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Archivo para agosto, 2017

Tumbas y olvidos

jueves, 24 de agosto de 2017 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El Cementerio Libre de Circasia fue fundado por Braulio Botero Londoño en 1932 como una reacción contra la intolerancia y el fanatismo político y religioso que se vivían en el país, y abrió sus puertas a cualquier persona, sin importar sus creencias.

Gustavo Álvarez Gardeazábal recibió de Braulio Botero el ofrecimiento de una tumba en esa bella colina quindiana, rodeada de viento fresco, silencio puro y espléndidos paisajes. Y difundió la noticia de que allí irían a reposar sus despojos. Contrató la elaboración de una escultura y el respectivo epitafio. Ahora, en su columna del diario ADN del 31 de julio, informa que la junta del cementerio le revocó la autorización para utilizar aquel espacio en Circasia.

También yo recibí de Braulio Botero el mismo ofrecimiento en carta de abril de 1985, donde me dice: “El Panteón Circasiano, sus moradores en particular, y entre ellos yo, el primero, estaríamos muy orgullosos y felices de poder guardar allí por siempre las cenizas de usted. Desde ya tiene reservado ese puesto”.

Estas generosas palabras las he mantenido en secreto durante 32 años y las he considerado, más que una posibilidad factible, una presea, una noble deferencia del legendario patricio quindiano, discípulo de Voltaire y por consiguiente de las ideas libres, con quien me unió cordial amistad durante mi estadía en la región.

En cuanto al escritor tulueño, sorprende el episodio que comunica a sus lectores. Al escribir estas líneas, tengo a la vista el libro Libertad de pensamiento que editó el propio Braulio Botero antes de morir (1994) con importantes documentos sobre el Cementerio Libre, y cuyo prólogo lo escribió Álvarez Gardeazábal. Es deseable conocer de la junta el motivo que tuvo para tomar la decisión arriba señalada.

El mismo año 1994 falleció en Armenia la poetisa Carmelina Soto, y sus restos ingresaron a la bóveda número 37 del Cementerio Libre. Seis años después fueron depositados en una urna construida en el parque Sucre de Armenia, bajo la placa de mármol del soneto de su autoría Mi ciudad.

Se ha creído que los despojos de Antonio José Restrepo, el célebre ´Ñito´, autor del Himno de los muertos, a la entrada del Cementerio Libre, reposan allí. No. Fueron trasladados de Barcelona (España), donde murió en 1933, al Cementerio Central de Bogotá, por gestión del presidente Eduardo Santos. Los de Vargas Vila, también muerto en Barcelona el mismo año 33, fueron repatriados en 1981 y están en el panteón masónico del Cementerio Central de Bogotá.

Germán Pardo García, muerto en Méjico en 1991, había impartido instrucciones para que sus cenizas fueran lanzadas al mar. Con todo, fueron llevadas al viejo cementerio de San Bonifacio en Ibagué, ciudad de su nacimiento, y yacen en un panteón de sacerdotes y monjas. Absurdo: él era anticlerical. Jorge Isaacs, muerto en Ibagué en 1895, no quiso que lo enterraran en Cali, su tierra nativa. Sus cenizas llegaron al Museo Cementerio San Pedro, de Medellín, en enero de 1905.

Las de Tulio Bayer, muerto en París en 1982, fueron lanzadas al cosmos por su mujer desde un  risco de los Pirineos, como supremo acto de libertad dispuesto por Bayer. Las de Juan Castillo Muñoz, muerto en Moniquirá en 2010, se esparcieron por el Salto de Pómeca de ese municpio. Las de Manuel Zapata Olivella y David Sánchez Juliao, muertos en 2004 y 2011, fueron arrojadas al río Sinú.

La muerte es olvido. Sirva esta nota para recordar dónde se hallan los despojos de estos colombianos ilustres.

El Espectador, Bogotá, 18-VIII-2017.
Eje 21, Manizales, 18-VIII-2017.
La Crónica del Quindío, Armenia, 20-VIII-2017.

Comentarios

Mi esposa y yo somos testigos de aquel día en que junto con Fabio (su hijo), familiares, paisanos y amigos lanzamos a las aguas del río Pómeca, en Moniquirá, las cenizas de nuestro muy querido y estimado Juan Castillo Muñoz. Inolvidable aquello. Carlos Martínez Vargas, Fusagasugá.

En efecto, los restos de Carmelina Soto reposan en el parque Sucre. El año pasado su memoria fue objeto de múltiples reconocimientos y difusión. Esperanza Jaramillo, Armenia.

