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La avaricia seca el alma

martes, 10 de julio de 2018 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Eugenia Grandet (París, 1833) está considerada la mejor novela de Balzac. A pesar de los 185 años que han transcurrido, se mantiene como una de las obras clásicas más leídas de la literatura universal. En la edición publicada por Gervais Charpentier en 1839, el autor la dedica a  María du Fresnay, que había sido su amante y con quien tuvo una hija (el único hijo que se le conoce), en cuya familia representó buena parte del desarrollo de la obra. Dostoievski la tradujo al ruso en 1843.

Balzac sacaba sus personajes de los escenarios franceses que él vivía con tanta intensidad, y los hacía figurar en la serie La comedia humana, de la que hace parte esta obra maestra. ¿A qué se debe la vigencia de Eugenia Grandet? A que sus verdades están vivas. Y por supuesto, a la destreza del escritor para pintar con gran realismo el eterno drama de la avaricia.

Este argumento ya lo había tratado Molière en la comedia El avaro, estrenada en París en 1668, cuyo tema central es el de la avaricia extrema encarnada por Harpagón. Esto mismo ocurre con Félix Grandet, protagonista de la novela de Balzac. Ambas creaciones perduran como imágenes  emblemáticas de uno de los vicios más nefastos del ser humano, que se da en todas partes y en todas las capas sociales, y que es comparable a la envidia.

La circunstancia de que ambos autores y los ambientes utilizados para sus producciones sean franceses hace mostrar aquella sociedad como modelo genuino de la condición humana. Se llevaban una diferencia de 177 años de edad (Molière nació en enero de 1622 y Balzac en mayo de 1799), y cada cual extrajo de su época turbulentos sucesos del mundo que se movía a su alrededor. Son retratistas geniales de su tiempo.

Félix Grandet, tonelero retirado y dueño de próspera situación económica, no se conformaba con lo que tenía e hizo creer a su mujer y a su hija Eugenia todo lo contrario: que estaban en la ruina y que por eso era preciso controlar los gastos al máximo, restringir la comida y privarse de la compra de ropa y otros gustos superfluos. Vivían en una casa destartalada que se caía a pedazos, y él mismo se encargaba de vigilar el consumo hasta de las cosas más elementales.

Mientras tanto, se solazaba amasando su dinero, y sufría cuando no aumentaba con la velocidad que deseaba. “El avariento jamás se saciará; y el que ama las riquezas ningún fruto sacará de ellas”, dice el Eclesiastés. Según Erich Fromm, “la avaricia y la paz se excluyen mutuamente”.

Algunos hombres descubren la riqueza del señor Grandet y pretenden casarse con su hija, como el mejor partido, pero él los ahuyenta. Pasado el tiempo, el avaro se enferma de gravedad y en medio de la obnubilación de la mente le dice a su hija: “¡Vigila el oro! ¡Pon oro delante de mí!”… Anota la novela que “Eugenia le colocaba algunos luises sobre la mesa y el viejo permanecía horas enteras con los ojos fijos en los luises”. Muere en forma miserable, y Eugenia recibe toda la fortuna, que a ella no hacía feliz, y la destina para hacer obras sociales.

El Espectador, Bogotá, 6-VII-2018.
Eje 21, Manizales, 6-VII-2018.
La Crónica del Quindío, Armenia, 8-VII-2018.

Comentario

La avaricia es más que un vicio, una terrible enfermedad que literalmente, como lo expresa el título del artículo, seca el alma de quien la padece. Conocí el triste caso de un hombre rico, propietario de varias gasolineras, que vivía solo con su perro en una casucha en el sur de Bogotá para evitar gastos. El día menos pensado el hombre desapareció y alguien informó que de la casa donde vivía salía un fétido olor. Pues el hombre había muerto hacía varios días y el perro hambriento había empezado a devorar su cadáver. Eduardo Lozano Torres, Bogotá.

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