjeta entregada al titular, o del servicio de internet por él mismo manejado.

Es decir, que fue el cliente quien se descuidó y permitió que un tercero abusara de la confidencialidad de la clave. Esto no es cierto, y la banca lo sabe muy bien. Pero lo invoca para defender sus propios intereses. Como el caso se volvió común –y masivo, además–, existen formatos pregrabados para dar, en forma automática, la respectiva respuesta a la víctima del fraude. Es un engaño flagrante que de todas manera lo pagan los inocentes depositantes de la banca, que ven así asaltada su buena fe. Si se acude al defensor del cliente o a la Superintendencia Financiera, el resultado será el mismo.

Lo triste, lo aberrante, lo inequitativo, lo catastrófico, es que los defraudadores, ocultos en las sombras, son maestros en el manejo de tres sistemas demoledores: “phishing” (obtener información electrónica en forma fraudulenta), “phaming” (redireccionamiento de un dominio electrónico a otro fraudulento), “malware” (software “malintencionado”, o espía).

En los cajeros automáticos colocan cámaras invisibles y se apoderan de las claves. Copian la información de las bandas magnéticas, clonan las tarjetas, suplantan la identidad, ejecutan a su amaño la serie multitudinaria de robos financieros que ocurren en el país… Y nada les pasa. Todo sale del bolsillo de los clientes. Son ellos los grandes contribuyentes de esta red monstruosa montada al lado de la red cibernética que está distorsionando la vida económica del país y arruinando la paz y la salud de mucha gente.

Como corolario de este panorama sombrío –e inicuo–, por todos conocido, copio la siguiente carta, una más de las tantas que llegan a esta columna sobre el mismo tema:

“Soy una víctima de fraude bancario por el Banco de Bogotá por la suma de nueve millones de pesos, soy muy cuidadosa con mi tarjeta y en ningún momento la perdí, fue por internet pagando unas planillas de seguridad social de empresas, hubo muchas irregularidades del Banco que plasmé en la carta de reclamación (…) Después de casi dos meses me responden que el Banco no devuelve nada, que las transacciones fueron realizadas exitosas, o sea que yo las realicé (…) Mi situación económica no es buena, soy madre separada, tengo que ver por mis tres hijos, uno de ellos es especial y requiere de muchos cuidados y mi salud tampoco es buena. Pilar Bohada”.

El Espectador, Bogotá, 12-IV-2012.
Eje 21, Manizales, 13-IV-2012.
La Crónica del Quindío, Armenia, 14-IV-2012.

* * *

Comentarios:

Gracias por llevar a la luz pública este grave problema de impunidad para los defraudadores y de «lavado de manos» de nuestros billonarios bancos. He sufrido el robo de dos de mis cuentas y es al banco donde han «entrado» electrónicamente para saber mis claves. Pero ni el banco ni el supuesto «Defensor» hacen nada para devolver el dinero y proteger las cuentas. Albamor (correo a El Espectador).

Gracias por tu buen artículo que revela el refinamiento de métodos delincuenciales en los que el fácil expediente del sector financiero es echarles la culpa a los defraudadores externos y alzarse de hombros. Alpher Rojas Carvajal, Bogotá.

Qué noticias desastrosas da esta columna. Pero gracias por dejarnos saber a quienes estamos lejos del país y tenemos alguna cuenta bancaria o de ahorro en Colombia. Colombia Paez, periodista de El Nuevo Herald, Miami.

Siempre el “paganini” es el cuentahabiente, comparable con los desfalcos de la contratación en que el pueblo paga con los impuestos y la justicia premia a los estafadores con castigos ínfimos tanto monetariamente como con mínima cárcel. Humberto Escobar Molano, Bogotá.

Eso es abordar con autoridad un tema. Todo avance tecnológico presenta, siempre, una faz negativa. Así ha ocurrido desde que el hombre habita la tierra, pero no resulta justo que el usuario, casi en toda ocasión,  el de menos recursos,  termine siendo la víctima de la falta de controles de las entidades financieras y de los organismos de vigilancia de ellos. Gustavo Valencia García, Armenia.

Aquí se legisla para mantener y aumentar las prerrogativas de los bancos. ¿Cómo es posible que una chequera de 30 cheques valga $130.000, que en proporción a su tamaño es  más cara que un libro de medicina? Carlos Abdul (correo a El Espectador).