Aclaración. Álvaro Franco González informa que, después de permanecer algún tiempo en el panteón de la Gran Logia de Colombia en el Cementerio Central, los restos de José María Vargas Vila fueron trasladados, hace varios años, a la sede de la misma Gran Logia, en la calle 17 con carrera 5ª de Bogotá.

Recuerdo ahora, por allá en los años setentas, un encuentro entre Fabio Lozano Simonelli, Braulio Botero y yo, a raíz de una invitación que yo le hiciera al dirigente liberal, quien quería conocer a don Braulio. En larga conversación nos contó don Braulio cómo el maestro Darío Echandía intervino en su defensa judicial y en la de otros concejales liberales del pueblo. Este grupo había sido denunciado por la jerarquía católica del departamento de Caldas por la destinación de recursos del presupuesto municipal que hicieron los cabildantes para la construcción del Cementerio y el Colegio Libres, en virtud de que el cementerio tradicional era manejado por la Iglesia, y de acuerdo con su anacrónica normativa, allí no se podían enterrar suicidas, ateos o no católicos. Tampoco en las escuelas se podían matricular niños hijos de parejas de unión libre o no casadas por el rito católico. Echandía asumió la defensa de los concejales con espléndidas argumentaciones de carácter doctrinario, que fueron la base con la que muchos años después él demandaría el llamado «concordato» entre el Estado colombiano y el Vaticano. La narración completa está en mi libro (inédito) Desastre en la ciudad. Alpher Rojas Carvajal, Bogotá.

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Penurias del escritor

martes, 15 de agosto de 2017 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

La estrechez económica (como lo señala la revista Semana en su edición n.° 1840 del 5 de agosto pasado) ha sido signo distintivo del escritor. Vivir de la publicación de los libros es una utopía. A la lista de escritores famosos que para subsistir han tenido que desempeñar algún empleo o actividad rentable (José Asunción Silva, León de Greiff, Jorge Isaacs, José Eustasio Rivera, Luis Vidales, entre otros), hay que agregar el nombre de Fernando Soto Aparicio, muerto en mayo de 2016.

Fue uno de los escritores que más libros vendían en el país, a raíz de la fama obtenida con La rebelión de las ratas. Este hecho le permitió durante mucho tiempo vivir de las regalías. Vino después la piratería de sus obras, y el lucro se fue al suelo. Como ya sus libros, que continuaron editándose de manera permanente, no le daban para vivir, se empleó como asesor de la Universidad Militar Nueva Granada. Y allí murió a los 82 años de edad, pobre y enfermo, sin  haber obtenido el beneficio de la pensión.

En su época juvenil trabajó varios años en la rama judicial de Santa Rosa de Viterbo. Al buscar la acreditación de ese tiempo para agregarlo al tiempo trabajado con la universidad, y con la diplomacia durante el gobierno de Belisario Betancur, no apareció ese registro. Tampoco contaba con los años trabajados como guionista y libretista de radio y televisión, ya que dicha labor la ejercía como contratista.

En tales condiciones, tuvo que cumplir con el oficio laboral en la Universidad Militar Nueva Granada hasta el final de sus días. Cruel injusticia para quien tanto honor le dio a Colombia a lo largo de toda una vida de creación literaria.

Revista Semana, n.° 1842, 20 al 27 de agosto de 2017.

Comentarios

Esa es la triste realidad. Mientras los escritores dejan huella con su obra, y no mueren en el recuerdo de los lectores, enfrentan dificultades económicas. Qué falta hace en este país una política cultural que les asegure a los creadores de belleza vivir bien los últimos días de su existencia, como creo que sucede en México. José Miguel Alzate, Manizales.

Gracias por recordarnos estas dolorosas verdades que por la cercanía con el maestro Soto nos constan. Fernando Cely Herrán, Bogotá.

Te admiro no solo cuando relatas con fino estilo las glorias de los personajes que tratas, sino más aún  cuando hablas de las miserias y vicisitudes de  ellos, porque revelas tu gran dimensión humana. Para botón de muestra la nota de hoy. Óscar Jiménez Leal, Bogotá.

Lástima que los gobiernos no tengan reservado un ingreso para las grandes glorias del país. No alcanza el presupuesto con tanta corrupción y plata robada, y los escritores quedan en el olvido en vida. Luego vienen las posibles manifestaciones de gratitud y de reconocimiento, cuando ya no es posible darles la mano. Liliana Páez Silva, Bogotá.

Es una pena que un escritor del calibre de Soto Aparicio haya terminado sus días en la penuria. Como tú bien lo anotas, que un escritor pueda vivir de su profesión es una utopía. Infortunadamente, como en muchas otras actividades, quienes se lucran del trabajo de los demás son los intermediarios, en este caso las editoriales. Triste realidad. Eduardo Lozano Torres, Bogotá.

