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Réquiem por las máquinas viejas

martes, 29 de octubre de 2013 Comments off

Gustavo Páez Escobar

Álvaro León Pérez Franco, que trabajó conmigo en el Banco Popular de Armenia, del que fui gerente durante 15 años, se me había perdido de vista, y ahora aparece en París. Y me sugiere un tema para mi columna: el de las máquinas viejas, descontinuadas en los tiempos modernos, y que fueron en el pasado un eje indispensable de la vida empresarial.

Pérez Franco tuvo que vencer múltiples obstáculos para establecerse en París, a donde llegó hace 22 años sin hablar el idioma francés ni contar con ocupación laboral. Comenzó a desempeñar oficios humildes, aprendió por su propia cuenta el lenguaje necesario para hacerse entender, luego lo superó con cursos dirigidos, y algún día pasó a ejercer sencillo puesto de oficina. Hoy, desde hace diez años, es agente administrativo en un hospital de la zona metropolitana de París. Ejemplo en verdad edificante cuando existe voluntad de superación.

Hablemos de las máquinas viejas. Y retrocedamos cuarenta años, a la época en que trabajábamos en Armenia en la actividad bancaria. Por aquellos días, al lado del escritorio de casi todo el personal estaba instalada la máquina de escribir, y sobre el escritorio, la máquina sumadora. Estos dos elementos eran indispensables para realizar la generalidad de los oficios. Eran los utensilios más comunes del empleado, y sin ellos hubiera sido inconcebible la ejecución laboral. Al ser tan elementales, nadie reparaba en ellos.

Pero 120 años atrás de la última fecha citada –es decir, hacia el año 1850–  el mundo no conocía la máquina de escribir. Todo se escribía a mano. Apenas existía un invento rudimentario. En 1868, Christopher Sholes diseñó la primera máquina de escribir comercial y el teclado que se volvería universal. En 1873 nacía la marca Remington, en la que Pérez Franco elaboraba las papeletas débito y crédito que movían su sección de cuentas corrientes.

O quizás fue la Olivetti, o la Underwood, o la Olympia… Lo cierto es que con el impulso de la máquina de escribir y de la máquina sumadora todo marchaba en el banco. Los cuentacorrentistas, que llamábamos, o sea, los encargados de llevar las cuentas individuales de la clientela, o los empleados de contabilidad, que consolidaban el resultado final de la operación bancaria, estaban provistos de otro tipo de máquinas adecuadas para dicha función. Todas tenían la misma finalidad técnica que le imprimieron sus inventores.

Hacia la década de 1980 comenzaron a sonar clarines de revolución en la vida bancaria que yo conocí: llegaba la época de la cibernética, de los “sistemas” que hoy gobiernan al mundo. Como parte de un conjuro mágico, desaparecieron las máquinas de escribir y las sumadoras. Estos aparatos portentosos que llamamos computadores –íconos de la vida moderna– eran capaces de hacer, solos, lo que hacían muchas máquinas reunidas.

Y comenzaron a suprimirse empleos, ya que los nuevos utensilios de trabajo, sofisticados, inteligentes y veloces, eran aptos para desplazar al hombre. Hasta las secretarias de las gerencias sobraban. Incluso, hasta los gerentes, ya que el computador suministra todas las fórmulas, desde aprobar créditos hasta dar la respuesta pregrabada a cuanto problema, fraude o inquietud se le presente al cliente en su relación con el banco.

No hablan el lenguaje cordial que en épocas remotas era signo distintivo de la banca, pero todo lo resuelven al instante, con solo oprimir un botón, y además en forma irrefutable. Eso sí, no permiten el diálogo. Son omnímodos, pero carecen de sentimientos y cortesía. Saben ciencias exactas, pero no tienen alma. El hombre moderno se ha venido acostumbrando a este despotismo implacable, demoledor, que trajo la era de los computadores.

El mundo se deshumanizó en manos de la tecnología. Como cada vez se inventan nuevos sistemas que es preciso dominar rápido, al vuelo, la carrera hacia la insensatez y la idiotez es imparable. Se acabó la reflexión por culpa del automatismo.

Es aquí, amigo Pérez Franco, donde cabe hacer un réquiem por las máquinas viejas, esas que en forma elemental manejaban la banca antigua. La nuestra, la que no volverá. Las máquinas humanas (la Remington, la Olivetti, la Underwood…) pertenecen ya a un pasado brumoso que es mejor no remover, pues nadie lo entenderá hoy. Sin embargo, nadie nos impide acariciar la nostalgia.