Si los bancos son obligados a responder, ahí sí se acabará este robo o fraude descarado, o llegará a la mínima expresión. Lira (correo enviado a El Espectador).

En días pasados me llamaron de la entidad financiera para ofrecerme el famoso seguro antirrobo de mi tarjeta de crédito. Esto me hizo cuestionar las garantías que me ofrece la entidad que me presta el servicio de crédito (Colpatria). ¿Cómo así que yo tengo que asumir el costo de protección? Encima de pagar una altísima cuota de manejo que me cobran,  encima del interés oneroso por los dineros utilizados, encima de las comisiones que me roban por pedir un simple extracto… Lo ancho para ellos, lo angosto para uno. Aristóbulo Socarrás (correo a El Espectador).

Monólogo de la corbata

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Nací de un simple trozo de tela, por pura casualidad (así ocurre con los grandes descubrimientos), y a la vuelta de los años me convertí en árbitra de la moda masculina y, lo más increíble, en dictadora del hombre.

A veces éste trata de liberarse de mi dominio, pero no lo consigue. Esto, por ejemplo, sucede en Japón, donde el primer ministro, señor Koizumi, pretende prohibir durante el verano el uso de la corbata en las oficinas públicas, y hay que ver la lluvia de protestas que cayeron sobre el funcionario.

Son varias las versiones que existen sobre mi aparición en el mundo. Yo no niego ninguna y me solazo con todas, porque así me rodean de mayor misterio. Algunos afirman que mi origen data del siglo I, cuando en los días calurosos los soldados romanos se enrollaban al cuello una especie de bufanda empapada en agua, para refrescar el cuerpo. De ahí, dicen, surgió la idea de la corbata. Otros me ubican en el siglo III, en tiempos del emperador chino Qin Shi, cuando los soldados portaban unas prendas muy parecidas a la corbata actual.

La noticia más extendida sitúa mi origen en el siglo XVII, en las guerras del ejército croata, en las que los soldados engalanaban sus uniformes con pintorescas pañoletas anudadas al cuello. «Corbata» proviene del vocablo italiano «cravatta», término muy afín a «croata». No quede duda: como poseo sangre guerrera y estirpe imperial, he sorbido vientos y aplacado tempestades en alas de los jinetes croatas. Por eso, mi carta de nacionalidad procede de Italia.

De allí viajé a Francia e Inglaterra, países campeones de la moda. Después me desplacé por todas las latitudes del planeta: aprendí todos los idiomas; ingresé a todos los salones, partidos y religiones; me pegué a soberanos y plebeyos y me convertí en aliada inseparable del hombre. En su amiga secreta.

Pero no faltan los detractores. La pregunta más común que me hacen es ésta: ¿para qué sirve la corbata si no es una prenda de vestir, ni abriga, ni es cómoda, ni tiene bolsillos, ni posee ninguna utilidad? Ellos, por supuesto, no aceptan que constituyo un complemento decorativo, que imprime distinción y prestigio. Soy inevitable para el hombre moderno, facilito la vida de los negocios y actúo como nexo seductor para la conquista amorosa. Para mayor garbo, exhibo pasadores, alfileres y dijes de oro. Y llevo micrófonos ocultos para descubrir a mis enemigos.

El mundo se encuentra dividido en dos bandos: los que llevan corbata y los descorbatados. Ganan los primeros. Con los necios es mejor no discutir, y por eso me veo precisada a lanzarles esta diatriba: «Un imbécil con corbata es un imbécil elegante». Las mujeres definen a un hombre por la corbata que usa.

Mi pasado es limpio, transparente, indiscutible, pero a alguien se le ocurrió decir que mi cuna es bastarda. ¿Qué dijo el atrevido? Nada menos que esta monstruosidad: «Quiero contarte en secreto que tu verdadero padre no fue el ejército croata, ni ejército alguno, sino un inglés anónimo que hace dos siglos se puso un lazo ensangrentado en el cuello para protestar por la condena injusta de su padre a morir en la horca. Con la soga al cuello, llamó la atención de la sociedad. De aquel acto inicuo (mejor, de aquel lazo sangriento) naciste tú, querida corbata».