Memorias de paisas

miércoles, 9 de agosto de 2017 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

José Jaramillo Mejía nació en La Tebaida, vivió en Montenegro y Circasia, y desde 1978 reside en Manizales, donde es columnista de La Patria y ha escrito 18 libros en los géneros de la crónica, la historia, la poesía y la biografía. En la capital caldense se vinculó a actividades comerciales, financieras y culturales, y hoy en la etapa de la jubilación, su oficio primordial es la escritura.

Acaba de publicar el libro titulado Las trochas de la memoria, que lleva como subtítulo Historias de la segunda colonización antioqueña. Está dedicado a sus ancestros, las familias Jaramillo Guzmán y Mejía Palacio, “cuyos títulos nobiliarios no han sido otros que las manos encallecidas por el trabajo”.  

La Colonización Antioqueña, iniciada a finales del siglo XVIII y que llegó hasta comienzos del XX, es uno de los hechos más destacados en la historia del país. Representó la movilización de núcleos familiares hacia Antioquia, y de allí a los hoy departamentos de Caldas, Risaralda y Quindío, el norte del Valle del Cauca y del Tolima. Su propósito era descubrir y cultivar nuevas tierras, afincar a sus familias y encontrar medios de vida.

La que el escritor quindiano-caldense llama segunda colonización antioqueña se produce con la migración, desde el suroriente antioqueño, de su padre don Ernesto Jaramillo Guzmán, su madre y sus hermanos. Él llega en 1924 a La Tebaida,  donde adquiere una casita y un local e instala una tienda de abarrotes. Al año siguiente regresa a Antioquia para casarse con Elvira Mejía Palacio, unión de la que nacen varios hijos y da paso a nuevas generaciones.

Más adelante, don Ernesto compra una finca en Montenegro y luego se traslada a Circasia. En este tránsito laborioso por el territorio quindiano empeña sus mayores energías como comerciante, agricultor, criador de bestias y hábil negociante de ganado. Esto le permite levantar una familia formada dentro del apego al trabajo y los sanos principios.

Junto con él, otras familias antioqueñas se desplazan por la geografía regional y los territorios aledaños. Están identificadas por los mismos ideales del trabajo arduo y honrado y el ánimo de progreso. Así van poblando las tierras, impulsando los negocios y ensanchando la esperanza.

Bien claro, entonces, queda el criterio de la “segunda colonización” que inspira este libro de memorias salido de la pluma amena de Jaramillo Mejía. Rindiéndoles tributo a sus ancestros, recoge en sus páginas pequeñas y grandes historias que se van esparciendo por el entorno al paso de los colonizadores por las tierras de sus fatigas y sus ensueños.

Este libro es la historia general de numerosas familias vinculadas a un propósito común, y que llevan en la sangre la marca de la raza antioqueña, que lo mismo puede estar ubicada en Antioquia, Caldas, Risaralda o el Quindío. Como dice el autor en entrevista con La Patria, “cámbiele el apellido y es el mismo cuento”.

Por lo demás, hay que celebrar, cómo no, el fino humor, la gracia, la imaginación y el ingenio con que Jaramillo Mejía, con lenguaje grato y descriptivo, matiza sus recuerdos y rescata estos trozos de historia. Son como brochazos sobre el paisaje que pintan la idiosincrasia regional y enaltecen los hábitos y las virtudes de su gente.

El Espectador, Bogotá, 4-VIII-2017.
Eje 21, Manizales, 4-VIII-2017.
La Crónica del Quindío, Armenia, 6-VIII-2017.
Mirador del Suroeste, n.° 62, Medellín, septiembre/2017.

Comentarios

Las trochas de la memoria me hicieron evidenciar el valor del esfuerzo colonizador, y la necesidad de profundizar en esa saga que agotó los sueños, la energía y la vida de tantas personas. Es muy grato leer a José Jaramillo Mejía con su fino humor e impecable uso del género narrativo. Esperanza Jaramillo, Armenia.

Igual que otros investigadores, tengo discrepancias con el modelo colonizador. Sin embargo, pienso que los trabajos de José Jaramillo Mejía tienen un sello propio, además de un exquisito buen humor. Alpher Rojas, Bogotá.

Le deja a uno un sabor amargo el contraste entre el escenario que cuenta el artículo y el de los últimos 20 o 30 años durante los cuales, principalmente en Antioquia, las mafias cambiaron radicalmente el ambiente, el proceder y la mentalidad de los paisas. Afortunadamente quedan personas que por lo menos añoran los tiempos en los que la palabra, el honor y la buena educación eran los emblemas y tratan de no dejarlos perder del todo en las generaciones jóvenes. Eduardo Lozano Torres, Bogotá.

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