El Espectador, Bogotá, 3-V-2012.
Eje 21, Manizales, 4-V-2012.
La Crónica del Quindío, Armenia, 5-V-2012.

* * *

Comentarios:

No, la tecnología no deshumanizó el mundo, ni hay carrera imparable hacia la insensatez y la idiotez, ni se acabó la reflexión por culpa del automatismo. La tecnología nos ha permitido conocer y abarcar campos que antes eran ilusiones, y nos catapultará a un futuro superior que nos hará ver con asombro y pavor, sin nostalgia, el pasado. Distinto es que los valores e instituciones públicos, sociales, familiares, individuales… per se y frente al entorno, no vayan a la par, por nuestra culpa. Sebastián Felipe (correo a El Espectador).

Es una desgracia que cuando uno va a una empresa a formular un reclamo la respuesta que le dan es: «Lo sentimos, no se puede porque la computadora no lo permite», con lo cual resulta que ya no es el pensamiento el que impera sino la programación de un aparato de estos que decididamente son los que gobiernan a las empresas. Ahí entonces nace lo malo de la sistematización. Jopease (correo a El Espectador).

Me gusta mucho la parte amable que el artículo les pone a las máquinas de escribir. Sonaban muchísimo y hasta ese sonido era agradable a los oídos de las personas, lo recuerdo. Se sabía por eso quién estaba escribiendo. Ahora todo el mundo escribe, pero muy en silencio, pues cada uno está en su mundo, con su computador y sin comunicarse con el resto de la gente. El mejor amigo de cada persona cuando está trabajando es internet y él ni saluda, ni se despide, ni da afecto, ni dice toda la verdad. Fabiola Páez Silva, ingeniera de sistemas, Bogotá.

Excelente la remembranza de las máquinas de oficina antiguas. Mi inicio laboral fue en la Caja Agraria, agencia de Roncesvalles (Tolima), y, claro, las máquinas que usted tan bien describe eran las reinas de la oficina. Su columna tocó las fibras más sensibles de mi nostalgia. Gustavo Valencia García, Armenia.

Estoy de paso por San Petersburgo. ¿Te puedes imaginar cuánto demoraría el envío de estas letras hace unos cuarenta años, cuando tú y yo escribíamos en La Patria en sendas máquinas de escribir? Esta reflexión me la provocaste con tu amena columna sobre las máquinas viejas. Y otras más, que tengo que dejarlas en el tintero porque salgo apurado para una cita con  Catalina la Grande. Fray Rodin.

Hace tiempos me pregunto cómo no va a existir desempleo, con índices tan elevados, si el hombre cada vez está siendo reemplazado por la tecnología. Y seguirá peor. Recuerdo ahora la maquinita de manivela con la que en el Banco Popular de Tunja calculábamos los intereses en cartera, y las madrugadas en balances buscando el  “descuadre»… Pero éramos como veinte empleados, y ahora hay sucursales de ese tipo que funcionan con unos seis. Elvira Lozano Torres, Tunja.

Qué bonito artículo sobre la máquina de escribir. Ella daba la posibilidad de ser nosotras importantes en el trabajo, de tener muchas condiciones de precisión al escribir y presentar trabajos excelentes, siempre con ese característico tecleo en las oficinas. Este recuerdo me causa ahora mucha nostalgia. Ligia González, Bogotá.

En la década del 60 yo estaba vinculado al Bank of America y se usaba, además de la máquina de escribir y la calculadora manual, el télex para giros internacionales cifrados, correspondencia urgente, etc. Su artículo me hace recordar una anécdota: por esa época fui a Quito a cobrar un cheque. El cajero tenía un libraco como de 100 hojas. Cada hoja dividida en 4 partes, cada parte correspondía a un cliente. Le entregué el cheque, se quitó de la oreja un lápiz. A mano, obviamente, fue buscando la hoja del girador, hasta que la encontró. El saldo lo tenía escrito en lápiz, y en agudo acento ecuatoriano me espetó: «no ha de tener fondos, lo tumbaron… siguiente». Jorge Arenas Calderón.