Con toda firmeza rechacé el oprobio, pero quedé recelosa. Hija bastarda… ¡Imposible, si por las venas me corre sangre azul! «Ciento por ciento pura seda», rezan las etiquetas con que halago la vanidad de los hombres. Sin embargo, todo es posible, me respondió mi interlocutor. ¿Por qué no? Mientras para unos somos príncipes, para otros somos demonios. No hay abolengo que no tenga manchas ocultas. Palacios relucientes se convierten en tinieblas. Dinastías enteras se caen por culpa de alguna impureza irredimible. La seda más fina se deshilacha y puede volverse tela burda…

De todas maneras, juré no revelar la confidencia a nadie. Así, mi alto linaje se mantiene fulgurante ante los ojos del universo. Los hombres hablan bellezas mías, me asedian, me apetecen y se han inventado las formas más variadas para lucirme –y lucirse ellos mismos, jactanciosos que son– en soberbias pintas. Y las mujeres se derriten ante la figura apuesta resaltada por una corbata varonil. Soy un símbolo sexual, y con esto lo digo todo. La infinidad de colores, diseños, figuras, nudos, trucos y toda suerte de señuelos escondidos en mi epidermis seductora producen perturbación en el género femenino.

En definitiva, gobierno el mundo. Manejo al hombre a mi capricho. Él no puede prescindir de mí. Auténtica o adulterada, me convertí en un amuleto del hombre refinado. A la gente burda la desprecio. Y le di al hombre un hijo encantador, el corbatín. Atavío de príncipes, que me hace añorar galantes épocas cortesanas por los países de Europa. Es una criatura preciosa, que merece otro panegírico vibrante, pero por hoy se me agotó el discurso.

El Espectador, Bogotá, 7-VII-2005.
Revista La Píldora, Cali, octubre-noviembre/2005.

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El padre vendedor

viernes, 16 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Nunca antes se había visto tal proliferación de publicidad alrededor del padre. Llamativos avisos en los periódicos, insistentes pregones en radio y televisión, revistas y folletos primorosamente elaborados, volantes silenciosos que se deslizan por las puertas de las residencias, correos misteriosos que llegan a los hogares exaltando las virtudes del santo varón… todo conduce a lo mismo: a vender.

Nos volvieron materia mercantil. Nos maquillaron la imagen y nos borraron los defectos. De la noche a la mañana nos volvimos virtuosos, simpáticos, leales… ¡inmejorables! Vean esta cuña formidable: «Para todos Ellos»… (en mayúscula, naturalmente). «Para los Vanidosos, Emprendedores, Tímidos, Hogareños, Simpáticos, Deportistas» (no importa que se abuse de las mayúsculas con tal de encumbrar nuestras cualidades. Los publicistas nos inflan, pero nos estiman   con afecto monetario). Para todos Ellos hay regalos en»… (omito decir dónde, para no hacer propaganda gratuita).

Otro aviso: «¡Papá merece lo mejor de Estados Unidos!» (esta vez el publicista respeta los dos signos de admiración, y sugiere, en cambio, la compra de un computador para el rey del hogar). Mi dulce esposa, que está al lado, me dice al oído: «Si la platica ya no alcanza para el mercado –por culpa de Samper, no tuya–, menos alcanzará para regalarte el computador que mereces. Y tampoco, perdóname, el reloj Cartier ni la silla reclinomática”.

Tan mala está la situación económica del país, que los comerciantes tuvieron que echar mano de una figura ajada y desvalorizada: la del padre. Les fue tan mal con el día de la madre, ese sí un real acontecimiento, que ya se agotaron las ganancias. ¿Pero cuáles ganancias? Con lo que se vende, señor ministro de Hacienda, apenas se saca para el arriendo del local y el salario mínimo de la cajera. El comercio está quebrado, la industria anda en concordato, la agricultura se acabó, los impuestos… Y como no hay dinero sobrante, este año nos van a quedar debiendo el día del padre.

Está bien que se exalte a ese ser maravilloso, único e irrepetible, que es la madre, y que se monten en su honor ventas fabulosas. Pero el padre… ¿Me permiten que proteste en nombre de todos los padres de Colombia? Lo primero que debe decirse es que no merecemos tanto. Ese personaje angelical que muestra la propaganda (que somos nosotros, símbolo de dinero) sencillamente no existe. Nace de una ficción de los publicistas.