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El castigo de los inocentes (2)

lunes, 28 de octubre de 2013 Comments off

Gustavo Páez Escobar

Después de mi artículo de la semana pasada que se refiere al alarmante estado de inseguridad que viven los clientes de la banca por la clonación de tarjetas y la adulteración de otros sistemas, ha caído en Bogotá un pez gordo de este delito. Detrás de él se esconde una poderosa banda criminal.

Se trata de Jorge M. Pachón, alias “Pachoviola, a quien la Policía atribuye, solo en los últimos cinco meses, el robo de datos de 8.000 usuarios de una entidad bancaria y el hurto de 15.780 millones de pesos. Es todo un profesional en la instalación de microcámaras y dispositivos en cajeros automáticos, para apoderarse de las claves y clonar las tarjetas. Este es un caso evidente de lo que sucede con la multitud de colombianos víctimas de tales maniobras, a quienes las entidades financieras niegan la devolución de los dineros robados, con el manido argumento de que las claves salieron de las tarjetas y por lo tanto el usuario es el responsable.

Dicha argucia, contra la que los usuarios estafados no tienen cómo defenderse, clama por acciones severas en el sector financiero, para que se corrija tal proceder, a todas luces injusto y leonino, que vulnera la ética bancaria y hace perder la confianza en el sector. Y que ocasiona graves perjuicios a las personas asaltadas en su buena fe.

Diversas expresiones se produjeron con motivo de mi artículo anterior, de las cuales selecciono las siguientes:

«Gracias por llevar a la luz pública este grave problema de impunidad para los defraudadores y de «lavado de manos» de nuestros billonarios bancos. He sufrido el robo de dos de mis cuentas y es al banco donde han «entrado» electrónicamente para saber mis claves. Pero ni el banco ni el supuesto «Defensor» hacen nada para devolver el dinero y proteger las cuentas. Albamor» (correo a  El Espectador). 

«Gracias por este buen artículo que revela el refinamiento de métodos delincuenciales en los que el fácil expediente del sector financiero es echarles la culpa a los defraudadores externos y alzarse de hombros. Alpher Rojas Carvajal», Bogotá.

«Siempre el «paganini» es el cuentahabiente, comparable con los desfalcos de la contratación en que el pueblo paga con los impuestos y la justicia premia a los estafadores con castigos ínfimos tanto monetariamente como con mínima cárcel. Humberto Escobar Molano», Bogotá.

«Eso es abordar con autoridad un tema. Todo avance tecnológico presenta, siempre, una faz negativa. Así ha ocurrido desde que el hombre habita la tierra, pero no resulta justo que el usuario, casi en toda ocasión, el de menos recursos, termine siendo la víctima de la falta de controles de las entidades financieras y de los organismos de vigilancia de ellos. Gustavo Valencia García», Armenia.

«Aquí se legisla para mantener y aumentar las prerrogativas de los bancos. ¿Cómo es posible que una chequera de 30 cheques valga $130.000, que en proporción a su tamaño es más cara que un libro de medicina? Carlos Abdul» (correo a El Espectador). 

«Si los bancos son obligados a responder, ahí sí se acabará este robo o fraude descarado, o llegará a la mínima expresión. Lira» (correo a El Espectador). 

«En días pasados me llamaron de la entidad financiera para ofrecerme el famoso seguro antirrobo de mi tarjeta de crédito. Esto me hizo cuestionar las garantías que me ofrece la entidad que me presta el servicio de crédito (Colpatria). ¿Cómo así que yo tengo que asumir el costo de protección? Encima de pagar una altísima cuota de manejo que me cobran, encima del interés oneroso por los dineros utilizados, encima de las comisiones que me roban por pedir un simple extracto… Lo ancho para ellos, lo angosto para uno. Aristóbulo Socarrás» (correo a El Espectador).

El Espectador, Bogotá, 20-IV-2012.
Eje 21, Manizales, 20-IV-2012.
La Crónica del Quindío, Armenia, 21-IV-2012.

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Comentarios:

Conocí a alguien a quien le clonaron una tarjeta en Inglaterra. Fueron tres mil libras. Pero mi amigo no perdió ni un peso. El banco le restituyó el dinero. Los bancos en Colombia abusan mucho del usuario. Tratan muy mal a los clientes, no se hacen responsables de nada. Es un horror. Mariadolores (correo a El Espectador).

Felicito su valiente opinión, en este país donde nuestros mandatarios prefieren salvar un banco en quiebra que un hospital en crisis. Callaron al ministro de Hacienda, que hablaba de poner en cintura a los bancos, y no se volvió a hablar del 4xmil y de los intereses de usura. La indolencia y abusos de los bancos es atroz y no existe ninguna entidad ni autoridad que defienda a los usuarios víctimas. La atrocidad de los bancos tiene mucha tela de dónde cortar. No es el sector industrial o el agrícola el que presenta inmensas utilidades cada año, sino el financiero, que obtiene sus desbordadas ganancias a costa de «banquear» a la gente. Carlos Alfredo Roncancio Roncancio.

El 23 de julio de 2009 consulto mi saldo y veo con gran sorpresa y asombro que me han retirado la suma de $14.499.004 de mi cuenta corriente de Bancolombia (Cúcuta).  Hice mil reclamaciones a todos: Grupo Bancolombia, Defensor del Cliente… Al verme completamente perdida solicité ayuda de un abogado y se presentó ante la Fiscalía la respectiva denuncia, pero hasta el momento no he recibido respuesta… Jackeline Cañizares Pacheco, Cúcuta.

Dio en el clavo de la situación: los bancos se hinchan el pecho cuando tienen que fanfarronear por los billones de ganancias, pero son los primeros en hacerse los de la vista gorda delante de los desfalcos que le pasan al usuario en manos de la inseguridad que ellos están obligados a resolver  Ozcvrvm (correo a El Espectador).

Buena columna sobre un tema de «misterio» donde todo el fraude se hace con absoluta precisión y las grabaciones solo muestran al cliente como único «sospechoso» claro, sin serlo. Indoamericano (correo a El Espectador).

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El castigo de los inocentes (1)

lunes, 28 de octubre de 2013 Comments off

Gustavo Páez Escobar

Este es el cuarto artículo que en menos de dos años escribo sobre la ola de fraudes bancarios que estremece al país, y que lejos de reducirse ha crecido con hechos cada vez más perturbadores, según se establece por las noticias de prensa y por los correos llegados a esta columna.

Hasta donde puede captarse la dimensión de semejante desastre público, puede decirse que este flagelo se convirtió en dolor de cabeza para las entidades financieras y en lastre para la tranquilidad de los hogares. La gente se siente insegura para realizar sus transacciones bancarias, y la banca carece de herramientas eficaces para contrarrestar las técnicas sofisticadas que utilizan los delincuentes para apoderarse de los dineros de la clientela.

Según manifiesta la Asociación Bancaria de Colombia (Asobancaria), los organismos financieros gastaron en los últimos dos años más de doscientos millones de dólares para evitar el delito. Es decir, para blindarse contra el avance de la delincuencia, la que siempre responde con superiores métodos de fraude dentro de este mundo inextricable de la cibernética. Algo se ha logrado, por supuesto. Pero el mayor perdedor es siempre el cliente, que no tiene cómo defenderse contra el asalto –impune, en altísima proporción– de que son objeto los dineros depositados en los bancos.

Se dice que varias de las entidades financieras han contratado seguros suficientes para responder a la clientela por los fraudes. Es posible que así ocurra en algunos casos. Pero la inmensa mayoría de los colombianos estafados pierden sus reclamaciones ante las entidades, ya que estas suelen decir lo mismo, sin posibilidad de que el cliente pueda demostrar lo contrario: que la clave salió de la misma tarjeta entregada al titular, o del servicio de internet por él mismo manejado.

Es decir, que fue el cliente quien se descuidó y permitió que un tercero abusara de la confidencialidad de la clave. Esto no es cierto, y la banca lo sabe muy bien. Pero lo invoca para defender sus propios intereses. Como el caso se volvió común –y masivo, además–, existen formatos pregrabados para dar, en forma automática, la respectiva respuesta a la víctima del fraude. Es un engaño flagrante que de todas manera lo pagan los inocentes depositantes de la banca, que ven así asaltada su buena fe. Si se acude al defensor del cliente o a la Superintendencia Financiera, el resultado será el mismo.

Lo triste, lo aberrante, lo inequitativo, lo catastrófico, es que los defraudadores, ocultos en las sombras, son maestros en el manejo de tres sistemas demoledores: “phishing” (obtener información electrónica en forma fraudulenta), “phaming” (redireccionamiento de un dominio electrónico a otro fraudulento), “malware” (software “malintencionado”, o espía).