En medio de todo, yo quiero a los publicistas, por eso de las fantasías. Nos pintan de mil colores y nos venden bondadosos y tiernos, sufridos y resistentes, amorosos y caseros. Para los magos de los almacenes somos perfectos. Pero no hay tal. Lo que sucede es que el padre, consumidor como es, tiene que estar en la moda. Por eso se le asocia con los vestidos de paño, los sacos, las camisas, las corbatas, los calzoncillos, las chaquetas, los perfumes, los licores… Imagínense ustedes cómo se haría para vender y subsistir, en época  de tanta penuria, si no fuera utilizando los trucos de la propaganda.

Pero el país va mal, pésimo, señor Presidente, a pesar de tanto padre eminente y sacrificado (y no incluyo aquí a los honorables padres de la patria, pues las cosas terminarían complicándose mucho más).

Pegado a los artificios de las ventas leo en este diario la consulta que formula una esposa mártir, violada por su propio esposo durante 15 años, quien debe acceder a sus pretensiones a punta de golpizas. Dice la heroína de esta historia: «A veces he preferido que él haga todo lo que quiera en contra de mis deseos y de mi voluntad, con tal de evitar otro escándalo». Y a mí se me ocurre preguntar: ¿También él está de fiesta en el día clásico y desde luego comercial del padre? ¡El rey del hogar! Al fin y al cabo, hay quienes viven de mentiras.

El Espectador, Bogotá, 13-VI-1997.

 

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Humor en Calarcá

viernes, 11 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Se adelantan los preparativos para realizar en Calarcá, en 1991, el II Festival Mundial del Humor Gráfico. El primer encuentro de humoristas se efec­tuó en la misma ciudad en 1989. En aquella oportuni­dad se logró la participación de 700 caricaturis­tas y 15 escritores que representaron 2.800 obras de más de 20 países. El patrocinador del evento fue la firma Danaranjo y además se contó con la colaboración del Ministerio de Relaciones Exteriores.

La entidad organizadora es la Fundación Proarte Calarcá, que tiene como sede la Casa de la Cultu­ra de dicha ciudad. Entre sus principales objetivos fi­guran la defensa de los derechos humanos, la recupera­ción del archivo municipal, la promoción cultural y el impulso de programas cívicos.

No es fácil la subsistencia de este tipo de orga­nizaciones cuando carecen, como ocurre en el presente caso, de apoyo oficial. Sin embargo, el primer festi­val constituyó completo éxito y así lo registró la prensa nacional. El costo de la reunión ascendió a $  20 millones, cifra que es demostrativa de los esfuerzos que hay que desarrollar en la búsqueda de los recursos económicos.

En la Villa del Cacique trabaja con entusiasmo un grupo de valientes calarqueños que va a sacar adelan­te el nuevo compromiso. Dicen ellos que no obstante las dificultades que surgieron, lograron lo más importante: «Demostrar a los colombianos indiferentes y a un Quindío escéptico nuestra capacidad y la fuerza de un equi­po de gente decidida a hacer cosas por la región y el país.

De nuevo la junta organizadora se enfrenta al ma­yor escollo: el costo del festival. Como la tesore­ría vive en situación precaria, es necesario tocar en muchas puertas, sobre todo del sector privado, para atender los gastos, que son similares a los de la reunión anterior: $ 20 millones.

Las empresas que se vinculen como patrocinadoras recibirán en compensación una serie de ventajas pu­blicitarias que divulgarán su nombre, tanto en Co­lombia como en el exterior, a través de afiches, ban­derines, catálogos y otros sistemas de comunicación. Cartel del Arte, de Bogotá, que asocia a numerosos caricaturistas colombianos, presta su asesoría para el buen éxito de esta cita del humor internacional.

Es deseable que el encuentro de 1991 vuelva a po­ner otra nota amable en el panorama de un país sumer­gido en serias dificultades sociales. En Calarcá se congregarán profesionales del humor que competirán con su ingenio y dejarán sus mensajes sobre la rea­lidad colombiana. Como eje de estas expresiones se propone el tema del Descubrimiento de América, en la proximidad de sus 500 años de vida, para que los artistas analicen tanto el hecho del surgimiento del nuevo mundo como del futuro en expectativa.