En los cajeros automáticos colocan cámaras invisibles y se apoderan de las claves. Copian la información de las bandas magnéticas, clonan las tarjetas, suplantan la identidad, ejecutan a su amaño la serie multitudinaria de robos financieros que ocurren en el país… Y nada les pasa. Todo sale del bolsillo de los clientes. Son ellos los grandes contribuyentes de esta red monstruosa montada al lado de la red cibernética que está distorsionando la vida económica del país y arruinando la paz y la salud de mucha gente.

Como corolario de este panorama sombrío –e inicuo–, por todos conocido, copio la siguiente carta, una más de las tantas que llegan a esta columna sobre el mismo tema:

“Soy una víctima de fraude bancario por el Banco de Bogotá por la suma de nueve millones de pesos, soy muy cuidadosa con mi tarjeta y en ningún momento la perdí, fue por internet pagando unas planillas de seguridad social de empresas, hubo muchas irregularidades del Banco que plasmé en la carta de reclamación (…) Después de casi dos meses me responden que el Banco no devuelve nada, que las transacciones fueron realizadas exitosas, o sea que yo las realicé (…) Mi situación económica no es buena, soy madre separada, tengo que ver por mis tres hijos, uno de ellos es especial y requiere de muchos cuidados y mi salud tampoco es buena. Pilar Bohada”.

El Espectador, Bogotá, 12-IV-2012.
Eje 21, Manizales, 13-IV-2012.
La Crónica del Quindío, Armenia, 14-IV-2012.

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Comentarios:

Gracias por llevar a la luz pública este grave problema de impunidad para los defraudadores y de «lavado de manos» de nuestros billonarios bancos. He sufrido el robo de dos de mis cuentas y es al banco donde han «entrado» electrónicamente para saber mis claves. Pero ni el banco ni el supuesto «Defensor» hacen nada para devolver el dinero y proteger las cuentas. Albamor (correo a El Espectador).

Gracias por tu buen artículo que revela el refinamiento de métodos delincuenciales en los que el fácil expediente del sector financiero es echarles la culpa a los defraudadores externos y alzarse de hombros. Alpher Rojas Carvajal, Bogotá.

Qué noticias desastrosas da esta columna. Pero gracias por dejarnos saber a quienes estamos lejos del país y tenemos alguna cuenta bancaria o de ahorro en Colombia. Colombia Paez, periodista de El Nuevo Herald, Miami.

Siempre el “paganini” es el cuentahabiente, comparable con los desfalcos de la contratación en que el pueblo paga con los impuestos y la justicia premia a los estafadores con castigos ínfimos tanto monetariamente como con mínima cárcel. Humberto Escobar Molano, Bogotá.

Eso es abordar con autoridad un tema. Todo avance tecnológico presenta, siempre, una faz negativa. Así ha ocurrido desde que el hombre habita la tierra, pero no resulta justo que el usuario, casi en toda ocasión,  el de menos recursos,  termine siendo la víctima de la falta de controles de las entidades financieras y de los organismos de vigilancia de ellos. Gustavo Valencia García, Armenia.

Aquí se legisla para mantener y aumentar las prerrogativas de los bancos. ¿Cómo es posible que una chequera de 30 cheques valga $130.000, que en proporción a su tamaño es  más cara que un libro de medicina? Carlos Abdul (correo a El Espectador).

Si los bancos son obligados a responder, ahí sí se acabará este robo o fraude descarado, o llegará a la mínima expresión. Lira (correo enviado a El Espectador).

En días pasados me llamaron de la entidad financiera para ofrecerme el famoso seguro antirrobo de mi tarjeta de crédito. Esto me hizo cuestionar las garantías que me ofrece la entidad que me presta el servicio de crédito (Colpatria). ¿Cómo así que yo tengo que asumir el costo de protección? Encima de pagar una altísima cuota de manejo que me cobran,  encima del interés oneroso por los dineros utilizados, encima de las comisiones que me roban por pedir un simple extracto… Lo ancho para ellos, lo angosto para uno. Aristóbulo Socarrás (correo a El Espectador).

¡Cuidado con los parecidos!

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Javier Enrique Carvajalino se vinculó hace quince años a la Personería de Bogotá, donde ha cumplido desempeño ejemplar, según lo certifican sus compañeros de trabajo. Sin embargo, una madrugada fue allanada su vivienda por varios hombres de los cuerpos secretos, que le seguían los pasos por presuntos nexos con la guerrilla. Por eso se lo llevaron, ante la perplejidad de su esposa y ante su propio estupor, y lo encerraron en una mazmorra.

Carvajalino no acertaba a explicarse qué sucedía. Más tarde lo presentaron ante la prensa como peligroso terrorista. El país se enteró de que buscaba estrellar un avión contra la Casa de Nariño o el edificio del Congreso.

Quedó detenido en las instalaciones del DAS y luego fue conducido a La Picota y vigilado en el pabellón de alta seguridad. A la postre, lo declararon inocente. Su único ‘delito’ era ser hermano del guerrillero ‘Andrés París’, a quien se acusa de planear un ataque aéreo contra el Palacio de Nariño. Para los sabuesos del DAS, los lazos de la sangre fueron determinantes para su arresto. A los cuatro meses lo soltaron, cuando ya su honra estaba lesionada.

Hernando Ovidio Villota lleva trabajando cerca de veinte años en la Fiscalía 11 de Pasto, con limpia hoja de vida. De repente, un avión de la FAC, lleno de investigadores, aterrizó en el aeropuerto local en busca de un delincuente camuflado en aquella fiscalía. El nombre de Ovidio se mencionaba en las conversaciones telefónicas interceptadas por la Dijín como el elemento que dirigía una banda de narcotraficantes y vendía informes secretos del despacho judicial.

Como en el caso anterior, los uniformados irrumpieron a altas horas de la madrugada en la residencia de Villota, lo maniataron y se lo llevaron en un avión para Bogotá, donde lo presentaron en rueda de prensa junto con otros veinte sospechosos de pertenecer a la banda antisocial. El presunto jefe de ella fue sometido a medidas extremas de seguridad –y de atropello y vejación–, mientras la gente de Pasto no salía del asombro. Días después fue dejado en libertad: se había tratado de una equivocación, ya que en la nómina de la Fiscalía había otro Ovidio (Ofir Ovidio), y éste era el verdadero delincuente.

Julio Gómez Sánchez, que años atrás había viajado por varios países europeos y que residió en Francfort entre 1995 y 1998, se vio rodeado de varios hombres armados a su descenso de un bus de Transmilenio, y fue conducido a una instalación militar. No había duda: se trataba del mismo Ricardo Palmera, conocido como ‘Simón Trinidad’ en los cuadros directivos de las Farc. Gómez, que ignoraba por qué era detenido, y a quien practicaban humillantes pruebas judiciales y sometían a toda clase de preguntas torturantes, no lograba defenderse en medio de la tormenta que se le vino encima.

Le tomaron infinidad de fotografías, en todas las poses y perfiles, unas veces con gafas, otras con gorros y hasta con bigotes ficticios, y siempre aparecía ‘José Trinidad’: su misma estatura, su misma mirada, su misma calvicie. La cicatriz en la pierna derecha, a pesar de que él manifestaba que era una mordedura de perro, para los investigadores era la misma cicatriz de bala del guerrillero.

Los cuerpos secretos sabían más: los desplazamientos a Alemania coincidían con los viajes del subversivo al mismo país, en iguales fechas. Las visitas de Gómez al Instituto de Cancerología para que le trataran un tumor en el ojo, eran otra prueba fehaciente: el miembro de las Farc también sufre de cáncer y ha recibido cuidado médico para la misma enfermedad. Cuando el inculpado supo que estaba detenido por ser ‘José Trinidad’, se horrorizó. Adujo todos los argumentos posibles, pero no le creyeron. Si no es por la prueba del ADN, que demostró que no tenía nada de terrorista, lo hubieran extraditado a Estados Unidos. Pero el mal ya estaba hecho.

El calvario que durante varios meses sufrió Gómez en calabozos militares, le laceró el alma y la mente. Al salir del batallón, proliferaron en el barrio las bromas y las amenazas. Tuvo que entregar el inmueble arrendado, porque el dueño quería evitarse problemas. De ahí en adelante le nació una angustia vivencial derivada del temor crónico a ser confundido otra vez con el guerrillero. Ante lo cual, el camino no era otro que abandonar el país, víctima de graves daños morales y hondas perturbaciones síquicas.