Hay varios premios en dólares, trofeos y mencio­nes de honor. Estos estímulos, tan convenientes en el arte, representan un acicate para mover la creati­vidad.

*

El humor gráfico es una de las manifestaciones más agudas del espíritu. Colombia es país fértil en este campo de la inteligencia. Una buena caricatura habla más que un editorial escrito. La caricatura es un edi­torial dibujado y su ciencia reside en la penetración de sus sugerencias. El humor es cosa seria. Dijo Lyn Yutang: «La función química del humor es ésta: cam­biar el carácter de nuestros pensamientos”.

El Espectador, Bogotá, 21-XI-1990.

 

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El vuelo 594

jueves, 10 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Avianca anuncia desde Bogotá vuelos diarios a Valledupar y Riohacha, a las 9:45 de la mañana, con excepción de los sábados. Según la norma actual hay que estar en el aeropuerto con dos horas de anticipación. Usted gas­ta una hora en arreglarse, desayunar y tomar el taxi. Y otra hora se le va al aeropuerto luchando contra un trá­fico endemoniado. Por lo tanto, su día de viaje ha comen­zado a las 5:45 de la mañana.

Obtenido en el aeropuerto el pasaje para abordar, luego de haber sido sometidos usted y su maleta a las requisas y los manoseos desapacibles que nunca descubren nada, descansará al fin en la sala común de la desespe­ración. Si mira a su alrededor encentrará caras largas y espíritus lánguidos. Nadie ríe, porque la vida de los aeropuertos es áspera.

En fin, hay que viajar a Riohacha. Como a estas al­turas de su audacia usted ya se ha hecho embolar, ha leído el periódico y ha tratado de concentrarse en el libro que lleva a la mano, supone que en pocos minutos anunciarán el vuelo 594. Consulta el reloj y observa, con inexplicable alborozo, que son las 9:30. Quince mi­nutos más no son nada dentro de este calvario de las re­signaciones.

A las 10, cuando vuelve en sí, cree que por sordo (otro de los castigos de esta ciudad de los pitos y las estridencias) lo ha dejado el avión. Vuela (y aquí sí es cierto el término) hasta el tablero electrónico y se alegra cuando comprueba que el aparato todavía no ha co­menzado a deslizarse por la pista: lo han aplazado para las 11 de la mañana.

A las 11 una vocecita tierna y azucarada comunica a los interesados en el vuelo 594 que éste saldrá a las 12:20.  iConfirmado!, agrega con tono encantador. A us­ted le provoca darle un beso, pero en ese momento recuerda que hace 15 días también había llegado, entre aplazamiento y aplazamiento, hasta las 2:30 de la tar­de, hora en que la vocecita musical informó la cancela­ción del vuelo. No ha olvidado, además, que otro día lo llamaron a la casa a las 6 de la tarde para comunicarle que el vuelo del día siguiente –el consabido 594– habla sido suspendido.

*

¡Pero ya estoy en Riohacha! Llegué a las 2:50 de la tarde. ¿Cuánto tiempo gasté en el viaje, en plena era de la propulsión a chorro? Hagamos la cuenta desde el momento en que di el primer paso de esta terrible aventura, repetida por tercera vez en dos semanas: ¡9 horas!

Mis compañeros del 594 me comentaban que esto es usual. Como no siempre el número de pasajeros satisfa­ce las aspiraciones de rentabilidad de la empresa, se da prelación a otros itinerarios o se acude al expe­diente más fácil: cancelar el vuelo. Con el servicio también se gana, pero esta regla suele olvidarse.

Entre aplazamientos, cancelaciones y femeninas voces almibaradas, sistemas ideales de tortura para acabar con la paciencia del santo Job, nació esta crónica. El incumplimiento es un distintivo del país y Avianca no es ninguna excepción.

La Guajira, la cenicienta de este paseo, es un terri­torio sufrido. Un territorio sin descubrir. Avianca de­bería cambiar el 594 por otro número de mejor suerte para la tierra mítica, rica en paisajes y embrujos, aunque víctima de maltratos. (A propósito: no sé si podré tomar el avión de regreso, ya que años atrás también me falló el 594 y me tocó quedarme otro día en la estepa solitaria…)

El Espectador, 1-V-1990.

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