Juzguen los lectores por estos casos, que se suman a otros muchos que han ocurrido por la errada administración de la justicia (entre ellos, el del ciudadano inocente que murió de pena moral luego de pagar varios años de cárcel como presunto asesino de Galán), los desastres, a veces incurables, que se causan cuando a un ciudadano honorable lo confunden con un malhechor. Riesgo que con mayor facilidad puede presentarse en las actuales operaciones de allanamientos, dentro del estado de conmoción interior.

El Espectador, Bogotá, 5-XII-2002.

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El dolor de Otto

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Todos los libros de Otto Morales Benítez están dedicados a su esposa. Desde que hace treinta años inicié cordial amistad con el ilustre escritor caldense, y a partir de entonces comencé a recibir sus numerosas obras, me ha causado admiración el hallar siempre estas palabras rituales, inscritas como apertura invariable de sus trabajos: «A Livia». Son como dos signos cabalísticos, a los que Otto no tenía que agregar nada, porque lo decían todo. Este homenaje constante indica que Livia ha sido única en su existencia y por eso se convirtió en la eterna compañera, en la amada ideal, en la entrañable confidente de todas sus horas, de todas sus alegrías, penas e ilusiones.

Ante la partida súbita del ángel protector, el esposo afligido siente que el destino incomprensible le ha roto el alma y nublado el espíritu. Este roble del vigor y exquisito caballero de la carcajada homérica sufre hoy la ausencia cruel que nunca alcanzó a imaginar cercana. Su dolor es tanto más intenso cuanto más sólida era la unión conyugal. En un instante, al igual que en los turbios temporales, se estremecieron cincuenta y seis años de matrimonio feliz, donde nunca existió una sombra, ni la menor discordia, ni la más leve indecisión para conjugar la vida con elevadas miras y firmes empeños.

Livia prefirió la vida silenciosa a la figuración social. Pocas veces se le veía en actos públicos, sobre todo después de la muerte de su hijo Daniel, fallecido en París a la temprana edad de 23 años. Y siempre, desde la intimidad del hogar, fue solidaria con su esposo, lo mismo en los episodios estelares que en los momentos adversos del político, del estadista y del escritor.

Era su orientadora discreta, su culta consejera y su aliada inmejorable. Como poseía erudición y sensibilidad artística, además de fino olfato para captar la conducta humana, una sutil sugerencia suya era suficiente para señalar el camino preciso que resolvía un asunto enredado. Otras veces lo hacía para pulir la frase oscura y darle brillantez al pensamiento. El escritor era Otto, y Livia, su guía amorosa.

Pero llegó la parca inexorable y todo lo desestabilizó. La risa exuberante que ha resonado en el país entero y que transmite a la gente optimismo y vitalidad –tan necesarios en estos momentos de postración nacional–, se volvió triste. El lampo del infortunio, cuando todo sonreía, trajo turbación a esta noble familia, tan comprometida con las causas grandes de la nación. Los hijos y los nietos,  los mayores depositarios de la semilla fecunda, ya figuran en la sociedad como miembros de la estirpe hidalga que ha sobresalido por sus virtudes morales y su comportamiento ciudadano.

El dolor de Otto toca la propia sensibilidad del país. Protagonista de no pocos sucesos de la vida pública, ha sido desvelado trabajador de las causas sociales y culturales. Su obra literaria, política e histórica –que se acerca al centenar de volúmenes– abarca sobresalientes temas de la vida colombiana en buena parte del siglo XX. Sus tesis sobre el mestizaje y el espíritu nacionalista, que hacen resaltar lo regional y lo auténtico de nuestra idiosincrasia, han merecido las mayores consideraciones y lo consagran como uno de los autores más versados en estas materias.

Cuando al hombre bueno y al distinguido amigo lo hiere la adversidad, sentimos su angustia como si fuera propia. Es cierto que en el dolor se purifican las almas, pero mientras se supera la prueba –como tiene que ocurrir en toda desgarradura humana–, el corazón sangra. En el dolor el ser humano se vuelve más sensible, y al mismo tiempo su fibra espiritual se hace más resistente.

La tierra sufre con el arado que perfora sus entrañas, pero luego se recupera y produce frutos. Para entender y compartir la pena de Otto, viene al caso la frase de Benavente: «Mi corazón sólo sabe elevar a los dioses esta plegaria de amor infinito, la más hermosa de nuestra religión: ‘Dios de los dioses, evitad el dolor a cuanto existe».

El Espectador, Bogotá, 28-XI-2002

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